martes, 24 de abril de 2012

La riada

(Relato breve)

El río había comenzado a crecer, amenazador, en los últimos días de diciembre del 62. Era un río escaso normalmente, poco más que un arroyo que, de este a oeste, corría por un amplio valle a lo largo de cerca de cien kilómetros antes de entregar su modesto caudal, escurriéndose por entre las piedras de una especie de cascada, a la cuenca de la que era tributario. Con anterioridad –en varias ocasiones–, se había desbordado en la parte final de su curso, inundando y causando estragos en algunas calles de la cercana ciudad, así que sus orillas se fueron elevando, por la mano del hombre, en un intento de canalizarlo e incluso, en los taludes artificiales más inestables o amenazados, se plantaron árboles para consolidar el terreno. Con el paso de los años los árboles crecieron, ofreciendo atrayente verdor a quienes les agradaba pasearse, por un entorno en el que abundaban las huertas y un merendero estratégicamente situado –a la orilla del río, junto al puente de la carretera–, en el que descansar y calmar la sed, si era el caso. El lugar, cuando el tiempo acompañaba, era frecuentado por clanes familiares en su día de asueto semanal porque las pequeñas glorietas y cenadores al aire libre con que contaba el establecimiento, tenían su atractivo.

El martes dejó de llover, pero río arriba seguía haciéndolo con intensidad, no al modo de los impresionantes chaparrones veraniegos, sino de forma persistente, sin altibajos, gris, aburrida, propia del invierno. Esa noche en el paraje donde estaba el merendero, el caudal era de más de tres metros por encima del nivel acostumbrado como lo atestiguaba la escala pintada en un muro del puente, con tendencia a seguir subiendo si nada lo remediaba. En los accesos –donde encontraron espacio– estaban concentrados gran cantidad de vehículos, grúas y otros medios materiales (camiones militares, de bomberos, ambulancias, policías municipales) entre pilas de sacos de tierra y curiosos o afectados por la riada que podía inundar –antes que nada, y arruinar los enseres que contenían– las modestas viviendas próximas, una hilera de casas paralelas al río, separadas del merendero por la carretera, convertida en dique providencial. El río, ahora de más de treinta metros de ancho, estaba muy bien iluminado con unos grandes focos instalados por los bomberos, además de los que habían puesto los propios hortelanos conectados a sus tractores, para poder controlar la parte de la ribera que lindaba con sus parcelas y taponar alguna pequeña filtración que, aquí y allá, iban surgiendo. Las huertas de la margen izquierda ya quedaban muy por debajo del nivel del agua en esos momentos, cuando los soldados de Ingenieros, bomberos, voluntarios junto a vecinos del barrio se afanaban, obstinados y valientes, en poner sacos de tierra para realzar los lugares más bajos de las orillas; en fila, un hombre detrás de otro colocaban su saco y volvían a por otro. La situación, en extremo delicada, dependía de que el cauce resistiera y de que la avenida de agua no fuese a más. La corriente, violenta, era de color obscuro, espesa como aceite y despedía un cierto olor inidentificable; el ruido, un bramido continuo, hacía retumbar la estructura del puente que vomitaba inmensos remolinos de agua y espuma junto con ramas, carrizos y algún pequeño animal, hinchado, con las patas rígidas.

Las mujeres, los niños, los hombres que no trabajaban en la contención, con el rostro desencajado por la angustia y el miedo, hablaban entre ellos, en voz baja, entrecortada como si no quisieran interferir con el tumulto del río, con el sonido de los generadores eléctricos que alimentaban los focos. El merendero tenía más de medio metro de agua en el bar, decían, pero nadie se movía a verlo; era la hora de los rumores, de las ideas desesperadas: que si el puente, a punto de cubrirse totalmente (ya estaba acordonado por lo municipales) no resistiría...

– Sería mejor volarlo.

– Lo mismo que el de más abajo –se referían “al de la vía” que quizás estaba reteniendo la riada.

Otros anuncian que, “en la curva del Refugio”, ya ha “saltado” por el sitio que un grupo de militares trataba de reforzar. Contaban, nadie sabía el origen de la noticia, que iban a romper el cauce arriba, en el valle, lejos, en una zona donde la inundación solo afectaría a campos de labor y así se aliviaría –al menos de momento– el tramo entre el puente del merendero y el de la Pilarica y disminuiría el riesgo de que se inundara la ciudad. También se afirmaba que el problema estaba en la desembocadura, que no podía desaguar como es debido por la crecida del Pisuerga, a punto de salirse de madre. Luego, sin posibilidad inmediata de confirmarlo, circuló la especie de que ya se había desbordado abajo, en los vados, en el casco urbano, que “los sacos no pudieron resistir la fuerza del agua”, que “era un terreno muy bajo…”, “la corriente allí era muy fuerte…” se repetían como un eco. A pesar del ruido del río, de los camiones, de las órdenes destempladas, hablando quedo, de uno a otro, las noticias mezcladas con los rumores se transmitían sin problemas.

Eugenio Saelices se reincorporó ya de noche al grupo de vecinos que luchaban por fortificar las orillas del río. Había dormido un rato después de comer y, todavía con reminiscencias del sueño en sus neuronas, volvió a cargar sacos (como por la mañana) y a revisar con ojo crítico dónde era preciso reforzar el talud. Realmente no había descansado mucho; fue un sueño ligero, sobresaltado, donde se mezclaban los distintos episodios vividos defendiendo con energía cada metro de orilla. Cansado, pero allí estaba otra vez, dispuesto a pasar la noche entera si fuese preciso. Era un hombre fuerte, de pelo negro, rostro enérgico y curtido que estaba siempre a disposición de quien le necesitara en el barrio.

El accidente sobrevino al tratar de colocar un saco justo al borde de la corriente para lo que apoyó un pie en otros colocados antes. No resistieron su peso y se fueron al agua hombre y sacos. Eugenio fue arrastrado sin que nadie se diera cuenta del suceso, ocupados cada cuál en sus tareas, sus miedos o sus preocupaciones, quizás porque aquella zona, entre árboles, estaba menos iluminada, o por mala suerte. Al hundirse en la rápida corriente, sus oídos registraron como un estampido trágico, le absorbió la negrura absoluta y un frío intenso, pegajoso, le llegó a los huesos. Se dio cuenta inmediata de que hallaba en trance de morir ahogado aunque sabía nadar y, luchando con el río, tuvo por seguro que no recibiría ayuda de nadie. Golpeaba el agua con vigor, braceando de arriba abajo para tratar de mantenerse en la superficie y respirar pero, apenas lo conseguía, volvía a ser engullido por la furiosa mezcla de agua y lodo. Los remolinos le hacían girar en todos los sentidos, la corriente le arrastraba con violencia, batiéndole contra las orillas, que llegó a tocar, pero no pudo sujetarse, no encontró, en aquellas centésimas de segundo que duró cada choque, nada a que agarrarse con sus manos agarrotadas. A veces notaba que estaba en la superficie de la corriente y en otros momentos le parecía que era arrastrado por el fondo. Se sintió volteado, dando vueltas y vueltas, antes de ser despedido a gran velocidad y chocar de nuevo con una pared, quizás el lateral –a trozos encementado– del viejo cauce. No obstante, aunque fuera a ráfagas –su mente había dejado de funcionar con la viveza habitual–, no dejó de pensar intensamente, con ansia, en su familia, en su mujer, su casa, se quería imaginar sentado en el sillón de mimbre arrimado a la camilla, donde le gustaba conversar con Andrea, hacer planes para el futuro. Estas imágenes le daban fuerza y ánimos.

Empezó a sentir dolores, de los golpes, del cansancio; los pulmones, congestionados por una desconocida presión, sin aliento, parecían ir a estallarle cuando notó otro impacto en la cabeza y simultáneamente vio como una cegadora llamarada. Fue antes, mucho antes de ser empujado fuera del río, quizás.

Quedó varado entre unos arbustos, con medio cuerpo fuera del agua y las piernas aún sumergidas; respirando trabajosamente, casi inconsciente, pero nota los dolores, en la cara, los brazos, el pecho. Evoca, sueña, con su mujer, el sillón de mimbre, la camilla, la atmósfera relajada de su casa.



Después de varias horas, cuando falta poco para el amanecer, se despierta y sale totalmente del agua. De pronto, sin sufrimientos físicos, salvo los ojos que no distinguen los objetos como antes; en la obscuridad escurre como puede sus ropas empapadas y prueba a dar unos pasos. Reconoce el entorno lentamente y calcula que está a más de un kilómetro del puente del merendero y echa a andar, de regreso. Ya no tiene frío y los dolores han desaparecido. A través del velo que cela su mirada ve que el río, en aquel sector, se mantiene dentro del cauce y nadie parece vigilarlo, posiblemente la avenida ha cedido. En la incierta penumbra previa al amanecer se va cruzando con grupos de personas, parecen vecinos de esas calles pero no les conoce, no obstante le sonríen al pasar y hacen un ademán amable alzando el brazo; él les corresponde y, sin darse cuenta, sin conciencia del camino que recorre, sin saber muy bien cómo ni por dónde, retorna a la zona del merendero y de las huertas. Hay poca gente trabajando. Ya nadie pone sacos, miran al río simplemente; los focos, encendidos, parecen inútiles, no obstante los que viven en las casas próximas siguen allí quietos, como esperando, sin hablar. Cuando está a su altura le saludan en silencio, con un gesto, y el capataz de bomberos, desde lejos, agita una mano en su dirección.

Enseguida llega a su casa, no en la que había nacido, sino otra más nueva –la furgoneta DKW con la que se gana la vida, está aparcada unos metros más allá de la puerta, la divisa claramente–. A la entrada de la vivienda aparece su mujer que sale a recibirle con cara de felicidad y le acompaña al interior donde todo está igual que cuando salió unas horas antes. Se dirigen a la salita de la mesa camilla y Eugenio Saelices se acomoda en el sillón de mimbre. Huele bien, todo está en silencio y se siente dichoso al lado de Andrea, entre sus cosas; la cómoda donde ella guarda la ropa, el reloj despertador marca “Cid” que está encima y cuyo acompasado “clic-clac” marca el ritmo de sus corazones... lo mira tenuemente y escucha; parece que no suena. Se habrá parado a falta de darlo cuerda. Tiene sueño, se pasa la mano por la frente y sus dedos tropiezan con la zona hundida por el golpe, cerca de la sien, pero no le duele. Quiere dormir, ahora que todo ha pasado. Cierra los ojos y reclina la cabeza mientras persiste el silencio.



El cuerpo inanimado de Eugenio Saelices, con una tremenda fractura craneal, y hundimiento del parietal derecho, se encontró a los tres días de su desaparición, en un remanso del Duero donde había llegado arrastrado por las aguas desbordadas. Por el golpe recibido en la cabeza, su muerte fue instantánea, según la autopsia.


Antonio Rodríguez / Octubre, 2011



jueves, 19 de abril de 2012

Freud y "El malestar en la cultura"

El ensayo “El malestar en la cultura” (1930), es una de las obras más importantes de Sigmund Freud (1856-1939) y sigue editándose, o reimprimiéndose, con periodicidad, a la vez que es leído con interés. Quizá su brevedad, unas noventa páginas, ayude a ello si bien este reducido tamaño no es obstáculo para que su contenido sugiera variadas reflexiones.

Hay dos aspectos de ese texto en los que, especialmente, quiero detenerme ahora. En primer lugar en lo relativo a su teoría sobre el origen de la religión. Freud lo plantea como la respuesta a una necesidad que surge en el hombre común. Éste precisa apoyos ante la sensación de desamparo infantil en que se encuentra desde los tiempos primitivos, una vez que sus progenitores, por razones crono-biológicas han desaparecido. Se ha quedado sólo y le urge sentirse protegido, precisa algo en que depositar su confianza, y que le ofrezca respuestas sobre la finalidad de la vida.

¿Qué puede esperar de la existencia? Parece que siempre hubiera estado claro: el ser humano busca la felicidad o, al menos, no dejar de serlo; experimentar profundas sensaciones de placer, y evitar el dolor, el más viejo compañero de viaje. Por otro lado –según Freud–, pretende que se le alivie del sufrimiento que le produce el propio cuerpo, los sucesos negativos exteriores y las nocivas y peligrosas relaciones con otros seres humanos. Es innegable (siguiendo la estela de Freud) que la religión parece un buen camino para alcanzar la felicidad y soslayar el sufrimiento, solo que lo hace bajando el listón, reduciendo el valor relativo de la vida. La estancia terrena no es nada comparado con lo que nos promete la vida eterna.

En ese recorrido el hombre, en su impotencia e ignorancia, necesita materializar esa protección y seguridad, sea lo que quiera que le acongoje; y en tal caso qué mejor que la figura de un padre todopoderoso y providencial que manda en las fuerzas de la naturaleza, que vela por él, en sustitución del padre terrenal. Demanda la continuidad de la figura paterna a la que dirigir sus preguntas, en quien confiar, y sólo un buen padre sería capaz de inquietarse por los asuntos de su prole, de atender sus peticiones de ayuda. Por eso desde tiempo inmemorial la figura de Dios-Padre se idealiza gráficamente como la de un anciano de pelo y barba blanca, de aspecto bondadoso… Es la figura del padre desaparecido, convertido en un remedio para los sufrimientos, que tutela y ofrece respuestas a la pregunta de la finalidad de la vida, premiando nuestro comportamiento en la Tierra.

Dejando, por un momento a Freud, recordemos que en el Antiguo Testamento –hace tres mil doscientos años–, Yahvé pactó con uno de los pueblos más antiguos de la tierra, una relación sin intermediarios y la iconografía de aquél episodio muestra la venerable imagen del Padre. Y aún más, sin dejar la Biblia, al inicio del Nuevo Testamento, el apóstol Mateo recoge en su evangelio el texto del Padre-Nuestro, directamente salido de labios de Jesús de Nazaret. Siempre el Padre. Desde entonces presente en la oración común de todas las iglesias cristianas (católicos, protestantes, ortodoxos).


El segundo aspecto que atrae mi curiosidad son las reflexiones freudianas sobre la libertad, concepto en el que se ha gastado mucha saliva y toneladas de tinta y papel. Si hacemos caso de los miles de definiciones que se han recogido sobre este término podemos encontrar ricos matices. Raro es el filósofo que no ha escrito sobre ello, por no referirnos a categorías inferiores, a menudo bastardas, manipuladoras, utilizadas profusamente por políticos y otros hombres públicos. Para unos es mejor vivir donde no hay ley que donde todo está reglamentado, o como dijera Cicerón (106-43 a.C.) “libre es aquél que no está esclavizado por ninguna torpeza”, o quién como Peter Hille (1854-1904) no era demasiado optimista y llegó a escribir, en unos de sus aforismos, que “la libertad es una suma de minúsculas restricciones”, o la frase convertida en clásica, pronunciada por Madame Roland (1754-1793), al subir al cadalso: “¡Ah Libertad! ¡Cuántos crímenes se cometen en tu nombre!...”

Freud expone, con una irrefutable y admirable sencillez, que la libertad individual “no es un bien que nos haya llegado de la mano de la cultura”, pues era máxima antes de cualquier civilización y, cuando una comunidad es estremecida por “el ímpetu libertario”, sugiere la presencia de restos de la personalidad primitiva. “El anhelo de libertad se dirige, precisamente, contra determinadas formas y exigencias de la cultura”. Cuando los individuos muestran signos de buena crianza, de comedimiento o usan de buenos modos respecto a los demás, o establecen pactos, están sometiendo sus impulsos, coartando sus instintos básicos, su libre albedrío, poniendo fronteras a su libertad.

Es curioso, pues uno hubiera llegado a pensar, como muchos, que la libertad es un don, un derecho reivindicado y alcanzado con gran esfuerzo, y no sin derramamiento de sangre, mediante las revoluciones del siglo XVIII y posteriores. Pero ya lo afirmó Rousseau (1712-1778) en el “Contrato Social”: “El hombre ha nacido libre y sin embargo se encuentra encadenado” (1762).

La sustancia que se deriva de estos dos “progresos” culturales –afrontar la necesidad de una fe religiosa y satisfacer sus ansias de libertad– es que, en ambos casos, para alejarse de sus ancestros, el hombre ha tenido que pagar un alto precio cuya hipoteca no ha terminado de liquidar.

jueves, 12 de abril de 2012

Sostiene Pereira, de Antonio Tabucchi

(Comentarios a una lectura)

El recientemente fallecido Antonio Tabucchi era profesor de lengua y literatura portuguesa en la Universidad italiana de Siena y, además de novelista, dramaturgo y ensayista, escribía habitualmente en diferentes medios escritos como El País y Corriere della Sera. Era un enamorado de Portugal y –se dice– que el mejor conocedor, crítico y traductor de Fernando Pessoa.

Sus libros pueden encontrarse en una veintena de países y, en España, los más conocidos [aparte de “Sostiene Pereira” (1994)], son las piezas teatrales “Tristano muere” (2004) y “El tiempo envejece deprisa” (2009). Con “La cabeza perdida de Damasceno Monteiro” (1997), Tabucchi dio lugar a que se revisara el caso del asesinato de un ciudadano portugués, asunto del que trata esa novela. Por otra parte varias de sus ficciones han sido llevadas al cine.

Entre sus galardones literarios pueden citarse el “Médicis étranger” por “Nocturno Italiano” y el “Campiello” por “Sostiene Pereira”. En España recibió el Premio Francisco Cerecedo de periodismo en el año 2004.

“Sostiene Pereira” se enmarca en la Lisboa del totalitarismo fascista que impregnaba la Europa de la segunda mitad de los años treinta del pasado siglo, cuando se gestaban los acontecimientos que darían lugar a la Segunda Guerra Mundial. El periodista Pereira ha iniciado la publicación de la sección cultural del periódico “Lisboa”. Chapado a la antigua, publica sobre todo biografías y comentarios de autores desaparecidos y al llegar a su casa mantiene monólogos con la fotografía de su mujer fallecida, a quien pone al día de lo que va sucediendo a su alrededor.

Habiendo vivido de espaldas a los episodios políticos del momento, y para actualizarse, Pereira acepta la colaboración de un joven ayudante (Montero Rossi), que resulta ser disidente del régimen dictatorial de Salazar. Con él entabla una afectuosa y paternal relación decidiendo ayudarle –y a su novia– ante situaciones políticamente comprometidas o peligrosas. Entonces, empieza a observar los cambios que se están produciendo en la sociedad, fruto de la influencia de lo que ocurre en los países vecinos como España e Italia donde el ascenso del fascismo está cambiando radicalmente el espíritu de tolerancia existente. La visita, un día, de tres sicarios gubernamentales a su domicilio para interrogar y torturar a Montero, y las consecuencias que de ese hecho se derivan, sacuden radicalmente su conciencia y decide comprometerse intelectualmente urdiendo una ingeniosa estratagema con la que poder evitar la censura y publicar así una crítica y los detalles sobre lo sucedido a Montero Rossi en casa de Pereira. Al final de ese escrito, decía “Invitamos a las autoridades competentes a vigilar estrechamente estos episodios de violencia, que a su sombra, y tal vez con la complicidad de alguien, se están perpetrando hoy en Portugal”. Antes de que el periódico saliera a la calle Pereira abandona el país “sin tiempo que perder”.

“Sostiene Pereira” en su conjunto, es una novela que gusta al lector por exigente que sea. Y una de las originalidades con que nos encontramos es a un desconocido narrador en tercera persona. Es posible que se trate de un policía o de un oficial de un juzgado que transcribe el relato intercalando, con reiteración, la frase “sostiene Pereira” sin dejar entrever su opinión personal; en ningún momento toma partido por ninguna de las cuestiones que se plantean. Sin embargo, en algunos párrafos se observa que la breve frase “sostiene Pereira”, repetida como estribillo, está colocada de modo forzado o poco consistente con el tono del resto del párrafo. Es un punto débil dentro de un texto muy original.

De acuerdo con lo comentado respecto al narrador, el estilo nos parece eficaz y sobrio como corresponde a una declaración administrativa, y la focalización o el punto de vista de Pereira cumple su papel para darnos a conocer su evolución personal al final de una carrera periodística transcurrida sin pena ni gloria.

El relato interesa al lector porque le permite profundizar en su personalidad de antihéroe, personaje gris e inane, con su confortable rutina, su monótona gastronomía, su precaria salud, los monólogos con su mujer desaparecida y con sus emociones e ideas hasta que, mediante una inesperada metamorfosis, se convierte en un espontáneo “profesor de moral” evocando el viejo deber sartreano según el cuál “el intelectual debe ser un hombre comprometido”.

Hasta el final no queda claro el desarrollo anímico de Pereira, que sólo se atisba a pequeñas dosis en sus contactos protectores, casi caritativos, con Montero Rossi y las conversaciones con el Dr. Cardoso que, al final, son el detonante de su reacción ética y humanista, más allá, mucho más, de lo que cabría esperar del sentido protector de su erosionada y mustia naturaleza. Entretanto el lector, en estas idas y venidas, tortilla va y tortilla viene, ha ido tomando aprecio a Pereira y lamentando lo poco que cuida su precaria salud.

En cuanto a la estructura, el texto de “Sostiene Pereira” está dividido en veinticinco breves capítulos que ayudan a dinamizar el ritmo de de la historia. Carece de indicaciones –guiones o comillas– que diferencien lo que cuenta el “relator” (tan rigurosamente imparcial) de los diálogos, pensamientos y monólogos de Pereira, aunque la utilización de estos recursos ya no sorprende a ningún lector medianamente bregado.

La narración acaba, y está fechada, el 25 de Agosto de 1993 pero la acción transcurre en paralelo con los años de la guerra civil española y podría ser suficiente para su comprensión el abierto final que nos ofrece Tabucchi. No obstante el volumen incluye una “nota a la décima edición italiana” que da cuenta de los hechos que inspiraron la novela. Bien, aunque no es imprescindible. Me parece que no es preciso recurrir a hechos reales para que resulte verosímil. La nota empieza diciendo

"El señor Pereira me visitó por primera vez una noche de septiembre de 1992. En aquella época no se llamaba todavía Pereira, no poseía trazos definidos, era una presencia vaga, huidiza y difuminada, pero que deseaba ya ser protagonista de un libro. Era sólo un personaje en busca de autor. No se por qué me eligió precisamente a mí para ser narrado".

La clave política de la novela está presente pero de una forma matizada, a pesar de que la trama discurre por esos caminos. Quizás la explicación está en la imparcialidad o la nula presencia de la opinión del narrador que, como decíamos al principio se limita “a tomar nota” de los hechos “declarados”.

Sobre el incierto final a uno le habría gustado saber más de aquella “historia” tan creíble. ¿Qué consecuencias tuvo la denuncia? ¿Qué fue de Pereira, luego? □

Los “momentos estelares”, de que Stefan Zweig

En “Nuevos momentos estelares de la humanidad” Stefan Zweig (1881-1942) hace notar que, durante miles de años, el progreso técnico de la humanidad apenas ha evolucionado. Cita varios ejemplos para ilustrar con contundencia su razonamiento: los ejércitos de Napoleón no avanzaban más rápidos que los de Gengis Khan unos 600 años antes o, recuerda, que la escuadra del almirante Nelson (en 1800) seguía siendo tan lenta como los barcos piratas de los vikingos en el año 900.

Lo que Zweig quiere subrayar es que la humanidad se ha venido tomando las cosas con calma. Y que no fue hasta el siglo XIX cuando empiezan a producirse descubrimientos que aceleraron el ritmo y se convertirían en plataformas de lanzamiento de las conquistas materializadas más tarde –en los siglos XX y XXI–, modelos de un tiempo nuevo cuyo horizonte el gran escritor austriaco no pareció atisbar, a pesar de describir en su libro la historia accidentada del cable telefónico tendido entre Europa y América en el siglo XIX.

Entonces, el mundo intentaba prosperar -cómo no- pero la naturaleza imponía sus leyes, difíciles de eludir. El cable telefónico ya unía Inglaterra con Irlanda y Dinamarca, pero saltar a América eran palabras mayores; durante veinte años se hicieron intentos que fracasaron. Y hubo de esperarse a 1857 para encontrar la manera de ejecutar correctamente el trazado, pero no fue hasta 1866 –diez años después de la primera tentativa– cuando la empresa se vio coronada por el éxito. Desde Inglaterra se pudo, por fin, hablar con América.

Acaso ese hito, al que Zweig dedicó gran atención en las páginas citadas, fuera la señal del cambio que iría acelerándose paulatinamente hasta nuestros días, de forma difícilmente comprensible para quienes no hayan seguido con un mínimo de curiosidad los logros de la ciencia y la técnica. Esta aceleración tan acentuada y progresiva es fácil que no llegara a sospecharla siquiera nuestro admirado escritor (según apuntamos más arriba), antes de quitarse la vida en 1942.

La Segunda Guerra Mundial parece la frontera histórica. Es a partir de entonces cuando los descubrimientos se precipitan tras los trágicos efectos del lanzamiento de la bomba atómica sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, punto final de aquella guerra.

¿Y qué hubiera opinado Stefan Zweig del horror destructor de la energía atómica convertido más tarde en una sólida base para aplicaciones de uso pacífico? En especial, en lo que se refiere a su capacidad para transformar el poder exterminador del átomo en extraordinaria fuente de calor y electricidad. Tal es el caso de las centrales nucleares (el 78 % de la electricidad obtenida en Francia tiene ese origen), o el de los isótopos radiactivos de uso médico y físico-químico, o el empleo de radiaciones en la esterilización de alimentos o su aplicación sobre suelos y determinados cultivos agrícolas para eliminar plagas de insectos o parásitos, etc.

Detrás de la energía atómica quizá podemos situar, en orden de importancia, el nacimiento, el inicio de algo tan fantástico como la “era espacial”, o a mejor decir “la carrera espacial”. Fruto de la competencia entre EE.UU. y la Unión Soviética –y utilizando cohetes basados en los V-2 alemanes de la segunda guerra mundial– comenzaron a explorarse los cielos hasta altitudes de más de 200 kilómetros de la corteza terrestre y a analizar temperaturas, presión y densidad atmosférica, etc. Desde finales de la década de los años 40 del siglo pasado las conquistas en este ámbito no han cesado de ser noticia, en avances mesurables a escala geométrica. En Octubre de 1957 la Unión Soviética lanzó al espacio el primer “Satélite Artificial Terrestre”, el Sputnik, que con una masa de 83 kg estuvo orbitando la Tierra a una distancia de entre doscientos y novecientos kilómetros, durante tres meses. A este lanzamiento siguió de inmediato el de otros muchos ingenios (entre éxitos y fracasos), pudiendo estimarse que, en la actualidad, pueblan el espacio unos 600 satélites artificiales. Al principio llevaban animales como pasajeros forzosos y, enseguida, tripulados por el hombre en viaje de ida y vuelta. Los hay, según se publicita, de diferentes tipos: para observación astronómica, de ayuda a la navegación terrestre y aeronáutica, meteorológicos, con antenas o repetidores de telecomunicaciones y, puede que lo más asombroso, estaciones espaciales diseñadas para permanecer en actividad 15 o más años y residir en ellas varios tripulantes durante largo tiempo (algunos equipos de astronautas han permanecido allí durante más de un año), sirviéndose a su vez de otros vehículos autopropulsados que desde la estación base (de 200.000 kilos o más de peso), pueden hacer recorridos más ágiles e independientes por el espacio exterior o ir y volver a y desde la Tierra. En este apartado espacial se debe citar la primera misión tripulada que alcanzó la luna en 1969 tras más de cuatro días de viaje. Neil Armstrong fue el primer ser humano que pisó la superficie de nuestro planeta, cuyo evento fue transmitido por televisión a todo el mundo.

En el mismo sentido, aumentando si cabe, nuestra perplejidad, podemos admirarnos de otros hitos tecnológicos como la telefonía móvil y las comunicaciones vía satélite donde se muestra la interconexión entre diferentes inventos y proyectos creativos. Son los pasos previos al desarrollo de la red de Internet que en los años 90 ha mostrado su poder democratizador por su acceso libre a la información, disminuyendo así la influencia de los tradicionales medios de comunicación y su capacidad para monopolizar la interpretación interesada (manipulada) de la información. Nos estamos refiriendo a la prensa y televisión, ahora desplazados en buena medida por las llamadas redes sociales (twitter o facetbook, como ejemplos), donde ciudadanos anónimos manifiestan su poder de convocatoria y capacidad para aunar opiniones masivas, en general, por vía pacífica. En cuando a los ordenadores (PCs, tablets, etc) y su software, en constante desarrollo, al parecer serán capaces, en un plazo de diez años, de ser dirigidos además de con la voz o los gestos –como modernamente lo hacen ya algunos de estos ingenios–, a través del pensamiento, mediante un chip de implantación subcutánea.

No obstante, en este breve repaso, no quisiera dejar atrás los descubrimientos científicos o médicos donde maravilla acceder, a alguno de los grandes proyectos de investigación que, si han acaecido recientemente, no cabe duda de que están soportados por años de estudios anónimos, sólo de vez en cuando aireados por la concesión de algunos premios Nobel. Recuerdo personalmente el impacto de la oveja Dolly, el primer mamífero clonado (copia genéticamente idéntica del animal de que procedía) obtenido en 1996 a partir de una célula “madre” de la glándula mamaria de una oveja adulta. Tuvo varios descendientes y murió, prematuramente, a los siete años de vida de un cáncer pulmonar, propio de la especie. Las células “madre”, con capacidad de auto-renovarse son, en la actualidad, un medio más que prometedor para resolver determinadas enfermedades cardiovasculares y oftalmológicas, entre otras.

En éste terreno cómo no hacer mención especial del recientemente completado Genoma Humano, conseguido en los primeros años del siglo XXI. Es uno de los proyectos más importantes llevado a cabo por la comunidad científica internacional hasta obtener la secuencia única del ADN de cada ser humano, lo que permitirá conocer enfermedades, la predisposición a padecerlas y realizar diagnósticos más precisos en un futuro. En varios procesos patológicos se ha pasado ya de la fase experimental a su aplicación clínica. Están dándose los primeros pasos, incorporando estas disciplinas a diferentes terapias o tratamientos médicos, con respuestas que hubiéramos considerado fabulosas hace unos lustros.

En resumen, desde que constatara Stefan Zweig que la humanidad apenas había evolucionado durante las últimas centurias previas a la mitad del siglo XX, ésta parece haberse empeñado en demostrar que las cosas han cambiado. Podríamos añadir, a los ya referidos avances, una larga lista en el (des) orden en que acuden a mi memoria. Comenzando por las aplicaciones de la telefonía móvil y los sistemas llamados GPS, los trenes y aviones no tripulados, los transplantes de órganos, las intervenciones quirúrgicas por laparoscopia, los robots manejados a distancia (pronto, se esperan bomberos robot), hasta llegar al prometedor futuro que ofrece la ciencia acerca del comportamiento de los telómeros y el papel de la telomerasa en los cromosomas, factores ambos que determinan la replicación celular de un organismo en lo que parece ser la nueva teoría definitiva (¿) del envejecimiento. Estos estudios han merecido, que desde los años 30 del siglo pasado, se venga distinguiendo con el Premio Nobel a varias promociones de investigadores científicos de todo el mundo.

Sin embargo, cabe preguntarse si con este fantástico progreso el conjunto de la humanidad vive en un mundo mejor, si hemos llegado a aproximarnos a algunos de los sueños sociales del siglo XIX; el del socialismo utópico, el cooperativismo, la socialdemocracia ideal, el ecologismo, la igualdad de oportunidades... ¿Para quién? ¿En dónde? Ya lo sabemos, para la mayoría no alcanza. No hay para todos. La riqueza no está mejor distribuída, ni la comida, ni el agua, o el hambre y la sed. Porque ni siquiera se ha desterrado el odio, o la crueldad, en nuestro planeta. Quizás tampoco somos más justos en conjunto. Si el ser humano es más capaz de inventar más cosas que le sean útiles, no parece ser lo suficiente experto en aplicarse a sí mismo ningún plan de mejora. Es posible que, en el fondo, estemos adelantando muy poco.

Febrero de 2012