sábado, 30 de noviembre de 2013

Thomas Mann y "La muerte en Venecia"

Nacido en Lübeck (Alemania), Thomas Mann estudió historia, economía, literatura e historia del arte. Su primera gran obra, “Los Buddenbrook” (1901) está basada en su propia familia y describe la decadencia de una dinastía burguesa a lo largo de tres generaciones. En esa etapa inicial de su carrera se ocupó también de las relaciones, a veces borrascosas, entre el arte y la vida, dando lugar a “Tonio Kröger” (1903) y “La muerte en Venecia” (1911). Más tarde apareció otra de sus novelas capitales, “Doctor Faustus” (1947).

“La muerte en Venecia” supone la cúspide de las ideas estéticas del autor escenificadas en el choque del concepto de la belleza con el declive propio de la edad madura, en un contraste conflictivo que Mann utilizó para elaborar una particular psicología del artista como tal. Quizá eso fue debido a que en aquel tiempo el escritor mantenía una profunda amistad, de tintes voluptuosamente apasionados, con el pintor y músico Paul Ehreberg.

Defendió el nacionalismo alemán, aunque más tarde apoyara decididamente los valores democráticos, como se pone de manifiesto en “La montaña mágica” (1924), obra eminente de la literatura europea donde se novelan debates políticos y filosóficos de aquellos años que, a pesar del tiempo transcurrido, no han perdido actualidad.

En 1929 le fue concedido el Premio Nobel de Literatura, como reconocimiento a “Los Buddenbrook”, uno de los textos clásicos de la literatura contemporánea. Posteriormente (entre 1933 y 1942), escribió la tetralogía “José y sus hermanos”, considerada su mejor obra por muchos críticos. Se exilió a Suiza en 1933 y, durante la Segunda Guerra Mundial, fijó su residencia en Estados Unidos. Murió en Zúrich en 1955, a la edad de 80 años.

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La muerte en Venecia trata de un solitario y maduro escritor, que superada la cincuentena, cansado de la monotonía de su vida y de las tensiones a que se ve sometido para conseguir la perfección estética de sus obras, decide emprender un viaje en busca de reposo y renovación anímica. Tras algún destino fallido, termina recalando en Venecia donde conocerá a un muchacho de 14 años, casi un niño, que se convierte en el segundo protagonista de la novela y cuya juventud, belleza y natural espontaneidad (forma y gesto) marcará la estancia del escritor en la romántica ciudad de los canales.

La novela, de apenas un centenar de páginas, fue publicada en 1912, poco antes de la Primera Guerra Mundial (1914-1918). Era el final de la belle époque y, por tanto, tiempos de madurez decadente para una Venecia, entonces más que ahora (o tanto), maloliente y de aguas insalubres.

El modelo que inspiró a Thomas Mann para la figura de Gustav von Aschenbach (en la ficción un escritor de prestigio reconocido), fue el músico Gustav von Mahler, de quien toma su nombre para el personaje, muchos de sus rasgos y el aspecto externo. Por otro lado, si bien “La muerte en Venecia” no se considera un relato autobiográfico, es evidente que algunos pasajes se pueden relacionar con la personalidad y biografía del autor, incluyendo determinados sentimientos o inclinaciones de Mann, de quién Harold Bloom ha dicho en “Genios”: “Últimamente ha debido padecer la ironía de ser recuperado como escritor homosexual, recién salido del armario”.

Volviendo a la trama novelesca del relato, Aschenbach el solitario escritor, ha perdido a su esposa tempranamente y de su matrimonio le queda una hija ya casada. Hombre de gran riqueza interior, metódico y objetivo, sus trabajos se han orientado hacia la búsqueda de la perfección de la forma y el estudio de las corrientes estéticas más innovadoras. Apasionado por su obra, en particular por el “Espíritu y el Arte” el maestro riza el rizo del perfeccionismo; fino, delicado, culto, seguro de su magisterio, no obstante llega el momento en que su agotada naturaleza psíquica le urge un necesitado descanso, “cierto contacto con la improvisación y la holgazanería”, escondiendo a los ojos del mundo y “hasta el último momento (en expresión de Mann), su agotamiento interior y decaimiento fisiológico”.

Nos parece que la personalidad de nuestro protagonista es sustancial para situar y seguir correctamente el hilo del relato, donde la calidad narrativa de Thomas Mann alcanza niveles extraordinarios en esta novela corta. Por encima de otros rasgos debemos destacar la minuciosidad de las descripciones, factor importante en esta obra, aunque en ciertos momentos su estilo, el deleite de su elaboración y estrategia argumental, pueden hacer que algunas páginas resulten tediosas en su refinamiento y profundidad; especialmente así sucede cuando recoge alguno de los diálogos de Sócrates con Fedro donde el primero instruye al segundo sobre el deseo, la virtud y la belleza (capítulo IV y final del V).

La muerte, citada en el título, nos anticipa lo que va a suceder, pero por si no fuera suficiente, el narrador nos va enviando señales, pistas sobre el final que se avecina: la muerte asoma desde las primeras páginas en ese inocente paseo de Aschenbach hasta el cementerio donde espera al tranvía de regreso. La podemos percibir en la súbita pretensión de un viaje-huída influido por la visión del individuo que advierte a la puerta de aquella necrópolis, como inexplicada amenaza. La volvemos a encontrar en el rechazo visceral al viejo repeinado y maquillado que se emborracha con jóvenes. Nos lo anuncia, la góndola, negra como los ataúdes... Más tarde aparecen los olores, la epidemia de cólera que pudiera no haber sido, únicamente, la causa de la muerte del protagonista. O quizás sí...

La historia es narrada con limpieza. El maduro escritor queda prendado del joven Tadzio al que ve a poco de llegar al hotel donde se hospeda cerca del mar, y con quien jamás llega a hablar. De él, le llama la atención

“su forma de andar, tanto por la postura de su tronco como por el movimiento de las rodillas y los pies calzados de blanco eran de una gracia extraordinaria, muy liviana, tierna y altiva a la vez, y quedó más realzada aún por cierto pudor infantil...”

No obstante, el relato en ningún momento permite apreciar pensamientos o escenas de ofensiva homosexualidad, sino que las inclinaciones del protagonista se entienden más como fruto de una pasión limpia por la perfección ideal, contemplativa o platónica. Es la forma, el gesto de esa belleza adolescente lo que atrae a Aschenbach. La belleza excepcional –en contraste con el mundo decadente y vulgar que le rodea– es lo que desencadena en el protagonista, quizás, una lucha psicológica entre el rigor intelectual y sus instintos. Como explica el narrador en la página 31 sobre las virtudes de uno de los tipos de héroe que pueblan el universo narrativo de Aschenbach:

“[...] una conducta entrañable puesta al servicio rígido y vacío de la forma[...]"

La atmósfera que envuelve “La muerte en Venecia” es pesada, triste. Nos habla de madurez, de decadencia, de angustia creadora, de aprensiones. El marco, Venecia, es una ciudad sucia, vieja, corrompida, donde a veces las gentes discuten desabridamente; aparece brumosa, cálida y pegajosa. Con Aschenbach coinciden una serie de personajes secundarios anónimos, desconocidos, con los que el lector entra vagamente en contacto; son insondables como máscaras y, en algunos casos, caricaturescos aunque la descripción, siempre meticulosa los eleva de categoría y resulta más que eficaz; desde luego, efímeros puesto que nunca los volveremos a encontrar en el relato. Sólo percibimos de ellos su aspecto externo y lo que piensa Aschenbach (que lo sabemos a través del narrador).

Enseguida, en las primeras páginas, tropezamos con el hombre que se encuentra a la puerta del Cementerio del Norte

“de mediana estatura, flaco, sin barba y con nariz extrañamente roma, el hombre tenía esa piel lechosa y cubierta de pecas típica de los pelirrojos”.

Luego, con el sujeto que despacha los tiques en el barco:

“sentado detrás de una mesa, el sombrero ladeado sobre la frente y una colilla en la comisura de los labios, un nombre con barbas de chivo y fisonomía de director de circo a la antigua…”.

Después observamos al viejo disfrazado de joven que viaja en la misma embarcación:

“era un hombre viejo, no cabía la menor duda. Hondas arrugas le cercaban los ojos y la boca. El opaco carmín de sus mejillas era maquillaje, el cabello castaño [...] era una peluca...”

Conocemos al gondolero:

“de fisonomía desagradable, casi brutal [...]. Su corte de cara y el bigote rubio y retorcido que asomaba bajo su nariz respingona parecían indicar que, a todas luces, no era italiano [...] de contextura más bien frágil, al punto de no parecer particularmente idóneo para su oficio...”

Asistimos al espectáculo del guitarrista del grupo de cantantes callejeros:

“De complexión frágil, enjuto y amojamado también de rostro, con el viejo sombrero de fieltro caído sobre la nuca, de suerte que un mechón de cabellos rojizos le asomaba bajo el ala...”.

En fin, gente inferior con quien Aschenbach apenas puede tener relación.

En “La muerte en Venecia”, por otro lado, existe una clara identificación entre el narrador omnisciente y el personaje principal. Lo descrito, se aprecia con claridad, coincide con las percepciones y emociones que nos llegan de Aschenbach. Lo vamos descubriendo a medida que nos da a conocer su carácter, cuando de su mano vamos explorando, a la vez que su fisonomía, su vida interior o su carrera de escritor y la forma en que su obra es entendida por su restringido público. El narrador juega con la tercera persona alejando y acercándonos al personaje, matizándole, adjetivándole con mucha frecuencia. En la página 30 podemos leer

“Sobre este nuevo tipo de héroe –preferido de nuestro escritor–…

En algunas secuencias el narrador, ha escogido una forma de crónica historiográfica y establece un cierto desapego o distancia

“[…] después de aquel paseo a un Aschenbach ansioso...” (p. 37)
“[…] con un libro en el regazo el viajero descansó...” ( p. 41)
“El viajero tiene problemas para bajar...” (p. 44).

En la última cita ha utilizado el tiempo presente para contar la acción.

En fin, adjetivos; adjetivos, tiempos verbales y variantes pronominales son utilizados con frecuencia, sin que chirríen. Veámoslo:

“Las observaciones y vivencias del solitario taciturno...” (p.50)
“Así pensaba el entusiasmado...” (p.78)

Dos preguntas y sus posibles respuestas

Tras el viaje-fuga de Aschenbach hacia sus últimas fantasías poéticas, en busca de la improvisación y la holgazanería, varado en la romántica y decadente Venecia, aunque en realidad progresando hacia la muerte nos quedan varios interrogantes que despejar: ¿No existe un fracaso en la vida de Aschenbach tras el éxito aparente de su obra? Mi respuesta, lo confieso, es afirmativa. En su conjunto creo que en la vida, toda, de Aschenbach, en su balance final, prima el fracaso. Ha conseguido la gloria de las letras pero también la soledad, ha conocido la decepción y el vacío... Quizás, lo mejor sea quedarse con algunas de las frases de Sócrates como respuesta

“[...] La maestría de nuestro estilo (de los poetas) es mentira e insensatez, nuestra gloria y honorabilidad es una farsa; la confianza de la multitud en nosotros, el colmo del ridículo, y el deseo de educar al pueblo y a la juventud a través del arte, una empresa temeraria que habría que prohibir.” (Sueño de Aschenbach reproduciendo uno de los discursos de Sócrates a Fedro en el Capítulo V)

Pero hay más; otro interrogante que uno puede plantearse al finalizar la lectura es el número de muertes a que hemos asistido en la novela. La respuesta, seguramente, dependerá del punto de vista de cada lector, y de su estado de ánimo. Es fácil identificar la muerte del alma del escritor ocurrida mucho antes que la física de Aschenbach, subyugado por la belleza de Tadzio. Hemos presenciado la agonía de un sueño imposible de conseguir y cuya realidad sólo al final parece dispuesto a afrontar. Se ve de lejos cómo se extingue, en su ruina, la ciudad; es historia. También hemos sabido cómo ocultan, silencian la verdad sobre la epidemia de cólera que azota Venecia. Y, por último, podemos advertir la muerte en el camuflaje con que disimulan, de forma vergonzante, la vejez, tanto la de aquél viejo disfrazado entre los jóvenes en el barco, como la de Aschenbach en la peluquería del hotel tiñéndose las canas y dándose colorete. Es, muy posiblemente, la decadencia precursora del final, que no tarda en llegar.□

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Estos comentarios están basados en el texto de la edición de Edhasa de 2005. Colección Diamante. Barcelona. Trad. Andrés Sánchez Pascual

viernes, 29 de noviembre de 2013

"La siesta del martes", de García Márquez

Gabriel García Márquez (Aracataca, Colombia, 6 de marzo de 1927) es un escritor bien conocido. Novelista, cuentista y periodista, su obra se considera representativa del realismo mágico y del boom literario latinoamericano. Su novela más célebre es "Cien años de soledad" (1967) ambientada en la aldea imaginaria de Macondo, referenciada geográficamente a la población donde él ha nacido (Aracataca), ciudad y mundo ficticio con el que el lector encuentra en varios de sus relatos como en “La siesta del martes” (1962) que forma parte de las narraciones agrupadas bajo el título de “Los funerales de Mamá Grande” (1962).

Recibió el Premio Nobel en 1982 “porque sus novelas e historias cortas, en las que lo fantástico y lo real se combinan en un mundo ricamente compuesto de imaginación, reflejan la vida y los conflictos de un continente.” A lo largo de los últimos treinta años ha recibido, además, multitud de galardones, nominaciones y reconocimientos internacionales. Lleva publicados cerca de medio centenar de novelas, y decenas de cuentos, aparte de ensayos, obras teatrales y guiones cinematográficos.

Ha desarrollado un estilo peculiar sugestionado por chismes y leyendas que le contaba su abuela en la infancia, del mismo modo que muchos relatos suyos están inspirados en episodios de niñez, fabulados por su niñera o vividos por familiares. No es raro encontrar que sus personajes estén inspirados por figuras y recuerdos de sus familiares más cercanos, como padres o abuelos (“…No hay en mis novelas ni una sola línea que no esté basada en la realidad”).

“La siesta del martes”, relato breve de apenas diez páginas, es una de las narraciones cortas más reconocidas de García Márquez. Se dice (vaya usted a saber), que fue escrito a instancias de su amigo el escritor y diplomático Plinio Apuleyo Mendoza (Colombia, 1932) para participar en un concurso literario organizado por el periódico colombiano “El Nacional”. Curiosamente, en ese certamen no obtuvo ni una mención.



El relato, se inicia con la descripción de un viaje en tren, en un caluroso día, realizado por una madre envejecida a la que acompaña su hija de 12 años (que es la primera vez que viaja). Ocupan un solitario vagón sin hablar apenas entre ellas. Estaban acercándose al punto de destino. La mujer “que parecía demasiado vieja para ser su madre…

“Tenía la serenidad escrupulosa de la gente acostumbrada a la pobreza”.

Eran los únicos pasajeros en el escueto vagón de tercera clase […] Ambas guardaban un luto riguroso y pobre…

Se prepararon para apearse cuando el tren comenzó a pitar, aminorando la marcha

“La mujer se secó el sudor del cuello y se limpió la grasa de la cara con los dedos… Por la ventanilla entraba un viento ardiente y seco… La niña envolvió las flores en los periódicos empapados de agua…"

–Si tienes algo que hacer hazlo ahora –dijo la mujer–. Después, aunque te estés muriendo de sed no tomes agua en ninguna parte. Sobre todo, no vayas a llorar.

La madre, autoritaria, daba órdenes breves, concisas, algunas de alcance: “...no tomes agua de ninguna parte. Y sobre todo no vayas a llorar” (Por qué? ¿Qué es lo que pasa y aún desconocemos?).

“…No había nadie en la estación […] Eran casi las dos. A esa hora, agobiado por el sopor el pueblo hacía la siesta. Los almacenes, las oficinas públicas, la escuela municipal, se cerraban desde las once y no volvían a abrirse hasta un poco antes de las cuatro, cuando pasaba el tren de regreso.

El motivo del viaje –se nos revela–, era llevar un ramo de flores a la sepultura del hijo de la mujer y hermano de la niña, que había muerto unos días antes en Macondo. Cuando llegaron al pueblo fueron directamente a la casa parroquial. Recorrieron sus calles vacías abrasadas por el sol, para recoger las llaves del cementerio que estaban custodiadas por el cura.

Punto de vista. Narrador

El narrador, en tercera persona, cuenta lo sucedido cronológicamente, salvo el flash-back de la muerte del hijo de la mujer, que lo evoca cuando madre e hija están rellenando el impreso para la visita al cementerio.

–¿Qué tumba van a visitar?- preguntó el cura
– La de Carlos Centeno –dijo la mujer
–¿Quién?
–Carlos Centeno –repitió la mujer

El padre siguió sin entender

–Es el ladrón que mataron aquí la semana pasada. Yo soy su madre.

El narrador recostruye el suceso

Todo había empezado el lunes de la semana anterior, a las tres de la madrugada y a pocas cuadras de allí. La señora Rebeca, una viuda solitaria que vivía en una casa llena de cachivaches, sintió a través del rumor de la llovizna que alguien trataba de forzar desde afuera la puerta de la calle. Se levantó, buscó a tientas en el ropero un revolver arcaico que nadie había disparado desde los tiempos del coronel Aureliano Buendía…


Con el revólver en la mano la aterrorizada señora, a obscuras, se dirigió a la puerta y, sin abrir, apretó el gatillo apuntando a la cerradura. El hombre que apareció de madrugada caído en la acera delante de su puerta, con la nariz destrozada, era un desconocido.

–De manera que se llamaba Carlos Centeno –murmuró el padre cuando acabó de escribir

La mujer contestó cuando acabó de firmar

–Era un hombre muy bueno.

Luego, madre e hija se aprestaron a salir a pesar de los consejos del cura y de que ya el pueblo entero, conocedor de la visita, acechaba en las calles, a la sombra, en las ventanas. Con las llaves del cementerio en su poder, no quisieron esperar ni utilizar la puerta de atrás, ni aceptaron la sombrilla ofrecida.

–Gracias –replicó la mujer–. Así vamos bien.

Tomó a la niña de la mano y salió a la calle.

Espacio. Atmósfera

Los escenarios donde transcurre la acción determinan una atmósfera opresiva, de pobreza; densa, sofocante como el calor del mediodía. El vagón del tren, “se detuvo diez minutos en una estación sin pueblo, para abastecerse de agua”, el paisaje, el pueblo triste, el calor, sus calles solitarias, la siesta, la casa del cura, la gente esperando su aparición…

Título

El título del cuento, está lejos de sugerir el crudo contenido de esta pequeña historia. “La siesta del martes” ofrece el inclemente contraste de dos pequeños universos. Uno que sufre, que pasa calamidades extremas, que sabe de la desesperanza y otro que duerme y a la vez vigila cruelmente la rutina, alimentándose de los exiguos incidentes domésticos y de las desgracias ajenas, con la malsana curiosidad de los lugares aislados. Justo para hacer aflorar la humilde entereza de las dos protagonistas.

Estilo

García Márquez, uno de los creadores del “realismo mágico”, muestra lo irreal (mágico) y extraño como algo cotidiano. Su intención no es la de despertar emociones sino más bien expresarlas directamente ante una realidad inevitable. (Es el caso de la actitud y decisión de que hace gala la madre, por ejemplo). El lenguaje utilizado en este cuento es preciso, sencillo, donde nada falta ni sobra. Realista, verosímil, de musical sonoridad

“...el aire se hizo húmedo y no se volvió a sentir la brisa del mar”...

“Al otro lado del pueblo, en una llanura cuarteada por la aridez, terminaban las plantaciones”.

O la crudeza y sobrio realismo de frases como:

“La angosta sala de espera era pobre, ordenada y limpia

“La niña se desabotonó la trabilla del zapato izquierdo, se descalzó el talón y lo apoyó en el contrafuerte. Hizo lo mismo con el derecho

Personajes

Quedan dibujados de una breve pincelada, quizá de forma más acentuada, la madre a través de su fisonomía:

“La mujer parecía demasiado vieja para ser su madre (de la niña), a causa de las venas azules en los párpados y del cuerpo pequeño, blando y sin formas en un traje cortado como una sotana..

Y mediante su lenguaje seco, imperativo de “una tenacidad reposada”. Hay que destacar, como en casi toda la obra literaria de G. Márquez, la fortaleza anímica con que dota a muchos de sus personajes femeninos, virtud que aquí, sin duda, resulta el eje principal del relato.

Estructura

Es la clásica: planteamiento (o preámbulo: el viaje, la llegada al pueblo), nudo, entrevista con el cura (la tensión de las dificultades para visitar el cementerio) y desenlace, (la inquebrantable decisión de la madre, que rechaza hasta la sombrilla: “Así vamos bien. Tomó a la niña y salió a la calle)

Ritmo

El ritmo es pausado, pero tenso. En todo el relato existe cierto suspense. Una mujer y la niña, viajando en aquél tren, clamorosamente solas, que comen modestamente en el vagón de lo que llevan preparado y que cuidan un ramo de flores envuelto en papel de periódico. La tensión, presente en toda la historia, se acrecienta incluso cuando conocemos el destino de las viajeras porque, bien dosificada, se reaviva al hilo de las objeciones y sugerencias del cura que chocan con la indómita decisión y presencia de ánimo de la mujer.

Contenido.- Fondo

Soledad, fatalismo, pobreza. El boxeo que practicaba el muerto para sacar adelante a la familia: tres días en cama después de cada combate. “Se tuvo que sacar todos los dientes”, dijo su hermana. Consejos de la madre: que nunca robara a quien lo necesitara para comer, y él hacía caso.

Mantuvo su compromiso. Era un robo fácil. Una viuda. Resultó que tenía un viejo revólver con el que disparó a ciegas. Fue el miedo de aquella mujer. La mala suerte (de él). La pobreza. Tenía que ser.

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Nota.- Los textos de “La siesta del martes” que se citan en cursiva proceden de la edición de “Los funerales de Mamá Grande” de la colección “Contemporánea” / DEBOLSILLO, Barcelona, Febrero de 2005.