domingo, 21 de febrero de 2010

El viejo y el mar, de Hemingway (1898-1961)

(Comentarios a una lectura)

Hemingway es considerado un clásico de la literatura universal del siglo XX y su estilo casi periodístico, sobrio, con ingredientes dramáticos que representan la época vivida por él, ha influido en otros escritores y cuentistas.

Alistado voluntario en la primera guerra mundial, fue herido de gravedad por lo que volvió a EE.UU. ejerciendo de nuevo el periodismo, algo que ya había practicado antes de alistarse. Más tarde, vivió en París donde conoció a Ezra Pound, Picasso y James Joyce entre otros artistas e intelectuales. Como corresponsal de guerra cubrió la Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial, experiencias que después utilizaría en sus novelas y relatos. Su formación periodística le permitió depurar un estilo directo, objetivo, de frases cortas aunque de sus novelas se ha dicho que, siendo quizás más populares que sus cuentos, desde un punto de vista estilístico, son menos perfectas. "El viejo y el mar", ha sido considerada la cúspide de su obra porque en ella coinciden la economía artística y el humanismo (el hombre como centro de todas las cosas). Hemingway, enfermo, se suicidó en 1961, disparándose con su escopeta de caza, hecho que consolidó su imagen de mito. Había recibido el premio Nobel en 1954.

La historia que nos refiere “El viejo y el mar” es la de un hombre ya longevo que pescaba en el Golf Streeam y a quien su entorno marinero considera acabado después de que llevara más de dos meses sin capturas. Incluso lo llega a pensar el chico que le ayudaba a pescar. Se tenían gran cariño pero, un día, los padres del muchacho le prohíben volver a la mar con él y le buscan colocación con otros pescadores con los que pueda conseguir mejores presas. Así, el viejo, se ve forzado a faenar en solitario, únicamente en compañía de sus recuerdos, especialmente el béisbol y los leones de la sabana africana, con los que le gustaba soñar. De súbito, una enorme presa pica el anzuelo y el viejo se entrega a la lucha por cobrarla. Entre el pez, con una enorme fuerza que arrastra la embarcación, y el hombre, se entabla un feroz combate sostenido con tenacidad por el pescador que ve acrecentado su vigor por la alegría de haber dado fin a su mala racha. Tras horas y horas de brega, sin descansar, finalmente consigue cobrarlo y asegurarlo por fuera de la embarcación pero en la pelea se han alejado tanto de la costa que en el largo camino de regreso, agotado y herido, ha de responder con sus últimas energías al ataque de varios tiburones que van devorando su magnífica captura hasta arribar a puerto triunfador, semi-inconsciente pero con un descarnado esqueleto del pez como único trofeo.

La calidad de una obra, de tan aparente sencillez que puede parecer trivial, e incluso monótona en la primera parte del relato, no permite que pasen desapercibidos sus indudables valores y su sentido alegórico. A ello hay que añadir un narrador extraordinariamente cercano al protagonista, a sus pensamientos y a su capacidad de lucha y sufrimiento, además de haber logrado una ambientación pesquera harto cuidada y un estilo literario muy periodístico, tanto en sobriedad como en tensión narrativa.

El narrador, en tercera persona omnisciente, casi siempre toma la perspectiva del propio protagonista por lo que es él, Santiago el pescador, quien a ratos explica a los lectores, en voz alta, lo que pasa por su cabeza o, a través de sus pensamientos y monólogos interiores; nos va dando a conocer los sentimientos y ensoñaciones con los que distrae la ansiedad y la forzada vigilia a la espera de que el pez se entregue y deje de arrastrar peligrosamente su barca.

“Cuando el sol se hubo levantado más el viejo se dio cuenta de que el pez no estaba cansado. Sólo había una señal favorable. El sesgo del sedal indicaba que nadaba a menos profundidad. Eso no significaba, necesariamente, que fuera a brincar a la superficie. Pero pudiera hacerlo.”

Mas tarde, después de la gloria de la enorme presa conseguida, los ataques continuados de los tiburones son los que ponen a prueba el coraje y equilibrio mental del viejo, acercando al lector la escena que se desarrolla en el mar.

“El tiburón se acercó velozmente por la popa y cuando atacó al pez el viejo vio su boca abierta, sus extraños ojos y el tajante chasquido de los dientes al entrarle a la carne justamente sobre la cola.”

El narrador, en esa dualidad narrador-pescador, nos parece uno de los elementos notables de la novela.

Otro indicador de la calidad de esta obra breve es la ambientación. Hemingway pone de manifiesto su impecable dominio de las artes de pesca, sus técnicas y la idiosincrasia tan especial de quienes se dedican a su práctica, a menudo peligrosa. Este realismo sin dobleces es el que, sin duda, ha contribuido a mantener la vigencia de una novela escrita en 1952.

En cuanto al sentido simbólico parece claro que “El viejo y el mar” es una metáfora de la lucha del hombre por afrontar las situaciones más duras y extremas a que le expone la vida. El punto álgido de esta metáfora es el pensamiento expresado por el viejo cuando nos “habla” del respeto a sí mismo, del orgullo y de la justificación de la propia existencia:

“Un hombre puede ser destruido pero no derrotado”.

Y, finalmente, sobre el estilo, hemos de decir que la novela está escrita en un lenguaje sencillo, en una prosa exacta, tersa y aparentemente fácil y con unos “materiales” mínimos. Esa simplicidad formal, no exenta de nervio y dramatismo, consideramos que es lo que permite una de las lecturas posibles de “El viejo y el mar”: la que la interpretaría este relato, erróneamente, como una entretenida novelita de aventuras, eso sí, con el vigor de un personaje muy bien trazado, un suspense bien dosificado y un final demoledor, aspectos que la hacen difícil de olvidar.

lunes, 15 de febrero de 2010

Las brujas y la campana "Antonina"

(Los posos de una leyenda)

La campana, bautizada con el nombre de “Antonina” en memoria de Dª Antonia Álvarez Codina, dama de la alta burguesía que la sufragó en 1821, no es la que actualmente corona el campanario del lugar. Una inscripción grabada en la pieza, debajo del nombre, así lo indica. Ha sido bautizada con la misma denominación en memoria de la original “Antonina”, pero es una reproducción fundida a expensas de los vecinos del pueblo en los años cuarenta. Así lo acreditan los documentos que se guardan, con los de otras obras y restauraciones, en los archivos de la pequeña iglesia rural. El párroco, don Román, un gallego entusiasta que guarda cierto parecido con la figura que nos pintan de Sancho Panza, me guía al campanario escaleras arriba, para repasar las inscripciones in situ y, luego, me da a conocer la pequeña historia y me enseña los legajos que conserva, bajo llave, en el cajón de una cómoda de la sacristía. Esta campana, junto con otra gemela nunca sustituida, fue transformada en piezas de artillería durante la guerra del 36.

El interés, que me ha llevado a la iglesia de ese pequeño lugar, es la leyenda tejida alrededor de esa campana. Su tañido, el de la “Antonina” original, la de principios del siglo XIX, tenía la virtud, según creencia muy arraigada entre las gentes de la comarca, de impedir las evoluciones de las brujas en sus aquelarres veraniegos. Solían organizar sus conciliábulos y orgías en la meseta de uno de los altos cerros que, como pétreos centinelas, custodian la población de lejos, y con ella la garganta que va descendiendo, ensanchándose según se aproxima a la playa cercana. En esas cumbres, de trabajoso acceso poblado de árboles y matorrales, se gestan temibles tormentas que, como bien se sabía, las brujas se encargaban de transportar, de acá para allá, a lo largo del reducido valle, asolando a veces, con pedriscos y vendavales, las cosechas, cobertizos y alguna vivienda de los modestos agricultores y hortelanos que ocupaban aquellos terrenos en los siglos XIX y principios del XX.

Cuando se detectaban las primeras nubes en aquellos altos, sobre todo en verano, era señal de que la tormenta se estaba fraguando, y los preñados nubarrones que llegarán al pueblo unas horas más tarde, podían convertirse en agua mansa o descargar lejos, sin causar estragos, si el sacristán-campanero de la parroquia andaba listo haciendo sonar la campana “Antonina”. Incluso si las tronadas ya habían alcanzado el valle, el recio toque "de tempestad" de la “Antonina” disolvía los nublados en poco tiempo, como si se tratase de inocentes fuegos de artificio.

Según la tradición, normalmente después de los aquelarres, a los que no falta el macho cabrío, las furias en grupo viajan hacia el mar envueltas en negros nubarrones y allí, a un kilómetro o dos, mar adentro, agitan las aguas de tal modo que el embravecido oleaje puede hacer zozobrar embarcaciones de pesca, si se tercia. Tras algunas maldades, extravíos y conjuros suelen regresar a tierra envueltas en turbulencias meteorológicas. Tornan a sus montes acompañadas de vientos furiosos, lluvia y descargas eléctricas que hacen peligrar todo lo que encuentran a su paso. Sólo la “Antonina” puede detener esa violencia. Si la hacen sonar, mejor volteándola, cuando aún no han iniciado el viaje al mar, su acompasado repique impide que bajen de las montañas, y si ya han alcanzado el litoral, su eco insistente, poderoso, estorba su retorno, debiendo buscar la brujeril comitiva distintos caminos para volver a su feudo.

En el archivo del templo, acompañado por mi nuevo amigo, el cura, que incluso me traduce viejas construcciones gramaticales o difíciles caligrafías, revisamos papeles manuscritos que recogen lo dicho antes y leemos testimonios secretos, fechados en el año 1830, aportados por dos vecinas y corroborados por el barbero, sobre el censo de brujas de la localidad (entre cinco y seis; el número exacto no había podido ser confirmado). Esas nigromantes, todas del sexo femenino, asiduas a los satánicos festivales de los montículos de la cercana sierra, llevaban una vida normal, en apariencia. Había dos que estaban casadas, y tenían hijos, y otra de aquellas malignas no tendría más de diez años. Según los testigos y la declaración de la más joven, únicamente ejercían sus poderes algunas noches y, sobre todo, en las horas de la siesta veraniega. Se untaban previamente el cuerpo con beleño y otras hierbas misteriosas que les facilitaba la más vieja de ellas y se desplazaban por el aire hasta el lugar de reunión con el diablo donde, al son de un cuerno hueco, bailaban durante horas antes de trasladarse, volando, envueltas en espesas nubes que atronaban los cielos y la tierra.

Al parecer, sus actividades maléficas nunca fueron descubiertas por sus familias. En sus vidas mortales sólo unos pocos testigos escogidos conocieron sus secretos.

jueves, 4 de febrero de 2010

La magdalena de Marcel Proust

Con cierta frecuencia, si se considera lo minoritario de la cuestión, uno se va tropezando con referencias (verbales o escritas) a la “magdalena de Proust”. Es decir, cuando la oportunidad literaria lo trae al pelo, hay quien se lanza a citar el episodio en el que el narrador de “En busca del tiempo perdido”, de Marcel Proust rememora la extraordinaria sensación de felicidad percibida al llevarse a la boca un trozo de magdalena añadido a una cucharada del té que estaba tomando.

Hace unos días he asistido de nuevo, en una amigable tertulia, a unos comentarios donde varios espontáneos, supongo que seguros de su bagaje cultural, trataban de aproximarse a la cita en cuestión todo lo que les permitían sus capacidades retentivas, que no daban para mucho. El desliz tiene su origen en que el lector mediano (la inmensa mayoría) “tocan de oído” cuado se refieren a algunos aspectos de la literatura y sus obras más significativas. Me da la sensación, estoy casi seguro, de que hablan por referencias de terceros, sin haber bebido directamente de la fuente. O sea que, en este caso, les falta leer, una parte al menos, de "En busca del tiempo perdido" con ese mínimo de aplicación que requiere una novela tan exigente con el lector. O puede ser que tengan pendiente una re-lectura reposada, si no es que deban mejorar su concentración o retentiva. Entro en materia.

Para empezar, deberían hacer memoria de que el Narrador divide sus recuerdos sobre la magdalena en dos secuencias; circunstancia que no suele tenerse en cuenta. Estamos en el “Capítulo Uno” de “Por el camino de Swann” el primer libro de los siete que integran “En busca del tiempo…”. El narrador-protagonista evoca una tarde de invierno en Cambray, cuando al regresar a casa con su madre, ésta le propuso tomar una taza de té para combatir el frío, añadiendo una magdalena a la refección.

“[…] abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios una cucharada de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas de bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que le causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo, pero le excedía en mucho, y no debía de ser de la misma naturaleza […]”

A las inexplicables sensaciones percibidas por el Narrador, siguen una serie de reflexiones tratando de identificar qué cosas o sucesos eran capaces de despertar en él aquella alegría y el placer que le suscitó. ¿Por qué aquel sabor fue capaz de transportarle de ese modo? Siguió bebiendo a pequeños sorbos la infusión con el bollo pero ya no se repitió el éxtasis inicial. Llegó a la conclusión de que el placer experimentado procedía de un reflejo de algo más hondo que el té y la magdalena. Hizo esfuerzos por buscar a qué podía asociar lo que le había sucedido, por determinar la raiz de esa conmoción. Hasta que después de un rato sus especulaciones y ensimismamiento se vieron compensados

[…] Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tila, los domingos por la mañana en Combray (porque los domingos yo no salía hasta la hora de misa) cuando iba a darle los buenos días a su cuarto. Ver la magdalena no me había recordado nada, antes de que la probara; quizá porque como había visto muchas, sin comerlas, en las pastelerías, su imagen se había separado de aquellos días de Combray para enlazarse a otros más recientes, ¡quizá porque de esos recuerdos por tanto tiempo abandonados fuera de la memoria, no sobrevive nada y todo se va disgregando! […]

Quienes se refieren a este pasaje de la novela de Proust suelen omitir en qué consistía, en concreto, la causa de la emoción que le había inspirado al Narrador el gusto del té con la magdalena. Cuando reconoció la resonancia íntima de ese sabor brotaron sus gozosos recuerdos infantiles asociados (su tía Leoncia, el paseo dominguero, su jardín, el parque, las buenas gentes de Combray, la iglesia, el pueblo y sus alrededores) emergiendo “de mi taza de té”. Sus recuerdos fueron…

[…] convirtiéndose en flores, en casas, en personajes consistentes y cognoscibles, así ahora todas las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann y las ninfeas del Vivonne y las buenas gentes del pueblo y sus viviendas chiquitas y la iglesia y Combray entero y sus alrededores, todo eso, pueblo y jardines, que va tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té. (Fin del Capítulo Uno)

Los que hablan superficialmente de la “magdalena de Proust” ignoran o callan su inmenso significado y lo que ocurre en el ánima del personaje: la explosión de felicidad la convierten así en una anécdota insustancial, incomprensible si no llegan a profundizar lo suficiente, con lo que se pierden una de las grandes páginas de la literatura universal. Lo que está asociado a aquel sabor a magdalena con té o tila eran emociones ya perdidas, olvidadas, sólo accesibles a través de imágenes, colores, olores, afectos, inocencia infantil… Se trataba, en suma, de alcanzar, rescatar de entre el tiempo perdido los singulares momentos de deleite y felicidad de un ser humano, para volverlos a vivir, mucho después, a través del recuerdo.

Nota.- El texto en cursiva procede de Por el camino de Swann (I).- Marcel Proust. Traducción de Pedro Salinas.- Páginas 60-64 de Ediciones Orbis y Editorial Origen. 1982.