lunes, 15 de febrero de 2010

Las brujas y la campana "Antonina"

(Los posos de una leyenda)

La campana, bautizada con el nombre de “Antonina” en memoria de Dª Antonia Álvarez Codina, dama de la alta burguesía que la sufragó en 1821, no es la que actualmente corona el campanario del lugar. Una inscripción grabada en la pieza, debajo del nombre, así lo indica. Ha sido bautizada con la misma denominación en memoria de la original “Antonina”, pero es una reproducción fundida a expensas de los vecinos del pueblo en los años cuarenta. Así lo acreditan los documentos que se guardan, con los de otras obras y restauraciones, en los archivos de la pequeña iglesia rural. El párroco, don Román, un gallego entusiasta que guarda cierto parecido con la figura que nos pintan de Sancho Panza, me guía al campanario escaleras arriba, para repasar las inscripciones in situ y, luego, me da a conocer la pequeña historia y me enseña los legajos que conserva, bajo llave, en el cajón de una cómoda de la sacristía. Esta campana, junto con otra gemela nunca sustituida, fue transformada en piezas de artillería durante la guerra del 36.

El interés, que me ha llevado a la iglesia de ese pequeño lugar, es la leyenda tejida alrededor de esa campana. Su tañido, el de la “Antonina” original, la de principios del siglo XIX, tenía la virtud, según creencia muy arraigada entre las gentes de la comarca, de impedir las evoluciones de las brujas en sus aquelarres veraniegos. Solían organizar sus conciliábulos y orgías en la meseta de uno de los altos cerros que, como pétreos centinelas, custodian la población de lejos, y con ella la garganta que va descendiendo, ensanchándose según se aproxima a la playa cercana. En esas cumbres, de trabajoso acceso poblado de árboles y matorrales, se gestan temibles tormentas que, como bien se sabía, las brujas se encargaban de transportar, de acá para allá, a lo largo del reducido valle, asolando a veces, con pedriscos y vendavales, las cosechas, cobertizos y alguna vivienda de los modestos agricultores y hortelanos que ocupaban aquellos terrenos en los siglos XIX y principios del XX.

Cuando se detectaban las primeras nubes en aquellos altos, sobre todo en verano, era señal de que la tormenta se estaba fraguando, y los preñados nubarrones que llegarán al pueblo unas horas más tarde, podían convertirse en agua mansa o descargar lejos, sin causar estragos, si el sacristán-campanero de la parroquia andaba listo haciendo sonar la campana “Antonina”. Incluso si las tronadas ya habían alcanzado el valle, el recio toque "de tempestad" de la “Antonina” disolvía los nublados en poco tiempo, como si se tratase de inocentes fuegos de artificio.

Según la tradición, normalmente después de los aquelarres, a los que no falta el macho cabrío, las furias en grupo viajan hacia el mar envueltas en negros nubarrones y allí, a un kilómetro o dos, mar adentro, agitan las aguas de tal modo que el embravecido oleaje puede hacer zozobrar embarcaciones de pesca, si se tercia. Tras algunas maldades, extravíos y conjuros suelen regresar a tierra envueltas en turbulencias meteorológicas. Tornan a sus montes acompañadas de vientos furiosos, lluvia y descargas eléctricas que hacen peligrar todo lo que encuentran a su paso. Sólo la “Antonina” puede detener esa violencia. Si la hacen sonar, mejor volteándola, cuando aún no han iniciado el viaje al mar, su acompasado repique impide que bajen de las montañas, y si ya han alcanzado el litoral, su eco insistente, poderoso, estorba su retorno, debiendo buscar la brujeril comitiva distintos caminos para volver a su feudo.

En el archivo del templo, acompañado por mi nuevo amigo, el cura, que incluso me traduce viejas construcciones gramaticales o difíciles caligrafías, revisamos papeles manuscritos que recogen lo dicho antes y leemos testimonios secretos, fechados en el año 1830, aportados por dos vecinas y corroborados por el barbero, sobre el censo de brujas de la localidad (entre cinco y seis; el número exacto no había podido ser confirmado). Esas nigromantes, todas del sexo femenino, asiduas a los satánicos festivales de los montículos de la cercana sierra, llevaban una vida normal, en apariencia. Había dos que estaban casadas, y tenían hijos, y otra de aquellas malignas no tendría más de diez años. Según los testigos y la declaración de la más joven, únicamente ejercían sus poderes algunas noches y, sobre todo, en las horas de la siesta veraniega. Se untaban previamente el cuerpo con beleño y otras hierbas misteriosas que les facilitaba la más vieja de ellas y se desplazaban por el aire hasta el lugar de reunión con el diablo donde, al son de un cuerno hueco, bailaban durante horas antes de trasladarse, volando, envueltas en espesas nubes que atronaban los cielos y la tierra.

Al parecer, sus actividades maléficas nunca fueron descubiertas por sus familias. En sus vidas mortales sólo unos pocos testigos escogidos conocieron sus secretos.

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