martes, 16 de febrero de 2016

"Padres e hijos", de Iván Turguénev (I)

Presentación

Iván Serguéyevich Turguénev o Turguéniev, nacido en 1818 en el seno de una rica familia de terratenientes rusos, fue un escritor, novelista y dramaturgo considerado como el más europeísta de los literatos de la Rusia del siglo XIX. Murió a los 65 años, en las cercanías de París, debido a un proceso canceroso. En sus últimos momentos, desde su lecho de muerte, ya reconciliado con León Tolstoi (1928-1910) –con quien había mantenido un largo enfado, y llegó a retarle en duelo–, le pidió por carta al autor de “Guerra y paz” que volviera a la literatura que había abandonado

«[…] Volved, amigo mío, a las tareas literarias […] escuchad mi ruego: sepa yo si habéis recibido estas líneas, y permitid que con ellas vaya un apretado abrazo, extensivo a vuestra mujer y a la familia toda. No puedo escribir más. Estoy cansado.»

Esta petición sirvió, entre otras razones, para que Tolstoi escribiera La muerte de Iván Ilich (1886) y La sonata a Kreutzer (1889).

Turguénev estudió, primero, en la universidad de Moscú y luego en la de San Petersburgo dedicándose a los clásicos, la literatura rusa y filología, y en la de Berlín, profundizó en la filosofía de Hegel. Esta última estancia, en Alemania, le occidentalizó de por vida y le convenció de que Rusia debía imitar a Europa para progresar.

Aparte de su trato con Tolstoi, también fue amigo de Dostoievsky (1821 – 1881), y lo mismo que con el anterior, sus relaciones, a temporadas, coexistieron poco cordiales, con alejamientos y reconciliaciones periódicas, muy al contrario que con Flaubert (1821 – 1880) con el que tuvo, siempre, buena amistad literaria.

A la muerte de su madre, Turguénev se convirtió en un rico heredero que pudo viajar por el mundo sin problemas económicos. El amor de su vida (nunca llegó a casarse, aunque tuvo una hija con una de sus siervas) llegó con la francesa Paulina Vilardot, cantante de ópera, compositora y la primera extranjera que cantó el repertorio italiano en Rusia. Se conocieron en San Petersburgo y su largo idilio subsistió hasta la muerte de Turguénev.

Su obra, como sucedió con otros escritores rusos que escribieron en su idioma, Ha sido vertida al español a través de traducciones del francés, lo que a veces hace desconfiar al lector sobre la fidelidad del texto resultante. Esto, ha cambiado en los últimos decenios, prodigándose las traducciones directas del ruso, como es el caso de la edición que nos ocupa.

Fue un gran devoto de Nikolái Gógol (1809-1852), del Hamlet de Shakespeare y muy en especial del Quijote de Cervantes, novela que tuvo intenciones de traducir al ruso aunque no pudo lograr su deseo. De algún modo en “Padres e hijos” (1862), Turguénev rinde homenaje de admiración a los dos grandes personajes de la literatura universal, inspirándose en Hamlet y en el modelo de don Quijote para plasmar la personalidad caballeresca de Pável Kirsánov. De esta suerte escribía en el ensayo “Hamlet y Don Quijote”, incluido en “El Quijote desde Rusia” (Visor Libros. Madrid. 2005. Pág. 33):

«El autor de Hamlet y el autor del Quijote son los mayores poetas que hayan producido los tiempos modernos. Pero Cervantes, más aún que el dulce William, ejerce sobre mí un encanto indefinible. Me gusta hasta hacerme llorar, y este entusiasmo data de hace mucho tiempo.»

Y en el similar sentido admirativo se expresaba en una de las cartas a su sobrina:

«De todas las figuras de hombres buenos en la literatura cristiana, sin duda la más perfecta es don Quijote. Pero es bueno solamente porque, a la vez, es ridículo.» (Turguénev a su sobrina Sofía Ivanova en 1868, incluida en “El quijote desde Rusia”. pg. 57).

Entre sus obras, las más reconocidas –aparte de “Padres e hijos”–, son “En vísperas” (1860), “Humo” (1867) y “Diario de un hombre superfluo”, a pesar de que el interés de sus relatos ha ido decayendo entre el público lector.

Sinopsis

Arkadi Kirsánov y Evguéni Bazárov, dos recién licenciados en la universidad, regresan juntos a sus respectivos hogares para reencontrarse con su familia, y trazar su futuro. Primero llegan a la casa del padre de Arkadi el cuál invita a descansar unos días al joven Bazárov que es médico y botánico. Allí reside también un hermano de su padre, Pável, soltero, militar retirado y hombre de firmes convicciones. Aparte de otros criados, en la casa está Fénechka, con la que el progenitor de Arkadi, viudo desde hace unos años, ha tenido recientemente un niño. Al enterarse, el hijo se alegra infinito y alivia así el sentimiento de culpa y vergüenza que afectaba a su padre.

La llegada de los jóvenes causa la alegría de todos, pero enseguida la atmósfera se enturbia por la forma de ser de ese amigo, apenas conocido, nihilista, que hace comentarios negativos de todo lo que ve, y se muestra maleducado y despectivo. Critica al padre y al tío de Arkadi a quienes considera un par de viejos anticuados –a pesar de su innegable cultura–, que no saben llevar la administración de sus propiedades ni afrontar los cambios que la emancipación de los mujiks, ocurrida en la Rusia de 1861, ha significado.

Los dos amigos se toman unos días de vacaciones para viajar y divertirse y así intiman con Anna Odintsova, varios años mayor que ellos, que les invita a su hacienda cercana a la ciudad, a medio camino de la casa de Bezárov, y donde conocen a Katia, la hermana menor de Anna. Entre las dos parejas se inician relaciones sentimentales que no terminan de prosperar al gusto de los amigos y deciden seguir ruta a casa de Evgueni, cuyos padres le esperan impacientes.

Pero Bazárov no encuentra acomodo y decide que tienen que volver a la heredad del padre de Arkadi donde ha dejado sus materiales de investigación, lo que aprovecha éste, cuyas relaciones con su amigo se han enfriado, para volver a la mansión de Anna Odintsova y reiniciar su idilio con Katia, con la que termina casándose.

En esos días Bazárov, añorando la atracción sentida por Anna, intenta propasarse con Fénechka, despreciando las reglas de hospitalidad. Lo cual, observado por Pável, monta en cólera y le reta a un duelo, en el que el quijotesco tío de Arkadi resulta herido; circunstancias, todas, que aceleran el retorno definitivo de Evgueni a su casa, no sin verse antes con su cortejada Odintsova que le aclara que ha interpretado mal su simpatía por él, y que no le ama.

De nuevo en su hogar, Bazárov ejerce la medicina ayudando a su padre, también médico, y tiene la mala suerte de contraer el tifus al contaminarse haciendo una autopsia a un hombre que había muerto de esa enfermedad.

Tiempo histórico

El zar Alejandro II (1818-1881), en prevención de los problemas que la importante masa de siervos y campesinos sometidos a los terratenientes y la nobleza podían suponer en un futuro inmediato para Rusia, quiso reformar el tejido productivo del país implantando un “proceso de emancipación jurídica” que afectaba a más cien millones de almas, con el que, en la práctica, quedaba abolida la servidumbre.

El Manifiesto de Emancipación (1861) equiparaba a los siervos con los ciudadanos libres y se ordenaba que los campesinos compraran a sus propietarios las tierras que trabajaban. Esos caseros o latifundistas en cuyas haciendas venían trabajando hasta entonces, además, tenían poder absoluto sobre sus vidas. No obstante las tierras debían ser pagadas a sus dueños, además de la redención de las antiguas obligaciones feudales que estuvieran en vigor en aquél tiempo.

Lo terratenientes recibieron del Estado el importe de sus tierras cedidas mediante bonos, de modo que los colonos pasaron a endeudarse con el gobierno a quien tenían que devolver la cantidad adelantada en 49 años, sin obtener la libertad en la práctica porque no podían abandonar la comunidad o aldea a la que pertenecían en ese momento.

Aquella abolición de la servidumbre tuvo varios efectos desfavorables:
– Las tierras en traspaso estaban sobrevaloradas. El colono pagó un alto precio – Se incrementó la pobreza de los campesinos. – Algunos campesinos, por el contrario, se transformaron en terratenientes. – El desarrollo industrial esperado no tuvo lugar. – Se produjeron descontentos y revueltas sociales

Este es el tiempo, y el entorno donde Iván Turguénev sitúa su novela; cuando el Nihilismo empieza a divulgarse –a partir de 1860–. La opinión pública de carácter conservador y moderado llama nihilistas a los contrarios al orden vigente y a los que rechazan los valores tradicionales.

lunes, 15 de febrero de 2016

"Padres e hijos", de Ivan Turguénev (y II)

La novela (1862)

El argumento de “Padres e hijos” se ciñe, de forma central, a la historia de Evguéni Bazárov, Arkadi Kirsánov y su tío Pável Kirsánov a partir del regreso al hogar paterno de los dos primeros, tras finalizar sus estudios en la universidad. Así, el título de la novela no sitúa del todo su contenido, el que uno había supuesto a juzgar por el enunciado; el tema no se centra en las concretas diferencias generacionales que cabe esperar en el seno paterno-filial –entre Bazárov, Arkadi y sus padres respectivos–, sino que abarca un espectro mayor de lo imaginado. Lo que hace Iván Turguénev (1818-1883) es crear un caprichoso e insólito personaje, Bazárov, joven, vehemente e indisciplinado que, a la vez que niega respeto a cualquier principio, no puede evitar enamorarse con entusiasmo. Debo subrayar el interés de esta figura puesto que “Padres e hijos” es, así podría decirse, la novela de Evguéni Bazárov. Más que esos desencuentros domésticos que uno se había forjado y que tienen lugar sin grandes desgarros.

Está claro, no puede negarse, que asistimos a la contraposición de dos actitudes distintas: los padres de ideales arraigados en las viejas usanzas (y muy distintos entre sí) y los talantes de los hijos, obstinados, independientes, desencantados con los añejos ritos. Están dotados de una nueva visión y conocimiento de las ciencias, con la utilidad como primera premisa o principio filosófico. En este magma hay que incluir asimismo el choque entre eslavófilos y occidentalistas, según de qué Rusia hablemos o de qué Europa sean partidarios los distintos grupos sociales. [Hoy esta dicotomía –europeístas o eslavófilos– sigue en pie]. Los puntos de vista enfrentados están ahí, pero ni son demasiado estridentes ni son lo más importante de la novela.

Nos encontramos ante un relato en el que se hace gala de un análisis agudo y riguroso de los dos personajes principales y antagónicos –Pável y Bazárov–que Turguénev sitúa bajo el foco y les presta la máxima atención, mientras Arkadi Kirsánov y su padre quedan en un discreto segundo plano. Y si las descripciones de unos y otros, al principio, pueden parecer algo etéreas, el lector tendrá ocasión de conocerles a fondo por sus conductas y comentarios, a medida que va avanzando la trama. En especial, a Bazárov que es con diferencia, como ya he dicho, la particular creación de Turguénev.

En este sentido llama la atención la forma en que Turguénev monta la estructura del relato. Va “liberando” detalles, antecedentes y rasgos de la personalidad de los protagonistas a medida que avanza la acción, y al margen de los acontecimientos que nos relata. Intercala pormenores añadidos de sus caracteres, y pinceladas de sus vidas y entorno. Podemos observar, por ejemplo, cómo en el capítulo VI Bazárov desvela detalles de sus aficiones y actividades:

“¿Se dedica básicamente a la física? –preguntó Pável respetando el turno de la palabra.
–Sí, a la física. Y en general, a las ciencias naturales.”


Es el tiempo en que aparecen los primeros “roces” serios entre un Bazárov despectivo y los maduros hermanos Kirsánov, que recurren a la ironía para defenderse.

En el capítulo VII, Arkadi refiere con detalle la historia de su tío. Su juventud, su educación, su éxito con las mujeres, sus relaciones con la princesa R*** hasta que muere, y su retirada entonces de la vida social. Más adelante (capítulo VIII) sabemos la forma en que Nikolái Petróvich Kirsánov conoció a la madre (viuda) de Fénechka, en la casa de postas en la que trabajaba y cómo la ofrece el empleo de ama de llaves en Marino, donde su hija fue creciendo. Y, para el culmen, nos vamos al capítulo X, en el que se produce un debate encendido a la hora del té en el que tenemos ocasión de conocer los variados pensamientos de Bazárov, Arkadi, Pável y Nikolái. De este modo Turguénev va mostrando el interior, y la esencia, de sus ‘actores’ como en el capítulo XI, en el que se evidencian los pensamientos íntimos de Nikolái: reflexiona si los hijos pueden tener algo de lo que ellos carecen, aparte de la juventud, que los haga superiores. ¿Quizás tienen menos huellas de señoritismo?

Estos ejemplos ponen de manifiesto el trabajo de Turguénev, como digo, para dar a conocer –describiéndolos con minuciosidad–, sus personajes, incluidos sus antecedentes, sus convicciones íntimas, en suma, haciéndoles reconocibles.

En un ambiente social en crisis, desconcertada la gente por las reformas y vicisitudes que se producen con motivo de la abolición de la esclavitud y sus efectos sobre las relaciones entre el campesinado ruso, sólo Bazárov parece percatarse del cambio de los tiempos, aunque tampoco sean muy perceptibles para el lector.

Los acontecimientos, pues, no se desarrollan conforme a lo esperado, con la virulencia que cabía suponer. Sí, es cierta la notable distancia entre la forma de ser y pensar de Evguéni Bazárov y Pável Kirsánov, tío de Arkadi, pero más por sus perfiles ideológicos que por el intervalo generacional que separa a ambos. Pável hace gala de un tono quijotesco y de una ética de viejo hidalgo ruso. Como un Quijote marchito y derrotado por el empuje de las nuevas generaciones, se aferra a “esencias” que considera eternas. Se resiste a ser desplazado de su medio natural y desposeído de sus costumbres y modelo de vida.

En el eje de las disensiones se sitúa la personalidad y andanzas de Evguéni Bazárov, con su comportamiento escéptico y nihilista, su absolutismo e indiferencia por las reglas establecidas. De forma relevante lo vemos en sus contradicciones y dudas a la hora de mantenerse fiel a unos principios asumidos de forma ciega.

A Iván Turguénev se debe la divulgación del término nihilismo al ponerlo en boca de Arkadi en la novela, aunque no fuera un término acuñado por él. El muchacho contesta a la pregunta de su tío Pável sobre “qué es Bazárov” (p. 96):

“Pues es un nihilista *.
–Nihilista –pronunció Nikolái Petróvich– ¿Término que según tengo entendido, procede del latín nihil, nada; palabra que se refiere a la persona que… no reconoce nada?
–Dirás la persona que no respeta nada –continuó Pável Petróvich y se dispuso nuevamente a untar el pan de mantequilla.
–El que siempre tiene un punto de vista crítico para todo –señaló Arkadi.
–¿Y no es lo mismo? –preguntó Pável Petróvich.
–No, no es lo mismo. Un nihilista es la persona que no se inclina ante ningún tipo de autoridad, el que no acepta ningún principio de fe, por mucho respeto que éste le infunda.”

El padre y el tío de Arkadi defienden la tradición aunque esté sometida a examen, y no es que Evgueni Bazárov no crea en nada, sino que sólo acepta aquello que se pueda demostrar de manera experimental, a modo del empirismo británico. Es un científico que ensaya, practica con animales y plantas, y sólo cree en lo que se puede ver y tocar. Por otra parte, esas ideas sostenidas con arrogancia, malhumoradas, a la vez que permitiendo apreciar el orgullo de su modo de pensar, le llevan a tomar una postura muy diferente a la vocación ética de Pável. Por ejemplo en el amor.

Ambos están enamorados, pero los principios de Pável siguen marcando las distancias; está enamorado de Fénechka pero no hace ni un gesto que pueda ser censurable, mientras que la conducta de Bazárov es mucho más desahogada, la lealtad no le obliga demasiado. Su “cerco y ataque” a la joven es una “reacción” personal, al margen del respeto a cualquier regla, como persona y como huésped. El licenciado pretende compensar con la joven el rechazo de Anna Odintsova, con quien no supo atemperar su radicalidad. Una tarde, creyéndose a solas con Fénechka, trata de seducirla –aún no se ha casado con el padre de Arkadi–, y la besa, siendo rechazado por la joven con firmeza. Pável lo ve y, furioso, le reta a un duelo a pistola en el que éste resulta herido, lo que motiva que el amigo abandone la casa de los Kirsánov y Pável reconvenga a su hermano Nikolái para que se case con la joven.

La relación de Bazárov con Anna podría haber sido muy distinta si no hubiera caído en la rigidez de sus dogmas que, combinados con pasiones y sentimientos contradictorios, no sabe hacerlos compatibles. Considera –según su doctrina– que ese amor, que no consigue someter o encauzar de forma adecuada, es una manifestación animal, y él es un investigador. Esta situación conflictiva entre convicciones y sentimientos, le llevan al fracaso amoroso, primero y a la muerte después.

Bazárov, carente de la moral al uso de la que hace frecuente burla, se mantiene en su ideario como modelo normativo, sirve a la idea, está a su servicio. En el santuario de su fe no penetra ni la más mínima duda y todo lo hace encajar en su cientifismo doctrinario.

–¿Y usted supone que cuando la sociedad cambie ya no habrá ni estúpidos ni malvados? –le preguntó Anna [con una ironía que no captó Bazárov.]
–Al menos, en una sociedad correctamente establecida daría exactamente lo mismo que uno fuera estúpido o inteligente, malvado o bondadoso.
–Sí, lo entiendo. Todos tendrían el mismo bazo.
–Exactamente, señora.
(Capítulo XVI. p. 168)

Caso distinto es el de Arkadi que, aunque parece muy influenciado por Evgueni, no lo está tanto y sabe dar un golpe de timón a su vida, soltar las amarras que le sujetaban al amigo, dejarlo de lado y tomar sus propias iniciativas, convirtiéndose en un propietario acomodado con unos horizontes claros.

Pero el debate se localiza entre los dos arquetipos: Pável y Bazárov. Don Quijote, capaz de enfrentarse, en duelo a pistola, al irrespetuoso recién licenciado para lavar el honor ofendido de Fénechka, como una nueva Dulcinea. Empero, como el “caballero de la triste figura”, saldrá trasquilado en el lance, herido en lo físico, restituido en cuanto a su dignidad (cap. XXIV). Los capítulos siguientes están dedicados a las andanzas de Arkadi y Bazárov y el texto lo encuentro un poco difuminado. En cualquier caso aparecen personajes más bien caricaturescos, extravagantes, que me recuerdan a “Almas muertas”, de Gógol. Existen muchas idas y venidas, diálogos de resultados muy tenues, encuentros artificiosos y vacíos…

Ritmo

La trama en su conjunto, como digo, está llena de viajes y retornos, visitas, personajes… que, en su variedad e irrupción, mantienen la viveza del relato, aunque en algunos momentos la tensión se resienta. Ocurren muchas cosas, es indudable. Enfrentamientos verbales, enfados, y hasta el duelo a pistola entre Pável y Bazárov, que roza la tragedia, además del dramatismo del contagio y muerte del joven nihilista cuando había empezado a practicar la medicina ayudando a su padre –del que se burlaba por sus métodos anticuados– . Las páginas donde se relata su enfermedad, el largo proceso evolutivo, los altibajos deprimentes o esperanzados, son de una gran intensidad que se superponen, con garra, al transcurrir del resto de la novela.

Desenlace

En la visita que Bazárov hace a Anna, antes de retornar a su casa, ella le aclara que ha interpretado mal sus sentimientos y la amistad que le inspira. Pero sentimientos y amistad no es amor. Confundido y desmoralizado, se encuentra allí con Arkadi al que pone al corriente del duelo con su tío Pável y le felicita por el compromiso con Katia. Los amigos, aunque reconciliados, ya no vuelven a verse.

De vuelta al hogar familiar, Bazárov, para tratar de serenarse, ejerce la medicina y tiene la desgracia de contraer el tifus al hacer la autopsia de una persona que había padecido esa enfermedad. Sus padres le atienden como pueden en medio de la mayor zozobra y desesperación, hacen venir otros médicos, reciben la visita fugaz de Anna, que ha sido llamada, y asisten impotentes a su muerte.

Seis meses después, tras una comida familiar, Pável –que ha sabido renunciar a su oculto amor por Fénechka– se despide de sus deudos y marcha para no volver, quedándose a vivir en Dresde donde se comporta como un perfecto gentleman; Anna Serguéievna Odintsova se acababa de casar; la hacienda de los Kirsánov (padre e hijo) va mejor, el padre, Nikolái, ahora es Juez de Paz; Katia Serguéievna ha tenido un hijo; y dos decrépitos ancianos visitan con frecuencia la tumba de Evguéni. •

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(*) – Nihilismo (del latín “nihil”, nada, e ”-istmo” : Doctrina revolucionaria de origen ruso (siglo XIX) que, según su ideario, la organización de la sociedad es tan mala que hay que destruirla totalmente. ≃ * Anarquismo. (María Moliner. Diccionario. Madrid, 1998).

Nota- Las citas del texto proceden de la edición de Cátedra. Letras Universales. 2007. Madrid.- Traducción de Bela Martinova [Moscú, 1958; hija de dos “niños de la guerra”, padre asturiano y madre madrileña]. Es traductora literaria de ruso y Doctora en Filología Eslava. Los comentarios, igualmente se basan en el contenido de ese volumen.

miércoles, 3 de febrero de 2016

"La peste", de Albert Camus (I)

La novela fue publicada en 1947, poco tiempo después de celebrados los juicios de Núremberg (Noviembre de 1945 - finales de 1946), por lo que el ambiente político en Francia era muy crítico sobre algunos hechos de la guerra –la rápida capitulación del gobierno y sus efectos–, muy frescos en la memoria como para que los expedientes por crímenes y abusos cometidos en el país galo no hubieran reactivado los sentimientos. Camus, que había participado en la Resistencia durante la ocupación de Francia por las tropas alemanas, siempre había mostrado su repugnancia por la connivencia de una parte de sus compatriotas con “aquella plaga”.

En La Peste uno de los ‘blancos’ metafóricos de sus reproches lo sitúa en la tolerancia que se tuvo con el “foco infeccioso” en Francia, pero Camus también enjuicia y condena simbólicamente a los responsables que se había juzgado en Núremberg. No obstante, con más acritud, parece censurar la temprana rendición de París (Junio de 1940) “pervertida y doblegada” por la invasión alemana, que duró hasta 1944. Francia fue, con 75.000 civiles muertos por efectos directos de la guerra –después de Alemania–, el segundo país del frente occidental en número de bajas.

Otro de los principales mensajes que lanza el Nobel argelino es que las víctimas de la peste eran inocentes: como la mayoría de los caídos en una guerra; como la mayoría de los caídos en la II Guerra mundial, como muchos ciudadanos franceses seducidos o no por los ocupantes germanos.

Para él la guerra (igual que la peste) aniquila sin distinguir culpables de inocentes. Afecta a todos: buenos, malos, niños y adultos. Todos son rehenes de la situación. Los únicos libres son los que han escogido combatir, los que no se han resignado o rendido, los que se han sacrificado por sus conciudadanos.

Aquí, es sugerente evocar el comportamiento personal del autor: rechazó todo lo que pudiera parecer colaboracionismo durante la guerra, convertido en virtuoso intérprete de la resistencia activa a la peste nazi (y ante cualquier agresor de cualquier ideología). Lo hizo desde las trincheras editoriales y como director de Combat, el periódico clandestino de la resistencia francesa y, poco después, también se revolvería contra el estalinismo y a sus incondicionales como Sartre.

Sinopsis

A través de un narrador-protagonista asistimos al brote y propagación de una epidemia de peste bubónica que golpea la ciudad de Orán en tiempos más o menos contemporáneos. Siguiendo a diferentes personajes, y en particular al Dr. Rieux, uno de los médicos de la localidad, el lector es testigo de la extensión progresiva del foco inicial de la enfermedad y de las medidas de diversa índole que se van tomando desde que se detecta el primer caso. Mientras, se buscan los posibles orígenes y causas, se recaban ayudas, investigan sueros y vacunas y otros potenciales remedios, sin lograr –de ningún recurso– una respuesta favorable. El sufrimiento, la mortalidad y el terror acorralan a los habitantes de la población. Sólo unos pocos ciudadanos solidarios, que se sienten obligados a prestar apoyo, arriesgan su vida para luchar contra aquella plaga, olvidándose de sí mismos y del peligro del contagio. Tratan de ayudar a sus vecinos valorando que “hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio.”

Narrador

El narrador que relata los sucesos de “La peste” los organiza de forma cronológica, creando unos pocos personajes que protagonizan y dan referencia, a través de sus comentarios, de los acontecimientos que les toca vivir, de las reacciones que observan, las conductas y modos de pensar que se tejen a lo largo de la novela. De ellos, de varios de esos personajes, se va sirviendo el narrador para construir la ficción –como en el caso del uso de anotaciones e informes de Tarrou– y aportar así otros puntos de vista, ajenos a los suyos propios, como cronista de los hechos a los que está asistiendo.

Este narrador es uno de los principales protagonistas (casi al final sabremos que es el Dr. Roux), testigo cualificado, y parece hablar en nombre de todos. Realiza una especie de historia de lo que va aconteciendo a veces en primera persona testimonial, otras utilizando un modo impersonal “Se nos dijo que…”, pero en ningún caso parece saber más de lo que está contando en ese momento. No demuestra tener más conocimientos que el lector. Es más, renuncia a adelantar sospechas o indicios no confirmados con el fin de “no perjudicar a sus compañeros de peste con pensamiento que no tenían por qué tener”. Por diversos medios o recursos (incorporando las voces de terceros) o por otras técnicas, la novela-crónica de “La peste” consigue una unidad –según mi criterio– en buena parte debida al distanciamiento y principios de sensatez y cordura que mantiene este narrador ante los desgarradores efectos de la enfermedad y las limitaciones de todo tipo que impone el aislamiento del exterior y las cuarentenas interiores.

Con un lenguaje escueto y directo el relato es conciso como un reporte sumarial.

La filosofía de Albert Camus

Albert Camus, el hombre rebelde, alude en “La peste” –como esbozo más arriba y veremos más en detalle–, lo que será el eje de su filosofía basada en la convicción de lo absurdo de la vida terrena. Sólo puede ayudarse a los seres humanos –opina– a través de la justicia y la solidaridad, aunque admite que siempre habrá injusticia y no se llegará a superar el absurdo del “sin sentido” (sin causa, ni motivo, ni porqué). Pero defiende que ante la muerte de inocentes se debe atenuar el mal. Su credo era el principio del porqué de las cosas; todo ha de tener una causa que lo justifique y cuando ésta “causa”, cuando el hilo de causa-efecto no aparece, se llega –lo recalca– al “sin sentido”, a que se pueda considerar absurdo el universo y recelar de los principios universales de la existencia. Entonces, únicamente cabe la elección de arrimar el hombro, socorrer, aliviar; queda el recurso del humanismo. Como en “La peste”.

Camus es un activista del absurdo, porque, para él, la vida carece de sentido en un mundo ausente de Dios, como ya hemos visto; el dolor, la violencia y la muerte se hacen incomprensibles. Sin fe, sin una esperanza ultraterrena ¿dónde está el significado de la existencia? ¿Por qué luchar? Lo único que cabe es ser feliz en la vida –en ésta–, hacer cada uno su trabajo, y ayudar.

El humanismo que adopta se ha definido como una actitud vital basada en la conciliación de los valores humanos, sin otras creencias que lo relacionen con la religión ni con Dios (o al margen de ellas). Parece que en Camus su humanismo está motivado o exacerbado por el impacto que le causó presenciar la muerte de un niño atropellado por un camión, en Argel. Ante las lágrimas y desesperación de la madre del niño muerto, Camus dijo al amigo que le acompañaba en aquél momento: “Mira, el cielo no responde”.

La muerte de un niño por la peste aparece en las páginas de la novela: es el hijo del juez Othón, suceso que desencadena el enfrentamiento verbal entre Rieux y el padre Paneloux. Éste termina aceptando algunos argumentos del médico.

PANELOUX.― El sufrimiento de un niño no se puede comprender… RIEUX.― Rechazo la idea de una Creación en la que los niños son torturados… y yo no lucho por salvar a nadie, no voy tan lejos, es su salud la que me interesa.

Porque para el protagonista si el mundo es absurdo, si Dios no existe y la peste es también el mal, cualquier sufrimiento de los inocentes carece de sentido. Pero porque queda el hombre, lo humano, siempre es posible mitigar el dolor de la enfermedad, sin entrar en espiritualidades. A pesar del absurdo de la existencia, el Dr. Rieux (el alter ego de Camus) ve preciso combatir el sufrimiento y la muerte, aunque no se fuera médico. Es la rebeldía transformada en ayuda, compañía y sacrificio por los demás; no se trata de heroísmo. Es la honradez puesta de manifiesto por el médico: “No sé lo que es la honradez en general. Pero en mi caso sé que consiste en ejercer mi oficio”

"La peste", de Albert Camus (y II)

Personajes principales

En la diversidad de los personajes de la novela (bien definidos, asequibles, inteligibles) se despliegan las diferentes lacras extensibles –también– al “universo” conocido en las guerras (el egoísmo, el beneficio propio y la hipocresía, conviviendo con la honradez, la integridad, la lealtad y la solidaridad). A pesar de que la acción se sitúa en Orán, no aparecen musulmanes; el relato es para consumo doméstico, dentro de un contexto europeo, (cristiano o no, pero de su cultura).

Rieux.- Es el líder de quienes tratan de aliviar a los que enferman y los asisten en sus últimos momentos. Sincero, honesto y, por encima de todo, solidario.
Paneloux.- Es un cura y predicador intolerante. Cristiano integrista, inflexible, entiende la peste como un castigo divino.
Rambert.- Periodista en tránsito, procedente de París. Quería huir, volver con la mujer deseada que le esperaba en Francia, pero luego, tras muchas dudas, decide quedarse a combatir junto con los demás.
Cottard.- Intentó suicidarse. Está perseguido por la justicia, por lo que el aislamiento le viene bien. Cerrado al sufrimiento ajeno.
Grand.- Es un empleado del Ayuntamiento que se encarga de llevar las estadísticas de fallecidos. Bondadoso. Entregado a su trabajo. Al margen de sus preocupaciones está escribiendo un libro del que no ha pasado de una única frase que corrige y pule con constancia.
Jean Tarrou, vecino de Rieux. Rentista, amigo de los bailarines españoles. Historiador de las cosas sin historia y sobre las ratas (p. 25), toma notas de todo cuanto acontece. Es un hombre de intelecto, capaz, cuyas facultades se ponen de manifiesto en la conversación que mantiene con el Dr. Rieux con quien hace un profundo análisis de lo que sucede a su alrededor (p. 187-194).
Othón. Es Juez de Instrucción. Su hijo de pocos años muere de la peste, hecho que desencadena la respuesta de Rieux al padre Paneloux sobre “una Creación que tortura a los niños”.

El debate

“El único medio de luchar contra la peste es la honestidad” comenta Rieux en un momento determinado (p. 127) y Rambert, que al principio quería escapar de allí, responde que “como no tienen nada que perder (Rieux y Tarrou) es más fácil estar del lado bueno”.

No sorprende al lector, o no ha de hacerlo al seguir el hilo de la trama, la aparición de dos frentes opuestos de opinión. Por una parte Rieux, el médico, esencial en la lucha contra la enfermedad, piensa que si “El orden del mundo está regido por la muerte, quizás es mejor no creer en Dios y emplear todas las fuerzas contra la muerte”. En tanto que el padre Paneloux, en sentido contrario, argumenta con el anatema, la condena por el peso de la culpa según la maldición atribuida a Dios en el Antiguo Testamento; aunque, en el segundo sermón, cambia de criterio y reconoce que “el sufrimiento de un niño no se puede comprender”. Se refiere a la muerte del hijo del juez, que hizo decir a Rieux: “Rechazo la idea de una Creación en la que los niños son torturados... y yo no lucho para salvar a nadie, no voy tan lejos, es su salud lo que me interesa”.

Elementos simbólicos

Es evidente que el simbolismo tiene mucho peso en la novela. Ya lo hemos comentado. La ficción, la trama de significado distinto (subterráneo) a lo que estamos leyendo no es difícil de identificar, por ejemplo, con la alegoría, en primer término, del germen infeccioso, la bacteria causante de la enfermedad, de la peste que sin exigir una gran clarividencia lectora puede asociarse con el morbo ideológico, malsano, (sea nazismo, fascismo, oportunismo o espíritu de rapiña) que, por contagio, extienden las ratas. Es la peste que “cada uno lleva en sí mismo” (Tarrou). De modo semejante cabe reconocer las imágenes de los efectos de la guerra como flagelo y agente exterminador implacable e indiscriminado, donde “las víctimas son, a veces, verdugos.”

La "solución" propuesta por Camus es combatir el mal desde cualquiera de las estrategias posibles: haciendo frente a la guerra y la injusticia; poniéndose junto a los inocentes, en solidaridad con los ciudadanos anónimos, resistiendo con tenacidad, luchando con energía, incluso desde las letras, desde las páginas de los periódicos. Ese mal que extienden los invasores, la Alemania de Hitler, los poderosos, a veces de forma insidiosa pero que van contagiando a los débiles o menos luchadores, que terminan así haciendo de transmisores.

De dónde viene Camus

El día 21 de Agosto de 1944 se editó el primer número legal del diario Combat, hasta entonces publicación clandestina en apoyo de la Resistencia francesa, entre cuyos impulsores estaban Sartre y Albert Camus. Este último fue el autor de los editoriales sin firma (su origen era muy conocido) e invitó al entonces amigo, Sartre, a que escribiera una serie de reportajes sobre la liberación de París.

El periódico “El País” de 21 de Agosto de 1984 recuerda en un artículo de Feliciano Fidalgo, aquellos tiempos: “[…] uno de los editoriales de Combat, en una de las noches negras de la ocupación, fue literalmente masticado, comido y digerido por la actriz María Casares, compañera por entonces de Camus: los dos salían del diario, ya entrada la noche, cuando una patrulla nazi solicitó la identidad de Camus. Con anterioridad, al ver venir de frente a los alemanes, el autor de La peste, le dio a Casares el editorial de aquel día y, mientras registraban a Camus, la actriz, coruñesa de nacimiento, por miedo a su debilidad si a ella la cacheaban igualmente, se comió el papel”.

Forma y fondo

En un estilo casi periodístico, de una gran sobriedad, es fácil apreciar el mayor calado de los conceptos éticos sobre los literarios. En la novela sobresale el fondo sobre la forma lírica. Priman los pasajes que llevan al lector a la reflexión y no son escasos los monólogos o las amplias disertaciones, como la de Tarrou en la terraza del edificio donde vivía el viejo asmático que atendía el Dr. Rieux (págs. 187 a 194). El escritor-notario que registraba lo que ocurría cada día, habló con largueza sobre el horror de la justicia que él había vivido de cerca en el ejercicio de la judicatura de su padre, cuyas sentencias desencantaron y transformaron al adolescente de aquel tiempo alejándole de la persona a quien había admirado tanto. “Cada uno lleva en sí mismo la peste, porque nadie, nadie en el mundo está libre de ella […] Sólo sé que hay en este mundo plagas y víctimas y que hay que negarse tanto como le sea a uno posible a estar con las plagas (p.193).” Esta es la contribución de Tarrou (el hijo del magistrado) a la filosofía que emana de “La peste”: solidaridad con las víctimas a cambio de nada, sin esperar un futuro premio ultraterreno.

Ritmo

El relato –fácil de seguir– progresa de forma morosa, como distante, aunque cargado de tensión por la incertidumbre y gravedad de los acontecimientos que el narrador nos cuenta con minuciosidad de investigador, tanto que en muchas páginas (cuando refiere la evolución detallada del proceso que afecta a algunos enfermos) taladra, la sensibilidad del lector. Hay episodios en los que el sufrimiento de los afectados, las cuarentenas y el aislamiento impuestos a la población, añadidos a las reflexiones que la situación invoca en los personajes que luchan contra la pandemia, son una auténtica carga de profundidad. A ello se une que el lector es incapaz de atisbar o sospechar un final de la historia que dé solución literaria a la mortandad que se ha abatido sobre la ciudad y cómo podrán rehacerse los supervivientes. La sensación es que Camus ha llegado demasiado lejos para encontrar una solución fácil que, en efecto, no ofrece.

Tensión, incertidumbre, metáforas y reflexiones conducen a un final abierto, en el que el lector, el buen lector, puede proseguir sumido en la meditación, asimilando la carga filosófica de cualquiera de las posibles lecturas de “La peste”. Los que han tomado la responsabilidad de luchar contra ella ¿por qué luchan cuando les espera una muerte más que probable, cuando las esperanzas de salir con vida son nulas? ¿Por qué no han escapado de allí? Sobre todo los que no tienen fe en la existencia de algo ulterior y cuando en Orán ya no tienen a nadie que los retenga.


Nota.- Las citas y los comentarios están basados en la edición de Seix Barral S.A.1963. Traducción de Rosa Chacel.

lunes, 1 de febrero de 2016

"La Cartuja de Parma", de Stendhal

Stendhal, seudónimo con el que es conocido Henri-Marie Beyle, nació en Grenoble (Francia) el 23 de enero de 1783. Hijo de un abogado, perdió a su madre a temprana edad por lo que fue criado por su padre y una tía. Estudió en Grenoble y luego se fue a París donde se alistó en el Ejército tomando parte en las campañas de Napoleón, a quien siempre admiró y consideraría como un héroe. Después de la toma de París por los aliadosde en 1814 se exilió voluntariamente a Milán, a la que consideró como la ciudad de sus sueños. No obstante, perseguido por liberal tuvo que abandonar esta metrópoli asentándose, a temporadas, entre Londres y París donde frecuentó los salones literarios. En 1831 fue nombrado cónsul de Civitavecchia, en los Estados Pontificios. Murió en París, en 1842.

Su obra literaria se encuadra dentro del movimiento realista, debiendo recordarse la definición que hacía el propio Stendhal de la novela: “es un espejo que se pasea a lo largo del camino y refleja lo que se encuentra (sea elevado o miserable, moral o inmoral...)” por lo que casi siempre elude enjuiciar los hechos que narra en un intento serio de ser objetivo o neutral. Los temas que abarcan sus obras son muy variados: burguesía, aristocracia, mundo rural, caciquismo, política, proletariado, infidelidad conyugal, vida conventual, etc. contados con todo lujo de detalles y minuciosidad.


La Cartuja de Parma fue publicada en 1839 (aunque ya hacía nueve años que la tenía escrita) y, al igual que otros grandes literatos del siglo XIX, Stendhal jamás se preocupó por parecer original, sino que para inspirarse aprovechaba los conflictos y crónicas conocidas, como en el caso de La Cartuja, basado en el “Origen de la grandeza de la familia Farnesio”, un panfleto que había caído por casualidad en sus manos y que, añadido a las vivencias de sus andanzas de viajero por Italia y la admiración que sentía por Napoleón, fueron elementos suficientes para recrear la atmósfera cortesana de la época y, con innata maestría, introducir tramas e intrigas que, en su modo de contar, sí son debidas, en exclusiva, a la calidad de su pluma. En estas páginas, no obstante, pueden encontrarse abundantes rastros del romanticismo que le precedió como movimiento literario.

El protagonista de La Cartuja de Parma, Fabrizio del Dongo, es un joven milanés de 17 años al inicio de la novela y sus aventuras se sitúan en los últimos tiempos del dominio napoleónico en Europa. Nacido en el seno de una familia aristocrática, era especialista en meterse en líos y entusiasta defensor de las nuevas ideas revolucionarias. Como admiraba con fervor a Napoleón, a toda costa y a pesar de su minoría de edad, trató de incorporarse a las fuerzas del emperador en Waterloo. En Junio de 1815, tras algunas peripecias consigue unirse a un grupo de soldados en retirada con los que interviene en varias refriegas, sin entender lo que está sucediendo y ni siquiera estar seguro de haber participado en una batalla. Este magnífico episodio, donde resultó herido, es de un gran realismo y, más tarde, ha inspirado –se dice– a otros escritores en la narración de grandes batallas; al Tolstoi Guerra y Paz, por ejemplo.

De vuelta a Italia, tras un exilio en Suiza por supuesta colaboración con las tropas napoleónicas, las diferencias con su padre y el odio de su hermano mayor –futuro heredero familiar de títulos y fortuna–, le animan a acogerse, en Parma, al amparo de su tía Gina, la duquesa de Sanseverina (hermana de su madre), que había estado casada con un militar napoleónico y que siente por Fabricio una marcada inclinación amorosa, lo que induce a la duquesa a conseguir de su amante efectivo –el conde Mosca, primer ministro del principado–, que tutele las andanzas de Fabrizio. Entre ambos, le quitan la idea de hacerse militar y le convencen para que escoja la carrera eclesiástica, en la que enseguida apunta un futuro prometedor.

Al regreso de sus estudios religiosos, se convierte en el blanco de los enemigos políticos del conde y se ve envuelto en diferentes aventuras llegando a pelearse, por motivos amorosos, con un actor (Giletti) al que da muerte, lo que le pone de nuevo en fuga hasta caer en una trampa y ser encarcelado en la Torre Farnesio de Parma. Ante esta circunstancia, la condesa Sanseverina, planea diversas tramas para liberarle, mientras Fabricio ha descubierto, desde la ventana de su celda, a Clelia Conti, la hija del alcaide de la prisión, de la que se enamora a distancia. Cuando, por fin, las intrigas de la duquesa tienen éxito y Fabricio consigue fugarse, todavía es precisa la mano y los contactos de la Sanseverina para que, en juicio público, sea exculpado del crimen de que se le acusaba, aunque para asegurar su vida ha de exiliarse una vez más. Para entonces, Clelia, la hija de su carcelero, se ha casado con un rico marqués y prometido a la Virgen que nunca más volverá a ver al antiguo prisionero. La joven quizás hubiera mantenido su promesa, pero el príncipe de Parma, firmante de la condena de Fabrizio, muere envenenado y le sucede su hijo quien sí autoriza el regreso a la ciudad del futuro cartujo que vuelve a encontrarse con Clelia. Se convierte en su amante y tiene un hijo con ella, pero las cosas se precipitan. Tanto el niño como ella enferman y mueren consecuencia imprevista de los últimos complots ingeniados por Fabrizio.

Entonces se retira a la Cartuja de Parma, situada en los bosques próximos, donde murió un año después.


Como hemos anticipado, la batalla de Waterloo es una de las partes de la novela que más ha llamado la atención. Es vivida desde tan dentro por Fabrizio que no sabe si el grupo al que se ha juntado ataca o huye, si avanza o retrocede; carece de perspectiva y sólo los uniformes distinguen de qué lado se combate. Tan confuso es todo que, por ello, duda de si ha asistido a una verdadera batalla.

”La guerra no era, pues, ese doble y magnánimo ímpetu de almas amantes de la gloria, que se había figurado, leyendo las proclamas de Napoleón”.

Luego, ya superada la conflagración, La Cartuja de Parma nos va mostrando actitudes, personajes, escenarios y psicologías. Se revelan las costumbres y los vicios libertinos de una sociedad que, a la vez que en sus aspectos políticos, está claramente inspirados por el genio de Maquiavelo. De modo similar, por sus semejanzas, hay quien dice que pudiera haber sugerido algunos pasajes de El Gatopardo de Lampedusa: en sus figuras aristocráticas, la burguesía que emerge con fuerza, el interesado papel del clero, etc.

Los personajes, muchos de ellos espíritus distinguidos a pesar de su origen humilde, hacen gala de su carencia de escrúpulos y del engaño para lograr su ascenso social. En cualquier caso es un pequeño universo (alrededor de cien personajes) manejados por Stendhal con facilidad, ocupando cada uno su lugar y pareciendo que nadie sea superfluo en el conjunto de la novela. De los protagonistas principales nos parece curiosa su actitud y maneras. Desde las primeras páginas, se ganan la complicidad y simpatía del lector pese a que los encontremos, desenvueltos o arrogantes, seguros de sí mismos y un tanto lujuriosos.

Mención aparte merece la posición, de exquisita “neutralidad”, del narrador que trata por igual la hipocresía que la generosidad. Es posible que esta neutralidad proceda del hecho de que la historia le fue contada y documentada, como indica en la “Advertencia” al inicio de la obra, y no quiso cambiar nada de lo que le transmitieron. No obstante, sí que en la última etapa de Fabricio puede apreciarse un gran cambio. En la novela moderna (y ésta lo es) el tiempo pasa y se ve el desgaste, la degradación de la vida. Es el caso de Fabricio –que siempre persiguió la felicidad–, sólo fue feliz cuando careció de todo, hasta de la libertad en la prisión; no se percibe que la infamia o el deshonor, le afectasen en sus ilusiones. Luego, al final, sí consideró la inutilidad de todas las riquezas obtenidas, repartió todos sus bienes, renunció a sus cargos y se retiró a la Cartuja. Ya no tenía nada, sólo “mucho que purgar” consigo mismo.

En lo que corresponde al espacio literario, la descripción de los paisajes rurales y urbanos de las escenas del norte de Italia (bellos y soleados bosques, las campiñas, los castillos y los palacios, el lago Como) permite al lector apreciar la vida de aquellos lugares, incluidas las intrigas palaciegas –uno de los rasgos distintivos de la obra–. Este lector se pasea en medio de aristócratas más o menos corrompidos, burgueses ambiciosos, jueces, policías, clérigos, criados, campesinos y gentes del pueblo llano (adictos o no a la Iglesia o al gobierno); sufridos, ignorantes y verosímiles hoy día.

Desde un punto de vista psicológico puede destacarse cómo se muestran los complejos caracteres, los perfiles de los personajes, en especial de los centrales: La intrigante, seductora e inteligente Gina, duquesa Sanseverina, por la que su sobrino siente gran afecto pero no amor verdadero, lo que, sin duda, les impide convertirse en amantes; el maquiavélico conde Mosca, primer ministro; los príncipes de Parma (padre e hijo), aferrados al poder, ambiciosos..; la pasión de Clelia, reprimida durante largo tiempo, y el propio Fabricio, valeroso y romántico, en busca constante de aventuras y gloria nos parecen, por sus defectos, como si fueran de carne y hueso, de un realismo notable. Están tan vivos, con sus ideas y arrebatos, que nos admiran o nos dan inmensa lástima.

El ritmo de la narración si bien en algún momento decae en intensidad, es uno de los puntos fuertes de La Cartuja de Parma pues el fondo argumental es de continuada tensión entre guerras, amores jóvenes y maduros, duelos, revoluciones, cárceles, traiciones, fugas, peleas, crímenes, envenenamientos... y siempre la intriga, la conspiración. Pero, a pesar de la riqueza de la acción, de las numerosas aventuras que acaecen y las mil intrigas que se orquestan –las maniobras de la nobleza y el clero–, la historia que nos cuenta La Cartuja de Parma, es creíble, nada de lo sustancial, ni el estilo ni el temple de los protagonista, parece forzado o inexplicable per se y esto es, quizá, lo que mantiene su actualidad casi doscientos años después de escrita. La corrupción a determinados niveles, las traiciones, las guerras, etcétera siguen ahí como materias de “uso y costumbre”.

Una de las sorpresas que nos depara esta novela es que, contra lo esperado, durante páginas y páginas, el papel desempeñado por La Cartuja que da título a la novela es irrelevante (no aparece en el relato) y solo se justifica porque es el lugar al que se retira Fabricio para vivir el final de su vida; sin más trascendencia. Más asombro nos proporciona el entorno de La Cartuja si tratamos de situar el texto en los escenarios que hubieran podido inspirar a Stendhal. En este caso nos encontramos con una colección de falsificaciones, como han puesto de manifiesto varios estudiosos y críticos. La Cartuja de Parma nunca ha existido, ni la altísima torre de Farnesio, ni la novela es una creación de Stendhal, como hemos visto en la “Advertencia” del libro. Es la novela de los engaños según puede apreciar el lector. Las cartas y firmas falsas están a la orden del día en la trama; Fabricio tan pronto cambia de imagen como usa de disfraces diversos, aunque puede que en menor número que las mentiras hilvanadas por el Príncipe, como buen político. En conjunto, no existe ningún demérito, estamos hablando de ficción, de literatura.

A pesar de que los ejes sobre los que se asienta La Cartuja de Parma puedan ser el personaje de Gina, “la Sanseverina” y el espíritu maquiavélico que rodea su mundo y sus actuaciones, no deja de llamar la atención la presencia –que casi llega a sorprendernos–, o el papel tan preponderante que desempeñan en aquella sociedad corrupta, los nobles y la clerecía. Los primeros viviendo siempre entre conspiraciones y amoríos adúlteros y los segundos entendiéndose de tú a tú, poderosos y mundanos, con aquella aristocracia. No cabe duda de que la novela encierra una crítica, aunque en tono burlón, de todos los niveles sociales, pero quizás es en los eclesiásticos donde pone el acento mostrando sus faltas y deslices: párrocos, confesores, canónigos, arzobispos... en amplia colección, suelen aparecer al servicio de la nobleza a veces con actitudes ingenuas o temerarias. Esto sin tener en cuenta las críticas de Fabricio por la enseñanza recibida de los jesuitas “Para saber cuáles son las culpas de uno hay que preguntárselas al cura...” (capítulo XII), no obstante, al final, en una sutil evocación, se dice que “Fabricio era muy creyente para recurrir al suicidio” (tras la muerte de su hijo y Clelia). Esperaba verlos “en otro mundo mejor…”

Es indudable que la atmósfera y ambientes descritos por Stendhal merecen una cita especial. Hay que subrayar su inspiración al describir la corte de Parma, sus sabrosos personajes y costumbres históricas (sin pertenecer a lo que hoy se conoce como una “novela histórica”, pero insertados en episodios de carácter auténtico). Actos de novela picaresca y políticos canallas, en una especie de colección de todo aquello que no se ha de hacer; recreados en sus escenarios naturales: calles, salones y palacios e iglesias... historia.

El éxito literario de La Cartuja reside en la trama del relato, cuya estructura puede considerarse lineal aunque se dan algunos saltos atrás o adelante. La historia de los cuatro personajes principales, llena de matices y pasiones inestables a lo largo del tiempo, se enfrentan entre sí, retroalimentándose, y son quienes hacen avanzar la novela. A pesar de que el narrador, en algunas ocasiones, dice que para no alargarse resume la acción, la carga de acontecimientos puede resultar en algunos momentos excesiva para el lector. Quizás algunas páginas podrían haberse suprimido sin menoscabo del conjunto de la ficción y, por el contrario, al final, el relato de la enfermedad y muerte del niño y de Clelia y la decisión de Fabrizio de recluirse en la Cartuja están, sin duda, abreviados en exceso. Como si el autor se hubiese dado cuenta de que ha superado el tamaño aconsejable de la obra y acelerara su conclusión, recortando el texto.

Para finalizar estas notas creo que es imprescindible, al menos parece difícil de evitar, la comparación entre las dos obras fundamentales de Stendhal: La Cartuja de Parma y Rojo y Negro. Hay pocos críticos que al tratar de una obra no se hayan considerado obligados a citar la otra. Desde mi punto de vista, de simple lector, estas dos novelas mantienen clara relación de familiaridad y estilo, en especial, entre Julián Sorel y Fabricio si bien son dos personalidades distintas. El primero me parece que tiene un “plan de carrera” más definido que Fabricio, que vive al día, dominado por el azar y la aventura. Del mismo modo en el universo de ambas obras aparecen elementos similares: la nobleza, el estamento militar, el poder, el clero, los amores desbocados y figuras como el protector o consejero de jóvenes en conflicto. Y, aún dentro de esta “consanguinidad”, personalmente me inclino en favor de Rojo y Negro que encuentro de mayor peso específico y profundidad. En sus páginas hay actitudes, conductas y reflexiones que han quedado fijadas para la posteridad, lo mismo que Julián Sorel que ha sido añadido a la galería de los grandes personajes de ficción donde ocupan plaza Don Quijote, Sancho, Hamlet o las más jóvenes, y en representación de las féminas, Ana Karenina y Madame Bovary.□