miércoles, 27 de enero de 2016

Albert Camus y Paul Sartre. Del aprecio a las discrepancias

Albert Camus era el segundo hijo de una familia de colonos franceses en Argelia (de los conocidos como “pies negros” según se apodaba a los repatriados que habían residido en la colonia). Nació en 1913 en Mondovi (Argelia francesa) y murió en Francia, en 1960, en un accidente de coche sobre el que hubo algunas especulaciones –no silenciadas aún– como la que alimentaba sospechas de que había muerto a manos del KGB (policía secreta soviética) por el rechazo del escritor a la invasión rusa de Hungría, o por su apoyo a la candidatura de Boris Pasternak (1890-1960) para el Premio Nobel de Literatura de 1958 (El País, 5-11-2011).

Cuando recibió el premio Nobel de Literatura en 1957, «Por su importante producción literaria, que con una seriedad clarividente ilumina los problemas de la consciencia humana en nuestra época», el discurso de investidura se lo dedicó a su antiguo profesor, el Sr. Germain Louis, al que escribió una breve carta (19 Noviembre de 1957), en cuanto tuvo constancia de la distinción que le había sido concedida:

“… Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza y su ejemplo, no hubiera sucedido nada de todo esto.”

Viviendo en Argel, se hizo miembro del Partido Comunista (1935), que no tardó en abandonar como acto de protesta por la firma del pacto germano-soviético (1939) incorporándose a renglón seguido a la nómina del Diario del Frente Popular. Después, en 1940, se vio obligado a emigrar a París entrando a trabajar en Paris-Soir y para la editorial Gallimard. Luego, durante unos años, asumió la dirección de Combat periódico de la Resistencia francesa en la que colaboraron –aparte de Camus–, Sartre, Malraux, Raymond Aron y otros intelectuales.

Fueron famosas sus disensiones con su amigo Jean Paul Sartre, con quien compartía ideas sociales y aspiraciones a un orden más justo. El primer enfrentamiento se debió a la sorprendente y dura crítica del libro de Camus, “El hombre rebelde”, realizada por Sartre en el periódico patrocinado por él –Les Temps Modernes–. A eso siguieron otras escaramuzas para las que existen tesis y razones variadas; unos, suponen que la causa fue la reprobación pública de Camus a los campos de trabajo de Stalin (los Gulag), rechazo que Sartre se negó a manifestar. Mientras, otros, remiten a la existencia de rencores íntimos y celos personales y profesionales como, por ejemplo, los debidos al éxito de “El extranjero” y “La peste” (libros de los que se vendieron enseguida unos diez millones de ejemplares), sin desdeñar un teórico resentimiento porque a Camus se le concediera el Premio Nobel siete años antes que a Sartre, o por su éxito con las mujeres… El antagonismo se mantuvo siempre –aun tras la muerte de Camus– a pesar de algunos gestos amistosos intercalados y el respeto que Sartre nunca ocultó, según recoge con amplitud el filósofo y amigo de ambos, Bernard-Henry Lévy en su libro “El siglo de Sartre” (Círculo de Lectores. Barcelona, 2001). Este pensador pone en boca de Sartre refiriéndose a Camus “Al estallar la guerra usted se comprometió resueltamente con la Resistencia” y, luego, añade más reconocimientos: “usted vivió ese momento con mucha más intensidad y entrega que muchos de nosotros (incluido yo mismo)”. «Todo un homenaje» apostilla Lévy (p.387).

El conjunto de la obra de Camus se basa en sus reflexiones sobre la condición humana. Con el espíritu de rebeldía que siempre le acompañó se opuso a todas las doctrinas que distrajesen al hombre de lo humano, fueran éstos credos cristianos, marxistas o existencialistas; y, desde luego, exteriorizando su poca o ninguna fe en la existencia de Dios. Su sencilla filosofía la definió como “filosofía del absurdo”, en la que manifestaba su convencimiento de que “la existencia humana es un perfecto absurdo para quien no tiene fe en la inmortalidad” (El mito de Sísifo. Alianza editorial. El libro de bolsillo. 2004)

domingo, 24 de enero de 2016

Marcel Proust y "Por el camino de Swann"

La primera parte de “Por el camino de Swann” (1913), lleva por título Combray y, a través de la memoria y la conciencia de un narrador-protagonista sin nombre, en primera persona en su mayor parte, evoca de forma romántica, bucólica, los lugares, paisajes y personas con los que “convivió” en su infancia y juventud, así como las reflexiones íntimas, las emociones y sentimientos que le inspiraron aquél tiempo pasado.

Entre muchos lectores existe la creencia de que los siete volúmenes de “En busca del tiempo perdido” –cuya lectura casi nadie ha completado– es un relato autobiográfico, lo cual está lejos de la realidad. El narrador ni siquiera es asmático u homosexual como Proust. Debo advertirlo antes de cualquier otra cosa: se trata de una novela, o sea, estamos leyendo una ficción aunque algunos pasajes guarden una aparente fidelidad o proximidad con episodios y paisajes de la vida del autor como tendremos ocasión de verificar. El mérito, analizado por los estudiosos de su obra, fue escribir una novela sin trama y sin intriga, al margen de la literatura teatral que amparaba al género en aquellos tiempos en los que el teatro abundaba en matices novelescos, y viceversa. De teatro novelesco tenemos muy próximo el ejemplo de Valle-Inclán y su “Luces de bohemia” tan apta para ser leída, como representada sobre un escenario.

Como digo, en “Por el camino de Swann” no existe lo que entendemos normalmente por “argumento”, estructurado desde Aristóteles (Arte poética) en las fases de planteamiento, nudo y desenlace. En esta novela “no pasa nada” o lo que pasa es muy sutil, pero capaz de romper con los modelos orientados al realismo contemporáneo de la literatura del siglo XIX.

Otra aportación -capital− de Proust a la novelística consistió en advertir que la vida no puede entenderse en el mismo instante en que es vivida sino a través de la perspectiva, del recuerdo y re-interpretación de los hechos, una vez destilado su significado a través de la meditación. Recordar, para él, era terminar de vivir, según el criterio de Pedro Salinas (1891-1951) expuesto en el estudio preliminar de las tres primeras novelas de “En busca del tiempo perdido” de las que fue traductor entre 1920 y 1931 (Obras Completas Aguilar; en edición facsímil de RBA, 2004). Quiero subrayarlo; para Proust la correcta apreciación de las cosas sólo se logra a través de la evocación, del recuerdo, aunque sea de forma subconsciente como ocurre en el episodio de la “magdalena”, que luego trataremos. Es el afán de instalarse en los mejores momentos de felicidad de la vida y revivirlos, o grabárselos en su conciencia mediante un esfuerzo de atención.

Revisando el entorno de la obra de Proust, igualmente me parece muy inspirada la reflexión de André Maurois (1885-1967) sobre los sitios en los que hemos crecido, los rincones que nos han acogido y que menciona el crítico Varela Jácome (1919-2010): “En vano volvemos a los lugares que hemos amado. No los veremos jamás porque no estaban situados en el espacio, sino en el tiempo, y el hombre que los busque no será ya el niño o adolescente que los decoraba con su ilusión”. En “Por el camino de Swann” somos testigos de la profundidad y extensión de las divagaciones, titubeos y discursos inconexos de la conciencia auto-analítica, irónica a veces, y observadora en su amplio contexto, del alma del narrador. Exclusivamente. Podemos acceder al “yo” de este ser tan especial, y seguirle en sus consideraciones más recónditas, para completar la memoria de la existencia, pero en ningún caso podemos asomarnos –sin su intermediación– a las emociones de ningún otro personaje. Sus vidas interiores –sin su interpretación– nos están vedadas. En el alma del protagonista, la pasada realidad ya desaparecida y “olvidada” retorna a cada paso actualizada, y las cosas más triviales en su día se vuelven reveladoras: un sabor, un perfume floral, una imagen recobrada.

El narrador-protagonista omnisciente, se extiende en anécdotas y vivencias –recuperadas, repensadas algún tiempo después– de las que fue testigo o supo de ellas al filo de testimonios o comentarios de familiares y amigos que compartían con él los periodos vividos en Combray y sus cercanías.

En frecuentes flujos de conciencia (previos a James Joyce [1882-1941] o Virginia Woolf [1882-1941]) aparecen como ejes principales de la memoria recuperada del protagonista –completándola según la opinión de Proust–, sus felices recuerdos y percepciones infantiles, el cariño, la pasión casi enfermiza, que siente por su madre, el beso después de acostarse y antes de dormir, los celos de quien le hurtaba aquella obligada costumbre, a veces inadvertidamente (su padre), las visitas que con su presencia rompían aquellos hábitos familiares, las frecuentes apariciones del señor Swann, las cenas con invitados… O bien emergen añoranzas de los momentos felices, aquellos paseos familiares, la hora de la misa, las imágenes de los viejos edificios de Combray, la iglesia de San Hilario, con la aguja de su torre… pero sobre todo, por encima, flota su dependencia de las expresiones de cariño de su madre.

Los personajes más significativos en esta primera parte están encabezados por su madre y su tía Leoncia, que en el primer tercio del relato propician la conocida secuencia de la “magdalena”.

“Hacía ya muchos años que no existía para mí de Combray más que el escenario y el drama del momento de acostarme, cuando un día de invierno, al volver a casa, mi madre viendo que yo tenía frío, me propuso que tomara, en contra de mi costumbre, una taza de té. Primero dije que no, pero luego, sin saber por qué, volví de mi acuerdo. Mandó mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman magdalenas, que parece que tienen por molde una valva de concha de peregrino. Y de pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro día tan melancólico por venir, me llevé a los labios una cucharada de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquél trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que le causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa, pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal.” (p. 60-61)

Habían pasado “muchos años” pero buscó con tesón el origen de aquella alegría, de aquella intensa felicidad y se dio cuenta, sin ninguna duda, que no estaba ni el en té ni en la magdalena y que por más que intentara rescatar aquella “sensación fugitiva”…

"Indudablemente lo que así palpita dentro de mi ser será la imagen y el recuerdo visual que, enlazado al sabor aquél, intenta seguirle hasta llegar a mí.” (p.62)

Indaga acerca de dónde estaría la conexión entre aquel sabor y las sensaciones placenteras que le despiertan, las circunstancias y en qué tiempo pasado se produjo aquella confusión de aromas y felicidad. Hasta que el recuerdo, involuntario, se fue ubicando. El sabor tenía su origen en casa de su tía Leoncia, de allí venía el significado, allí estaba el germen del deleite que le invadió cuando tomaba el té con su madre.

“Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tila, los domingos por la mañana en Combray (porque los domingos yo no salía hasta la hora de misa) cuando iba a darle los buenos días a su cuarto […] Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo.”(p.63)

No obstante, todavía tardaría en averiguar por qué aquél sabor le había hecho sentirse tan feliz. Aquel sabor evocaba las casas, las calles, el pueblo en su conjunto, la plaza, los recados, los caminos, los colores, las flores de su jardín, los personajes, los amigos de casa, el parque del señor Swann, las buenas gentes del pueblo, las casitas pequeñas, la iglesia… y sin duda, además de aquellos espacios, evocaba el tiempo, su infancia.

“…Y Combray entero y sus alrededores, todo eso, pueblo y jardines, que va tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té.” (p. 64)

Aparte de su madre y su tía Leoncia, es muy elevado el número de personajes que circulan por la novela y dan lugar a comentarios introspectivos y anécdotas de la época de su niñez que, pasado el tiempo, el narrador rescatándolos de la sombra del olvido, los rememora y los reconstruye volviendo a cobijarlos. Son las emociones y sentimientos que se completan después, los que le inspiraron aquellas relaciones con figuras como sus abuelos, el señor Swann, amigo de su abuelo, casado con poca fortuna y padre de Gilberta; la señora Villaparisis; el señor Vinteuil, compositor, al que la amargura por las relaciones deshonestas de su hija con una amiga llevaron a la tumba; Francisca, la criada convertida en una más de la familia; la señora de Goupil; el señor Legrandin, ingeniero con finca en Combray aunque reside en París; Eulalia, la interesada amiga de la tía Leoncia; Bloch, el ilustrado que le recomendó las lecturas de Bergotte; la imagen de la señora de Guermantes en su visita a Combray, observada con admiración y asombro a distancia; el Dr. Percepied y al final, el impacto que causa Gilberta al escritor en ciernes en su alma sensible con sólo entreverla en su paseo por el lado de Mèsèglise, “una chica de un rubio rojizo” de la que “por mucho tiempo, cuando pensé en ella, el recuerdo del brillo de sus ojos…” le mantuvieron enamorado. “Y así pasó por junto a mí ese nombre de Gilberta…”.

¡Ah!, pero no puede confundirse o diluirse con los demás la presencia de su tía Leoncia. Está en todo el texto, y flota en su memoria, viva o ya fallecida, en esos recuerdos tardíos que fijan y completan su existencia. En la casa de ella se hospedaban durante su estancia en Combray, por Pascua; incluso cuando fueron acentuándose de forma lenta, irremediable, sus dolencias. Su tía que…

“…desde la muerte de su marido, mi tío Octavio, no quiso salir de Combray primero, de su casa luego y, más tarde, de su cuarto y de su cama…”


La segunda parte, contenida en el Volumen II de ”Por el camino de Swann”, en la edición que manejo y con paginación correlativa, acoge el relato “Unos amores de Swann” contemplado con cierto distanciamiento en comparación con el texto anterior (Combray). Se retrocede al mundo del señor Swann, en tiempos pasados, previos al nacimiento del propio narrador. Conviene tenerlo presente para percibir, al completo, la estructura de esta novela:

“él [Swann] volvía solo e iba a acostarse con la misma ansiedad que yo sentiría años después en Combray, cuando él estaba invitado a cenar en casa” (p. 352)

Se desmenuza el recuerdo de Carlos Swann –siempre referido al pretérito– y sus inclinaciones amorosas. Era, sin duda, otro señor Swann, diferente al que conocería el narrador en Combray; acaudalado, dedicado a las artes y, en especial a la pintura; más libertino que el que hemos vislumbrado en el volumen anterior, que corresponde –como he señalado– a un tiempo previo al nacimiento del protagonista. En este caso, la voz narrativa pone el foco externo en Swann y su naturaleza; el narrador desaparece, no participa, en apariencia, en los hechos que se refieren, de tal modo que estas páginas pueden etiquetarse como un relato en tercera persona omnisciente; el narrador anterior, “original” (lo voy a denominar así), sólo de tarde en tarde va haciendo acto de presencia con frases como “Y Swann no pasaba días felices como yo en Combray, durante los cuales se olvidan las penas que revivirán a la noche” (p.350) o “Se levantó y se vistió. Había mandado ir temprano al barbero porque el día anterior escribió Swann a mi abuelo que por la tarde iría a Combray” (p. 447).

Vamos conociendo las aventuras, pasiones y desazones amorosas de Swann y nos introducimos en las veladas de los Verdurin, nuevos ricos que aspiran a la notoriedad social apoyando a intelectuales y artistas. En sus salones se juntan personajes dispares que dan lugar a una especie de clan donde se rechaza, inquisitorialmente, que sus adeptos acudan a otras reuniones similares. Nos encontramos de nuevo con el abuelo del narrador, que ya, entonces, parecía reticente con respecto al recato y honestidad de Swann, cuyos prolongados escarceos amorosos con la coqueta Odette de Crécy, de dudosa reputación, no hacían sino corroborar la desconfianza manifestada.

Al principio de su amistad, Swann es poco proclive a ver con frecuencia a Odette [no más de una vez al mes]; le resultaba indiferente, pero, luego, atrapado en sus redes, no puede vivir sin estar con ella cada día, y cada hora si fuera posible, pero entonces es ella la que está muy “ocupada” con supuestas actividades y en compañía de amistades que le provocan sentimientos de celos y sospechas de infidelidad que amortiguan la llama del amor que sentía por ella, hasta confirmar –tras recibir un anónimo al respecto–, que su amada Odette tenía ciertas ¬–y reconocidas- inclinaciones lesbianas, para desesperación de Swann:

¡“Cada vez que pienso que he malgastado los mejores años de mi vida que he deseado la muerte y he sentido el amor más grande de mi existencia, todo por una mujer que no me gustaba, que no era mi tipo!”.

Estas aventuras, que transcurren en París, y ocupan toda la segunda parte (más de doscientas páginas), alternan sus reuniones en casa de los Verdurin –donde termina declarado “persona non grata”–, con visitas diarias a la casita de Odette y esporádicas escapadas a círculos de mayor rango con aristócratas y artistas donde las mujeres no dejan de ser “piezas” imprescindibles entre las que se desenvuelve con agrado.

Y, por último, con un brillo exquisito en la “forma literaria” abordamos de nuevo –es mi punto de vista–, la estética, el tratamiento que el autor da a los recursos literarios que utiliza en Combray (Volumen I), de la que la tercera parte:

“Nombre de tierras: El nombre” viene a ser una continuación. En ambos el impulso estilístico alcanza cotas muy refinadas: capta multitud de sensaciones del entorno del narrador y, rememora, los lugares vividos e imaginados, desde Combray a Balbec, Florencia, Venecia, Pisa.., y la felicidad e inquietudes de sus primeros juegos infantiles en París con su primer amor, Gilberta Swann, hija de Odette de Crécy y Carlos Swann (paternidad más que dudosa, como se verá en siguientes volúmenes); esparcimientos repletos de especulaciones y recuerdos que, como meandros, discurren en tempo lento para deleitarse con la palabra escrita. La acción, aquí, transcurre en los Campos Elíseos y en el Bosque de Bolonia como escenarios principales de miradas y juegos con la anhelada Gilberta, los paseos planeados para el encuentro, siempre acompañado de la fiel Francisca, contando los minutos de la previsible aparición de la niña y la decepción de los días en que no se presentaba; sus breves conversaciones, la felicidad de ser considerado su compañero habitual de juego, la pasión del narrador por todo lo que se refiere a la amiga, el reproche mudo a su criada que a veces la entretenía y retrasaba, el desmedido interés por su entorno, sus padres, su casa, aquello que ignoraba de ella, casi todo…

Unos años después, vuelve el narrador sin nombre a la complejidad del Bosque de Bolonia ya en otoño, entre los árboles multicolores, las alamedas, los robles, deprendidos de sus hojas mezclados con los que conservaban su follaje verde entre las zonas descubiertas. Y pasea por las veredas, por la orilla del lago

“La realidad que yo conocí ya no existía […] Los sitios que hemos conocido no pertenecen tampoco a ese mundo del espacio donde los situamos para mayor facilidad […] el recordar una determinada imagen no es sino echar de menos un determinado instante, y las casas, los caminos, los paseos, desgraciadamente son tan fugitivos como los años.” (p. 502-503)


Entre los lugares y personas que inspiraron la fantasía de Proust en la creación de esta novela podemos citar el pueblo de Illiers, que se transforma en el Combray literario de la infancia del narrador, y la casa en la que se alojaban en Pascua, realmente, era propiedad de una tía del escritor, aunque no se llamara Leoncia. Illiers (unos 3.500 habitantes en la actualidad) es el pueblo natal del padre de Proust, situado a unos 25 kilómetros de Chartres que, además, desde 1971 ha pasado a denominarse Illiers-Combray, lugar de peregrinación de “proustianos” de todas partes del mundo para visitar el lugar que habitó a temporadas y los parajes que recorrió. De modo análogo casi todos los pueblecitos que aparecen a lo largo de “En busca del tiempo perdido” tienen su modelo original en poblaciones que Proust, de niño, visitaba como lugar de veraneo o descanso, como Trouville en la región de la Baja Normandía, inspirador del Balbec playero donde el protagonista pasaba los veranos con su abuela materna. Pero, destaca, sobre los demás, para mi gusto, la hermosa página que nuestro narrador dedica a la descripción de la iglesia de Illiers (Combray); es la de Saint Jacques, que en la novela es recreada como la de Saint Hilaire y que trae a escena varias veces.

“Combray, de lejos, en diez leguas a la redonda, visto desde el tren cuando llegábamos la semana anterior a Pascua, no era más que una iglesia que resumía la ciudad […]” (p. 65)

[…] en la dentada línea de unos bosques, y por encima de ellos asomaba únicamente la fina punta de la torre de San Hilario, tan sutil, tan rosada, que parecía una raya hecha en el cielo con una uña […] (p. 82)

Estilo

La tendencia a la evocación que se manifiesta en “Por el camino de Swann” y la aprehensión del mundo sensitivo, permiten que esta obra –y en conjunto “En busca del tiempo perdido”–, pueda ser clasificada dentro del estilo impresionista, apartándose del realismo entonces vigente. Los personajes son revelados a través de una sucesión de pormenores, reacciones, inclinaciones y particularidades que dibujan a la perfección sus caracteres que se van dando a conocer al lector de forma progresiva.

Ritmo

Estamos ante una elaboración primorosa y depurada como factor más importante y característico de “Por el camino de Swann” y el ritmo es moroso, lento, de asfixia si uno no se acopla pronto a la estructura acuñada por Proust, en el que el signo de identidad es la frase variada, compleja, demorada, repleta de incisos, gradaciones y matices; de una gran complejidad psicológica y abundante en citas, aquí y allá, y referencias a obras de arte, lugares y personajes históricos. He dicho primorosa para referirme a la elaboración porque ese ritmo lento no está exento de la perfección poética de los mejores líricos. Por otro lado, no es nada sorprendente, que determinadas páginas o pasajes de la novela provoquen en el lector sus propias meditaciones lo que le permite deambular, casi en paralelo, por el texto a pesar (o precisamente) por su riqueza de matices y al margen de su aparente densidad. Uno transita por ahí con gusto, puesto que el prisma a través del que se miran las cosas, y a los personajes, es de una gran variedad. Están juntos, pero no revueltos, señores y criados, burgueses de vida licenciosa, artistas fracasados, mujeres libertinas disímiles pero cada uno con su alma donde toca.

Forma

El modo de expresión juega un papel primordial en el relato. El narrador es evidente que cuida mucho la forma al tratar de exponer lo que desea: las impresiones que se reflejan en su conciencia de niño (no hay que olvidarlo), con poca salud, mimado. Prima la forma en la reproducción descriptiva de los diálogos de los personajes, usando de una gran agudeza, donde los símiles y las comparaciones sólo son superados por los incisos que denotan una casi atropellada percepción de todo lo sensible, de un alcance que parece ilimitado en su naturalidad y simpleza, desde la primera frase:

“Mucho tiempo he estado acostándome temprano.”

El espacio

La descripción de lugares, paisajes y ambientes –desde Combray a París. Los caminos, los paseos, las calles apretadas alrededor de la iglesia, las reuniones– son una parte no pequeña de la novela. Lo he dicho más arriba; algunas imágenes son majestuosas, de una minuciosidad y detalle que afectan y terminan siendo parte indivisible del mundo que el narrador pone a la vista del lector, que emplaza a su particular memoria y la convoca para revivirse también.

Breve semblanza biográfica de Proust

Nació en una familia pudiente y cultivada este novelista, ensayista y crítico literario que, con su monumental “En busca del tiempo perdido”, logró una de las más importantes obras de la literatura del siglo XX. La primera novela del ciclo (“Por el camino de Swann) la comenzó en 1907, y la publicó a sus expensas en 1913, después de que André Gide, editor entonces de la Nouvelle Revue Francaise, la rechazara sin apenas detenerse en su contenido según confesó “por la mala impresión que le había causado el autor”. Más tarde dijo que aquello le provocó “una de las tristezas, de los remordimientos más dolorosos de mi vida” ( Proust, ‘Cartas a André Gide’, Perfil, 1999).

En sus primeros años de vida Proust fue un niño muy delicado: “nació tan débil que el padre temió que no sobreviviera”. Las primaveras le resultaban difíciles de sobrellevar por el polen de las plantas que le provocaban crisis asmáticas, problemas que nunca le abandonarían. En su infancia su primer amor fue, Marie, la hija de un diplomático polaco con la que jugaba en los jardines de los Campos Elíseos y que, luego, el recuerdo de esa niña le inspiraría la creación de la pequeña Gilberta de quien el narrador de “Por el camino…”, se sintió prendado.

En su juventud decidió ingresar como voluntario en el servicio militar, no sin antes haber tenido unas primeras relaciones homosexuales con un amigo. Cumplido su servicio de armas, obedeciendo a su padre, estudió Derecho y completó su Licenciatura en Letras y, aunque esta carrera era la que más le apetecía y estaba muy de acuerdo con sus sensibilidad, solo se dedicó a escribir pequeños textos y a vivir de la riqueza familiar, antes de publicar, a los 25 años, su primer libro “Los placeres y los días” (1896) que se publicó con un prólogo de Anatole France.

“En busca del tiempo perdido” la comenzó a escribir al poco de morir su padre, cuya desaparición le que había producido una profunda depresión y agudizado sus problemas asmáticos. Para llevar a cabo esta enorme tarea se encerró durante 15 años, aislado, casi sin comer, a base de café en grandes cantidades y trabajando de noche (según consta en las memorias de la que fuera su criada: Celeste Albaret). Marcel Proust, escribía sin parar y constantemente hacía correcciones y añadidos a los textos que iba pergeñando.

En 1919, recién terminada la guerra mundial, publicó el segundo volumen con el título de “A la sombra de las muchachas en flor”, por la que obtendría el Premio Goncourt ese mismo año.

A finales de 1922, tras varias crisis asmáticas, se le declaró una neumonía que su débil organismo no pudo superar. Tenía 51 años.

Todavía habría que esperar cinco años antes de que se publicaran los demás tomos que tenía escritos de “En busca del tiempo perdido”. El siguiente (tercero de la serie) fue “El mundo de Guermantes” (1921-1922), después “Sodoma y Gomorra” (1922-1923), al que siguió “La prisionera”, en 1925, en 1927 vió la luz “La fugitiva” ó “Albertine desaparecida” y, finalmente “El tiempo recobrado” en 1927. Siete volúmenes de una larga novela que no relata sucesos ni anécdotas ni aventuras, sino los efectos que producen los recuerdos y abstracciones en la sensibilidad, la imaginación y el pensamiento del narrador. Nota.- Las citas están tomadas del texto de la edición, en dos volúmenes, de Orbis y RBA de 1982, en traducción de Pedro Salinas.