lunes, 28 de diciembre de 2009

"Rojo y negro", de Stendhal y los profesores de moral (I)

En un momento de su vida de seminarista, cuando sus compañeros le trataban con evidente hostilidad por su conducta altanera, Julián Sorel, el personaje principal de Rojo y Negro, reflexiona con escepticismo sobre ésos estudiantes, futuros clérigos, que pronto se convertirán en “los únicos profesores de moral que tendrá el pueblo”. Sorel, se pregunta qué acontecería sin ellos y qué sería del pueblo en tal caso y, planteaba una hipótesis: Como instructor, como guía de los valores morales, “¿Podrá, algún día, el periódico sustituir al cura?” Esa parecía su expectativa y, si esta cuestión era pertinente o no en 1830, lo podremos valorar más adelante.

La alternativa apuntada por Julián Sorel sobre si (algún día) los periódicos podrían sustituir a los curas como profesores de moral, no deja de sorprenderme en estos momentos, en los albores del siglo XXI; aunque al personaje le parece plausible, a mí nunca se me hubiera ocurrido tamaño dilema, ni establecer competición entre unos y otros.

¿Por qué podía inspirarle mayor confianza (o equivalente), en lo moral, la prensa que los curas? Éstos vivían en estrecho contacto con el pueblo, y por tanto podían ejercer su “profesorado” con eficacia ¿No era limitante para la prensa la elevada tasa de analfabetismo de la época, mientras el púlpito era tan accesible al pueblo? ¿O es que estaba el clero atravesando alguna fase de descrédito o baja popularidad?. Ampliemos un poco la perspectiva.

Estamos en Francia, no hay que olvidarlo, donde 40 años antes del Rojo y Negro de Stendhal, en 1789, había estallado la Revolución que, en muchas fases, desplegó una marcada rebeldía contra la Iglesia, en paralelo con la sublevación política originaria, derivando en un claro movimiento de “descristianización”, como ha señalado Hugh Thomas. La práctica católica en Francia fue abandonada pero no fue sustituida por un humanismo (en su significado de formación íntegra del hombre) sino por un culto místico a la Razón, aunque el cristianismo no tardó demasiado en regresar de la mano de Napoleón (ahora, en calidad de religión del estado). Éste, creía que la religión era “la vacuna de la imaginación” y por tanto “el pueblo tiene que tener una religión y esa religión tiene que estar en manos del gobierno”. Todavía en el siglo XIX la mayoría de las comunidades se clasificaban u organizaban según sus creencias religiosas, así, se era cristiano, judío o musulmán antes que francés o turco; después vendrían, a principios del XX, con extremo ardor, las lealtades y sentimientos étnicos o nacionales y su consecuencia: la primera guerra mundial.

¿Por qué, algún día, el periódico estaría llamado a sustituir al cura como profesor de moral? La pertinencia de esta pregunta la he aparcado en el primer párrafo y no se contesta en la novela de Stendhal. Volvamos a ella y al siglo XIX. Quizá Julián Sorel ponderaba la prensa porque en ella, entonces, encontraban alojamiento, difusión y debate muchas de las ideas y propuestas filosóficas de los grandes pensadores que en el mundo han sido; de aquellos que dedicaron sus vidas a enseñar, a vivir mostrando qué es lo que se hace y qué, lo que debe hacerse. Aunque anteriores a Stendhal, estarían frescas aún las ideas de Montesquieu, Voltaire, Hume, Rousseau, Kant y, por supuesto, las de Diderot, D’Alembert y demás enciclopedistas. Esto ciñéndonos a algunos de los que íntegramente tuvieron sus trayectorias vitales en el siglo XVIII. Más cercanas a Stendhal se situarían las meditaciones de sus contemporáneos Hegel, Schopenhauer, Carlyle, Fichte, Comte, Spencer y una enorme lista de pensadores de todos los signos cuyas mentes, en constante ebullición, salpicarían suficientemente las páginas de los periódicos y folletos para que alcanzasen una alta calificación como candidatos al ejercicio de “profesores de moral”. Otra cosa sería que las reflexiones de tales “profesores” y sus efectos convinieran a la Iglesia.

¿Era en esas cabezas insignes en las que confiaba Sorel cuando pensaba que un día los periódicos podrían convertirse en profesores de moral? Es seguro que si la prensa podía recoger las ideas que destilaban aquellos intelectuales le sobraba razón para creerlo. El inconveniente sería que aquellas enseñanzas sólo podrían llegar a una élite selecta de lectores, muy difícilmente al iletrado pueblo llano, ni aún por transmisión indirecta. Luego, no era ésta (todavía) una pretensión válida, ni el camino que, ahora, quiero seguir. (Ver parte II)

"Rojo y Negro", de Stendhal y los profesores de moral (y II)

Me aventuro a dar un salto en el tiempo. Dejo por un momento a Stendhal y a Julián Sorel, conservando, eso sí, la hipótesis que lanza, y nos trasladamos a la agitada actualidad, al año 2009. Vamos a dar un breve repaso a la prensa contemporánea e, incluso, a otros medios de comunicación más modernos como televisión o radio.

Para empezar, realicemos con los periódicos un ensayo bien sencillo; un día, cualquiera, probemos a analizar el contenido, la información de tres o cuatro diarios distintos y comparemos las diferentes y aún opuestas opiniones e interpretaciones que les merecen los mismos hechos y noticias que nos transmiten. No es casualidad; cada uno describirá lo que ha sucedido en el mundo según su espectro de compromisos, intereses o ideario y, curiosamente, las conclusiones posibles se suelen agrupar, con simplicidad en culpables o víctimas (bueno-malo, mejores-peores, nosotros-ellos) para hacer “manejables” los acontecimientos, para que los entendamos a pesar de nuestra torpeza y limitaciones, y nos sugieren lo que debemos creer, rechazar, contra lo que hemos de luchar o por el contrario abrazar, defender... ¿Con qué potestad? ¿A qué tipo de periódicos se refería Sorel cuando hablaba de tomarlos como “profesores de moral”?

Además, ¡ay!, en paralelo, tenemos el magisterio de la radio o de la televisión que ni siquiera exigen una atención activa, sólo oír y mirar (tampoco precisa del esfuerzo de escuchar, pensar en lo que se oye). Programas de consumo, de evasión, –cualquiera que sea– informativos o culturales, siempre sesgados por el interés de los emisores, bien en lo político o por los grupos de presión dominantes o que se deben a quienes pagan la publicidad. Sin distinción de que las emisoras sean de propiedad pública o privada; no existe la ecuanimidad, el análisis desapasionado, y la calidad, en constante declive, es difícil de encontrar. Como profesores de moral tampoco sirven; nos facilitan información de “segunda mano”, controlada, censurada, sesgada o cuando menos reinterpretada según los intereses de quien les paga y de acuerdo con los criterios y convicciones personales del que lo suscribe.

Entonces, ¿Qué nos queda?. Es fácil que los “profesores de la moral” de que dudaba Julián Sorel, hoy, los tuviéramos que escoger entre las minorías selectas, que diría Ortega. Entre los grandes hombres implicados con la humanidad, activistas de la conciencia, algunos pensadores o filósofos formadores (sacudidores) de opinión, no contaminados; comprometidos sólo con la verdad, independientes auténticos, sin vínculos con ningún tipo de poder, libres de obligaciones. Sí, alguno debe de quedar; en tal caso, serán muy pocos. Volveríamos a estar como en los tiempos de Stendhal, si bien ahora (en Occidente) ha desaparecido el analfabetismo pero, mala suerte, los medios de comunicación han cambiado mucho y estamos muy distraídos para aplicarnos. Aunque tengamos buena provisión de las obras de aquellas lumbreras del pensamiento ético y moral de siglos pasados. Haría falta escuchar, leer, ponderar…¡ufff!

lunes, 21 de diciembre de 2009

"La tirada"

(Una vieja estampa)

En lo que conocíamos como "el portalón" -un viejo palacio de fachada de piedra y pórtico en arco de medio punto- vivía una familia con la que la gente del barrio tenía muy poca o ninguna relación. A sus integrantes, la mayoría mujeres, les veíamos acarrear pesados sacos con admirable soltura, lo que no dejaba de asombrarnos, no obstante se trataba de personas adultas, hechas y derechas. Se dedicaban a "la tirada" como principal ocupación y modo de sustento, motivo, por su naturaleza social más que por la ilegalidad de esta actividad, que hacía que fueran observados a distancia y con cierta prevención. Se les veía, siempre, bastante sucios, como carboneros, lo que no ayudaba a romper el aislamiento y, aún recelo, con que les acogía su vecindad menos maltratada por la diosa Fortuna, divinidad que, a mediados del siglo XX, no se prodigaba demasiado en España.

Dedicarse a "la tirada" quería decir que este quehacer, lo ejercían aprovechando la llegada a la ciudad de los trenes cargados de diferentes mercancías (carbón, remolacha, hierros), en vagones abiertos al cielo. En aquellos tiempos lo normal era que en las proximidades de la estación –a uno o dos kilómetros– los convoyes hubieran de aminorar la marcha o detenerse, en prolongadas esperas, antes de que les fuera autorizada su entrada en agujas. Esa coyuntura era aprovechada por cuadrillas organizadas, a veces integradas por familias enteras, que asaltaban los más que accesibles vagones y comenzaban a tirar al suelo, a los lados de la vía, su contenido, siendo el carbón uno de los productos de mayor atractivo. En tierra, otra parte del grupo recogía la mercancía y la metían en sacos para facilitar su transporte y seguramente su posterior venta. Podía darse el caso de que, después de haberse ido el tren, la recogida les ocupaba varias horas a lo que se podían dedicar sin ser molestados. La RENFE contaba con un cuerpo propio de vigilancia, "los carabineros", que estaban desbordados. Eran los años del estraperlo, de la falta de trabajo, del hambre y de la búsqueda desesperada de medios para sobrevivir.

sábado, 19 de diciembre de 2009

Ver jugar a los niños

La niña –Júlia–, se incorpora, no sin algunas dificultades. Se sostiene con ayuda de la mesita que tiene a su alcance; luego, con cierto temor, avanza un paso y se queda erguida, sin otros puntos de apoyo, con un tambaleo característico sobre la punta de los pies, en un equilibrio inestable que finalmente logra aquietar agarrándose al borde del asiento más cercano.

Júlia, la niña de pelo negro rizado que se desborda por las sienes y mirada inquisitiva, brillante, no es nada tímida. Viste ropa informal –pantalón de pana de color tierra y jersey rosa pálido– de cierta calidad, lucidos con algún desaliño, en concordancia con su edad. Con poco más de un año, no se puede pedir que lleve puesto su vestuario de forma irreprochable. Está en el salón haciendo pequeñas incursiones entre los asideros que tiene a su alcance, que casi la cercan. Cuando las cosas las ve claras se desplaza desde el sofá a la mesita de centro, sin perder contacto con los soportes que le ofrecen los bordes de esos muebles; en otros momentos se queda de pie, sin auxilios accesorios. Se revuelve, prueba, con las manos por delante, da un difícil y aventurado pasito desde la mesa de centro hasta el seguro brazo del sofá grande donde espera una de sus muñecas de trapo y, al llegar de tan temeraria expedición, mira a los abuelos señalándoles con su rígido dedo índice y descarga la emoción acumulada con una nerviosa risa.

Son los arriesgados y repetidos primeros pasos, uno a uno, todavía sin llegar a conseguir el “uno detrás otro” que es el caminar. Ahora, en su incursión ha encontrado el chupete de goma que se apresura a mordisquear, con sus dientecillos apenas estrenados, y tras unas chupadas, lo arroja a un lado. Incansable, busca nuevos horizontes para sus aventuras vitales; mira hacia el espacio donde arranca el pasillo y se pone a gatear, ligera, con extraña habilidad en busca de mundos incógnitos que descubrir; sólo se detiene cuando llega a la zona donde las sombras, que han entrado, silenciosas, por las puertas de las últimas habitaciones, ocupan el fondo del pasillo. Duda, mira hacia atrás para asegurarse de que tiene las espaldas cubiertas por alguien familiar, protector, pero no se decide hasta que la luz lo ilumina todo otra vez. Entonces, de nuevo confiada, reemprende su carrera.

La niña, en sus galopadas sobre las cuatro extremidades, ya sin sus zapatitos, casi pierde también los calcetines especiales que la ayudan a impulsarse y en los intervalos, entre sus viajes, conversa con todos, halagada, feliz, mediante balbuceos que los mayores queremos interpretar sin conseguirlo; sólo algunas palabras son reconocibles: “pa-pa”, “ma-ma”... pero es inútil tratar de asociarlas con cualquier intencionalidad. Aún es pronto. Aprende a modular sonidos que va oyendo, lo mismo que repite, distraída, algunas palabras cortas que tratamos de enseñarla, silabeando con paciencia: “A ver, Júlia, cómo dices maaa-má, paaa-pá...”

Poco después, llega su primo, Martí, varios años mayor que la niña y se incorpora al juego. Gateando ambos por la casa compiten, una por huir y el otro –concediéndola alguna justa ventaja–, por alcanzarla, siempre a gatas, resbalando, riendo a carcajadas, exaltados, olvidados de todo incluidos los juguetes y muñecos que están diseminados por el suelo, apartados de momento.

El poeta lo dejó escrito, “Dos cosas serían capaces de entretenerme toda la vida: el correr del agua y ver jugar a los niños”.

jueves, 10 de diciembre de 2009

Responsables de su propia cara

Según Cesare Pavese, José Camón Aznar (y algún otro escritor), a partir de los 40 años, cada hombre es responsable de su propio rostro. Parece claro que lo que quieren decir es que la vida, mientras todavía nos va moldeando, permite ofrecer una imagen que puede diferir de la realidad sobre quién y cómo somos, pero que esto se acaba al llegar a la cuarentena, donde nuestra faz ya no puede engañar a nadie; se ha convertido en el auténtico espejo de nuestros sentimientos y de nuestra forma de ser, incluyendo las cicatrices del alma que hemos ido coleccionando. O sea, quien tiene cara de inteligente después de los 40 años es que lo es, quien parece, por su expresión facial, amable lo es, el cretino no puede por tanto ocultarlo, ni el falso, ni el facineroso...

Esto viene a cuento por tropezarme estos días con varios recortes de prensa de hace unos años. Se ocupaban de un caso que llamó la atención por su triste singularidad y que suponía una monumental excepción a esa “regla” de Pavese y Camón Aznar. Por eso los tenía guardados.

Es una historia cargada de sadismo, donde se explica cómo Gary Ridgway, un chapista de Seattle (EE UU) de 52 años, reconocía que había matado a 48 mujeres (a alguna de las cuales también había violado), en una ola de crímenes que se alargó durante cerca de 20 años. Pero lo que aquí viene al caso es que Ridgway, al decir de las crónicas, "parece un hombre sencillo, delicado, con una mirada serena y aspecto de buena persona". Esta opinión pudo ser fácilmente corroborada por cualquier lector ya que la fotografía de este asesino, tan "especial", fue divulgada ampliamente por los periódicos más importantes del planeta y todavía puede verse en muchas páginas de Internet.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Los nombres de las calles

Los nombres de las calles merecen un poema, dijo un escritor con alma de poeta. Lo merecen porque el significado de muchas de ellas es una loa u homenaje a personas, lugares y hechos notables. Son como capítulos o páginas inanimadas de la pequeña historia local; una reserva de la memoria vecinal que el paso de los años va difuminando. Leyendo el callejero de una ciudad, aunque no la conozcamos, aunque nunca hayamos pisado sus calles y plazas, podemos hacernos una idea de su historia y de su sentir a través de los nombres que durante cientos de años han ido dando identidad a sus rúas.

De este modo, existen ciudades por la ancha geografía española en que la nominación de sus viales urbanos permiten adivinar sus inclinaciones, o las de sus mandatarios en determinado momento. Hay alguna población que ha optado por homenajear a los médicos en número anormalmente elevado, otras rememoran batallas, muchas han dado a sus avenidas y plazas los nombres de políticos, escritores y otros personajes famosos a escala nacional; poblaciones, ríos, fechas históricas y, aunque en menor número, algunos viejos oficios también se incluyen habitualmente.

No obstante, en la actualidad, los orígenes y la identidad histórica o biográfica de algunos de esas denominaciones se han perdido en la noche de los tiempos por lo que, para averiguar la intencionalidad de la dedicatoria, es preciso hacer algunas indagaciones. Sólo los rótulos situados estratégicamente en las esquinas dan fe de su terca existencia, impasibles, pero ya ni los viejos del lugar son capaces de decirnos a qué venía tal o cual apelativo, las más de las veces de inconfundible resonancia doméstica.

Por ejemplo, en Valladolid tienen la céntrica calle de Alcalleres, popular en los años 60 del siglo pasado porque allí estaban ubicadas las taquillas donde se despachaban las localidades para los toros y el fútbol. Pero, cuando pregunté, nadie supo decirme el origen de tal apelativo, aunque la solución estaba al alcance de la mano: según cualquier diccionario moderno un alcaller (palabra de ascendencia árabe) es un alfarero, lo que permite deducir que en tal calle existieron varios talleres de alcallería, (alfarería) dedicados a la fabricación de botijos, cántaros y ollas. El Quijote, (Parte II; cap. 30), nos aporta una excelente referencia: "No se puede negar, sino afirmar, que es muy hermosa mi señora Dulcinea del Toboso, pero donde menos se piensa se levanta la liebre; que yo he oído decir que esto que llaman naturaleza es como un alcaller que hace vasos de barro y el que hace un vaso hermoso también puede hacer dos, y tres y ciento […]". Cervantes, pues, nos permite situar este término en el vocabulario popular del siglo XVI-XVII. Lamentablemente no he podido encontrar ninguna información que detalle fechas de la presencia o desaparición de los alcalleres en este rincón vallisoletano.

Sin abandonar Valladolid ni los viejos oficios artesanos podemos transitar, en la parte baja del barrio de San Miguel, por la calle Guadamacileros, vocablo de musicalidad grata al oído si bien un poco trabalenguas. También es de procedencia árabe. Los guadamacileros se dedicaban a fabricar "guadamecíes" o sea, a preparar pieles curtidas, que se cocían en grandes piezas y luego se les aplicaba un fondo de plata, se doraban, pintaban y daban relieve. Su empleo más frecuente era en muebles, tapicerías, cortinajes, frontales de altares, retablos y otros muchos. Esta industria –que rivalizó con la tapicería– tuvo su mayor auge en el siglo XVI, y solía concentrarse en guetos, en zonas próximas a los ríos o corrientes de agua, pues este elemento resultaba imprescindible para los primeros tratamientos de las pieles; de aquí que en Valladolid se ubicaran en una zona ribereña de uno de los brazos del antiguo curso del río Esgueva. De nuevo El Quijote (Parte II; cap. 71) nos presta su testimonio: "Alojáronle en una sala baja, a quien servían de guadameciles unas sargas viejas pintadas como se usan en las aldeas."

Como curiosidad, cabe añadir que ni los guadamacileros ni los alcalleres tienen dedicada ninguna calle en otra capital de provincia española, con la excepción de Córdoba, donde existe una calle Guadamacil y tres de Guadamacileros, referidas cada una de éstas, con nombres y apellidos, a artesanos distintos. Alguna ciudad recoge la expresión más moderna, alfareros, para los alcalleres; pudiéndose citar así Burgos, Huesca, Granada o Zaragoza, pero nadie conserva hoy una calle dedicada al artesanal alcaller o alcalleres. Ni aún en las poblaciones que estuvieron más tiempo bajo la dominación árabe, y donde habría de suponerse que tales oficios alcanzaran mayor resonancia: Toledo, Sevilla, Granada, Málaga… todas los ignoran en sus actuales callejeros.

Ateo, agnóstico, laico

Estamos en los cálidos días del verano de 2009 y coincido en el metro con una pareja de jóvenes desconocidos que están conversando entre ellos. Son vecinos de asiento y, aunque no quiera, esa proximidad me fuerza a escuchar su diálogo, que gira en torno a la enseñanza y las oportunidades de trabajo que ofrece el sector. Resultan ser dos profesores hablando de sus cosas. Él, comenta las clases de Religión y le explica, (le va explicando) a ella que lo ideal de esta asignatura es acometerla desde la Historia de las Religiones o plantearla desde el punto de vista de la Filosofía. Luego, vuelven sobre lo del empleo asunto que, según se deduce de sus palabras, el profesorado no lo tiene fácil. Él parece que está buscando trabajo, sin duda porque el que tiene es precario o poco pagado, no lo aclaran. Pero es en ese momento cuando ella le sugiere, como si le insistiera, quizás ya lo hubieran hablado antes, que en su colegio puede haber un hueco para alguna materia de su interés; aquí calla un instante y le dice “Claro que ya sabes que es un colegio ateo” y ante el gesto raro de él, corrige rápida, “Quiero decir agnóstico” y ya a dúo, al tercer intento de la profesora, dicen entre risas “Bueno, laico”. No está mal, al tercer intento.

Cosas como éstas, la superficial formación de muchos educadores, ayudan a comprender por qué no sólo no se elimina el fracaso escolar, como se lleva intentando desde hace lustros, sino que éste se acrecienta geométricamente a la par que se deteriora el ambiente en las aulas, como es bien conocido. Pero este es un problema mucho más complejo sobre el que no me atrevo a opinar.

El niño que quería ver los trenes

(Relato corto)

El niño –poco más de 4 años, trigueño, ojos azules–, camina alegre por el despejado sendero que corre al lado de la vía del tren en dirección a la estación. El niño parece feliz y en su breve galopar hace con sus pequeños pies algunas cabriolas que, en el aire del largo atardecer, dibujan ilusiones. El niño va de la mano de su abuelo que ha de soltarle de vez en cuando para que pueda dar pequeños trotecillos con los que descargar su energía. “Ven, no corras”, dice el abuelo. “Te vas a caer. No arrastres los pies...”
El niño, entre la obediencia aprendida y la libertad que le pide su vitalidad infantil, va intercalando tiempos de sosiego con otros de exaltación. Da la mano a su abuelo y, poco después se suelta y corre siguiendo el incierto vuelo de una mariposa, brinca, va y viene...

Al fin llegan al andén, largo, despejado, sin los trenes que el niño ha ido a ver pasar. Ahora el abuelo mantiene firmemente agarrada la mano izquierda del niño, que ya no intenta zafarse. “Yayo, no viene ningún tren”, dice en tono decepcionado mirando hacia el horizonte, allá donde se juntan los raíles. “No, pero va a venir uno enseguida”. El niño recobra la esperanza, tiene fe en lo que le dicen sus mayores. “¿Por qué lado vendrá?”, “Por aquel; mira, allá se ve la luz de la máquina”. “No lo veo”, dice mientras la emoción le va ganando. El abuelo: “Sí, ya se acerca, pero todavía está lejos”. “Sí, todavía está lejos”, repite el niño.
El tren aparece de repente, a toda velocidad, con fiereza, como un torbellino. Violencia, ruido ensordecedor, chocar de hierros, impetuoso rugido de motores, tremendo temblor, golpeteos. Todo se mueve como en un terremoto, el andén también retumba envuelto en el impresionante estrépito...
El niño, se arrima al abuelo, se crispa, tensa todo el cuerpo y mira aquello sin pestañear, estremecido, espantado, con su carita pálida de miedo. Por fortuna, el tren se pierde ya, vertiginoso, camino de su destino.

“¡Me ha dado susto!”, exclama el niño cuando acierta a hablar.
“¿Te ha dado susto?”, le pregunta -conciliador- el abuelo usando el lenguaje del nieto. No hay respuesta; el niño está otra vez en sus cosas, quizás intentando olvidar la experiencia. “¿Cuándo viene otro?”, interroga.
“Otro día. Ahora, Martí, nos vamos. Ya sabes que los papás nos están esperando...”. “Yo quiero Coca-Cola...”

Salen al sendero que les ha llevado a la estación y el niño, durante unos metros, no se desprende de la mano de su abuelo. Luego, torna a los saltitos, las carrerillas y las cabriolas. “Martí, que te vas a caer...”.