lunes, 12 de septiembre de 2016

"Continuidad de los parques", de Julio Cortázar

Como lector, a veces minucioso, me resulta difícil determinar qué cuento de Julio Cortázar es el que más me agradada, resistiendo el impulso inicial de citar Casa Tomada, uno de sus relatos más reconocidos, que surgió fruto de una pesadilla que tuvo mientras dormía, según ha dejado dicho el propio Cortázar. En el sueño sucedía algo que no pudo identificar; una cosa espantosa y ruidosa se desplazaba a lo largo de las habitaciones y le obligaba a ir retrocediendo hasta quedarse al borde de la calle, momento en que despertó. De inmediato lo puso sobre el papel y luego ese texto, surgido de forma tan fantástica, ha tenido diferentes lecturas y se ha interpretado en clave política, de signo peronista para ser más exacto.

De entre los cuentos de Julio Cortázar, que no son pocos ni fáciles de apurar en su contenido, me he querido centrar para este comentario en “Continuidad de los parques”, tal vez el más breve (poco más de una página, apenas dos) pero, seguro, que de los más difíciles de esclarecer su artificio en detalle; de lograr que el lector participe en el grado necesario para su óptima degustación.

Por mi parte lo he leído y analizado con detenimiento en varias ocasiones y, ahora, me decido a retomarlo y plasmar por escrito mi parecer, aunque sea con la brevedad que quiero ofrecer en estas notas.

Haciendo una lectura superficial, casi ociosa, enseguida llama la atención que Cortázar escribiera un relato tan breve si no existieran otros elementos ocultos de mayor dificultad de acceso que los que ofrece en primera instancia esta aventura. Empezando por el título sin duda extraño; plantea los límites donde se disuelven los dos hilos de una trama, la continuidad de lo que acontece en un parque, el del “lector” en la casa del “parque de los robles” y el encuentro de los amantes en la “cabaña del bosque” según la novela.

Desde mi punto de vista destaca la originalidad de la faceta argumental que nos ofrece el narrador, omnisciente y en tercera persona. Primero nos facilita algunas referencias y gustos del protagonista de la historia y, luego, cede la voz y sitúa el punto de vista en este personaje para que nos transmita algunos detalles de la ficción que está leyendo y cuyo contenido conocemos a través de sus ojos. La novela, avanzando en paralelo con el cuento, nos indica que el hombre, satisfecho, cómodamente sentado en su sillón de terciopelo, va leyendo y asimilando

“Palabra a palabra […] fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por un chicotazo de una rama.”

Sigue un episodio del enredo novelesco, donde el hombre aclara a la mujer con la que se había reunido que aquella vez no estaban juntos para dedicarse a regocijos pasionales y que un puñal –“se entibiaba contra su pecho”– para conseguir una libertad que les estaba vedada. Hicieron repaso de todo lo que planeado, que no podía fallar, y tiene lugar la acción en la que se produce la fusión de los hilos conductores, de los dos espacios o ambientes: el parque que aparece en el libro que lee el personaje y el parque que nos describe Cortázar. Un sobresaliente ejemplo de literatura fantástica, en el que todo parece real, cotidiano, hasta que aparece el fenómeno inexplicable, trasgresor, de lo que “no puede ser”.

“Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró.”

El desenlace es súbito y abierto. El sillón verde nos sitúa. La historia acaba siguiendo un orden circular, enlazando con el principio. El hombre que está leyendo en aquella novela su propio asesinato, altera el realismo del texto.

Un juego literario de los que tanto gustaban a Cortázar.

"El sur", de Jorge Luis Borges

Este es uno de los cuentos que más me ha gustado de cuantos he leído, de esos que no se olvidan y al que se vuelve de vez en cuando. Hace una veintena de años, o puede que más, lo leí por primera vez. Según dejó escrito Borges en el breve prólogo, estaba convencido de que era uno de sus mejores relatos, quizás el mejor y, por si nos despistamos, señaló que no tiene una única lectura. Ese comentario lo incluyó en “Artificios” a cuyo libro fue “agregado” El sur en 1956. La primera edición data de 1944, y el modesto ejemplar que tengo en mi poder reza que está editado por EMECE Editores de Buenos aires en 1979.

Juan Dahlmann, el protagonista y bibliotecario del municipio, es descendiente de Johannes Dahlmann, un alemán que llegó a Argentina en 1871 y, por línea materna, es nieto de Francisco Flores, militar de línea, que murió lanceado por los indios Catriel en la frontera de Buenos Aires. Una mezcla de linajes en la que prevalece el alma argentina y el amor apasionado por las tierras del sur, donde Dalhmann tenía una hacienda.

Un aciago día, cuando Juan subía a su apartamento bonaerense, leyendo, absorto y apresurado se golpeó con el filo de una ventana de la escalera, que alguien olvidó cerrar, y se hirió en la cabeza. Tras unas jornadas en casa, febril, empeorando a ojos vistas, tuvo que ser ingresado en una clínica hospitalaria, al borde de la muerte.

A partir de ese momento se pueden hacer –al menos– dos lecturas distintas del relato, como había anunciado Borges: el de perspectiva realista, inquietante, trágica, pergeñado con detalle; y una segunda interpretación que elude ese realismo para adoptar una forma fantástica, ambigua y difuminada. Las imágenes del hospital son confusas; Dahlmann parece estar allí y, a la vez, en el sur, camino de su hacienda, porque los médicos –a pesar de la aparente gravedad– le han dado de alta a la vista de su admirable recuperación. No se sabe muy bien si está camino del sur, porque su mejoría sea cierta o es, simplemente, una ensoñación que responde a sus anhelos de hacer ese viaje.

Cuando los amigos le visitaban en el hospital “Dahlmann los oía con una especie de estupor y le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno…”. Es la primera señal de que algo extraordinario ocurría, además de que “en los días y noches que siguieron a la operación pudo entender que apenas había estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su boca el menor rastro de frescura”

Al salir del hospital cogió el tren para volver a su rancho y se puso a leer, aunque no perseveró demasiado; prefirió “dejarse simplemente vivir” […] Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren […] Todo era vasto pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto […] Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al sur”

Cuando el tren se detuvo en medio del campo, antes de la estación habitual, caminó un rato hasta llegar a un almacén-cantina, en el que ofrecían de todo, y aprovechó para comer. No se extrañó de que el patrón le llamara por su nombre, “Señor Dahlmann”, al pedirle que no hiciera caso de aquellos hombres, más jóvenes, que le gastaban bromas. Pero se encaró con ellos antes de que uno sacara un cuchillo, poco antes de que una daga cayera a sus pies y se viera obligado a pelear con un puñal que no sabía esgrimir: “el arma en su mano torpe no servía para defenderlo, sino para justificar que lo mataran”.

“No hubieran permitido en el Sanatorio que me pasaran estas cosas”, pensó.

Debían salir al exterior para dirimir la disputa, a cielo abierto, y volvió a recordar el sanatorio, a los médicos cuando le clavaban agujas. Con el cuchillo en la mano siguió a los demás.

“Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, esta es la muerte que hubiera elegido o soñado.”

Como conclusión a esas lecturas que sugiere Borges –“básteme prevenir que es posible leerlo como directa narración de hechos novelescos y también de otro modo”–, podemos anotar que lo equívoco y la ambigüedad predomina sobre otras contingencias; que, en realidad, Dohlmann murió en el hospital, que su viaje al sur fue un sueño; que la añoranza le crea alucinaciones donde mezcla pasado y presente; que murió soñando una muerte más heroica y romántica que la que se produce en una cama de hospital; al estilo criollo, como su abuelo Flores; gustando morir por lo que ama, el sur.

Aparte de las citadas, existen más evidencias de que el viaje fue un sueño: cuando acaricia a un gato cuyo “contacto era ilusorio y que estaban como separados por un cristal” o “como si a un tiempo fuera dos hombres”: el que viajaba y el que estaba postrado en un sanatorio. Y otras pruebas nebulosas que Borges conjuga en este relato con singular estilo literario, desvaneciendo los conceptos de tiempo, espacio y realidad.

No se lo pierdan, corran a leerlo.