lunes, 29 de noviembre de 2010

De los nombres de la mujer de Sancho Panza

Vladimir Nabokov, en su “Curso sobre El Quijote” acusaba a Cervantes de poco metódico en su creación, sin duda considerando que el glorioso manco hubo de reaccionar con prisa ante la aparición de la apócrifa versión del Quijote que escribiera Alonso Fernández de Avellaneda, cuyo título de la portada de la primera edición de 1614 reza: “SEGUNDO TOMO DEL INGENIOSO HIDALGO DON QUIXOTE DE LA MANCHA”. La novela, en la que continúan las aventuras del famoso hidalgo y de su escudero Sancho desde donde Cervantes las dejara, es de una originalidad y calidad literaria nada despreciable.

Como sabemos, la respuesta de Cervantes a la intromisión de Avellaneda fue lanzarse con rapidez a escribir, y publicar en 1615, la “SEGVNDA PARTE DEL INGENIOSO CAVALLERO DON QVIXOTE DE LA MANCHA” al filo de cumplirse diez años de que viera la luz la primera, en 1605. Se trataba de recuperar el tiempo perdido y, de paso, cerrar el camino a otras espurias continuaciones, para lo que dio fin a la historia “verdadera” con la muerte del protagonista, el caballero de la triste figura.

El comentario sobre lo poco metódico del trabajo de Cervantes se ve justificado por algunos desajustes que analiza Nabokov en el Curso a que hago referencia al principio, y que también señala Francisco Rico. Por mi lado, quiero aludir al lapsus que afecta al nombre de la mujer de Sancho, que siendo un personaje del Quijote “original”, aparece en las dos partes del libro con distinto nombre.

Como muchos recordarán, en la primera parte de la creación cervantina se llama Juana, según podemos leer en el capítulo LII, con ocasión del encuentro entre marido y mujer cuando Don Quijote y Sancho regresan a la aldea para reponerse de su “mala estrella”.

“–¿Qué es lo que decís, Sancho, de señorías, ínsulas y vasallos? –respondió Juana Panza, que así se llamaba la mujer de Sancho, aunque no eran parientes, sino porque se usa en la Mancha tomar las mujeres el apellido de sus maridos.”

No hay ninguna posibilidad de error. La pareja se pasó un tiempo conversando y el nombre de Juana se cita varias veces en estas últimas páginas de la primera parte.

En la segunda, el lector, se topa enseguida con la mujer de Sancho. En el capítulo V, y para mayor rotundidad, en el epígrafe, puede leerse el anuncio: “De la discreta y graciosa plática que pasó entre Sancho Panza y su mujer Teresa Panza, y otros sucesos dignos de recordación.”

Sí, ya en adelante será Teresa Panza, y así lo declara, en ese mismo capítulo.

“[…] 'Teresa' me pusieron en el bautismo, nombre mondo y escueto, sin añadiduras ni cortapisas, ni arrequives de dones ni donas, 'Cascajo' se llamó mi padre, y a mí, por ser vuestra mujer me llaman 'Teresa Panza' (que a buena razón me habrían de llamar 'Teresa Cascajo' pero allá van reyes do quieren leyes)”

Y como Teresa siguió hasta el final.

¿Y qué dice Avellaneda en su ilegítimo Don Quixote? Él conocería al personaje como Juana Panza y del mismo modo que respetó el papel de su marido Sancho, aunque se desembarazara de otros figurantes, ¿podría llamar a la mujer de Sancho por otro nombre distinto al ya acuñado de Juana?

Pues sí. Podía. Es fácil advertirlo porque aparece con mucha frecuencia en sus páginas. En el capítulo VIII [del Avellaneda], Sancho hace las presentaciones a un grupo de gente que salía de Zaragoza después de asistir a las justas que allí se habían celebrado:

“[…] él se llama Don Quijote de la Mancha […], yo me llamo Sancho Panza, su fiel escudero, hombre de bien, según dicen los de mi pueblo, y mi mujer se llama Mari-Gutiérrez, tan buena y honrada que puede, con su persona, dar satisfacción a toda una comunidad”

Esta afirmación de Sancho hizo reír al auditorio y Avellaneda no aclara el por qué de esas risas, quizá lo de “dar satisfacción a toda una comunidad” fuera la causa. Pero nuestro dilema nominativo lo complica más. Ya tenemos un personaje y tres nombres a elegir, Juana, Teresa o Mari-Gutiérrez. Sírvanse vuestras mercedes.

sábado, 13 de noviembre de 2010

El Nobel de Sartre. Renuncia y reclamación de su importe

A Jean-Paul Sartre, “por la calidad de sus escritos, su pasión por la verdad y la influencia de su pluma”, le fue concedido el Premio Nobel de Literatura en 1964, honor que rechazó enérgicamente en carta a la Academia por el color político del Premio, porque no quería que pudieran decir “es de los nuestros” y porque “me habría dejado recuperar por el sistema”. En realidad sus argumentos no fueron nunca tomados demasiado en serio y se ha apuntado que una de las causas para rehusarlo, y no la menos importante, era que en 1957 el Nobel se había concedido a Albert Camus (1913-1960) [principalmente por “El hombre rebelde” (1951)], libro que fue uno de los orígenes, o el principal desencadenante de sus tormentosos y públicos desencuentros. Que le hubiera aventajado en las preferencias de la Academia sueca era algo que Sartre no podía aceptar.

En paralelo a estas desavenencias, ha circulado reiteradamente la noticia de que Sartre, algún tiempo después de rechazar su nombramiento, había intentado percibir la cuantía dineraria del Premio que había despreciado. Este deseo, no ha dejado de referirse en crónicas y reportajes con alguna frecuencia; el autor de “La náusea”, el Papa del Existencialismo, el promotor de la “literatura comprometida”, el de “el infierno es los otros” renunciaba a la pompa del Nobel, pero quería el dinero. No obstante yo nunca había llegado a conocer la fuente directa que diera soporte y credibilidad a su petición de cobrar aquella dote. Por ello, es de agradecer que, ahora, El País lo divulgue y confirme la veracidad de tal circunstancia (El País, 12 de Noviembre de 2010. El acento. pág. 28). Es una breve, pero sustanciosa nota, que dice así: “El ex­secretario de la Academia sueca contó en sus memorias que Sartre había preguntado 10 años después si de todos modos podía cobrarlo”.

Este ex­secretario, Lars Gyllensten (1921-2006), en sus memorias: “Minnen, bara Minnen” (“Memorias, sólo memorias”) afirma que en 1975, y a través de un intermediario, Sartre preguntó si podía cobrar la suma del premio. La respuesta de la Academia fue que no era posible, porque el dinero había vuelto a los fondos de la Fundación y luego se había destinado a otros fines.

Vargas Llosa. Laureado escritor en plena actividad

Este año se cierra con dos éxitos de Mario Vargas Llosa (Perú, 1936). Uno, es un laurel casi inconmensurable, el galardón más alto que se concede a las letras universales: el Nóbel de Literatura de 2010. Desde mi punto de vista (que no es nada trascendente), es un premio rigurosamente justo y merecido, por cuanto Vargas Llosa es autor de una obra en la que se incluyen novelas de una grandeza épica desacostumbrada en los tiempos que corren y que, como se ha comentado en muchos medios, se alinean con las de los Dostoievsky, Tolstoi y otros inmortales de las letras. Por si fuera poco es un escritor comprometido con sus ideas que, desde hace muchos años viene exponiendo con amplitud y profundidad, sistemático e incansable, en conferencias y artículos de prensa.

El segundo éxito, con poco más de quince días de diferencia es, puede anticiparse, la acogida triunfal que tendrá, seguro, la publicación de su último libro “El sueño del celta” del que se han impreso, en la primera edición, la friolera de 500.000 ejemplares y que sin duda favorecerá la lectura, por similitud de escenarios e intencionalidad, de “El corazón de las tinieblas” (1899), la novela corta del cada día más revalorizado Joseph Conrad (1857-1924). En ella se denunciaba, oportunamente, la inhumana situación de la República Democrática del Congo (entonces país conocido como “Estado Libre del Congo” y propiedad privada de Leopoldo II, rey de Bélgica desde 1885 a 1908).

Esta coincidencia, al filo de las fiestas de Navidad (“practique la elegancia del regalo”), sin duda aliviará las dificultades del sector librero en España que, parece ser, no está teniendo un ejercicio boyante puesto que ha carecido del “tirón” de algunas novelas aparecidas en 2009 (Millenium y similares) y porque la novela histórica va perdiendo fuelle, bien por la crisis económica, por saturación temática o debido a algún cansancio de los lectores. Vargas Llosa y, por proximidad, Joseph Conrad pueden resultar un balón de oxígeno.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Desamortizaciones y Concordato. Financiación de la Iglesia en España

Desde hace algunos años se habla, e incluso se discute con energía, acerca de la Iglesia, de sus relaciones con el estado español y, más recientemente, sobre la presencia de símbolos cristianos en las escuelas y en otros actos institucionales. Observado todo desde cierta distancia puede apreciarse que las posiciones y los puntos de vista suelen ser poco conciliables. Se advierten escasas intervenciones ecuánimes dispuestas a aceptar mudanza en su modo de pensar, porque no es de ideas de lo que se debate (de un extremo a otro del arco político-religioso), sino de convicciones. Inamovibles, viscerales, abrazadas incluso desde el desconocimiento u “olvido” (fácilmente apreciables) de la materia o el fondo de la cuestión. En este contexto, uno de los “puntos calientes” que suele aflorar es el de las aportaciones del Estado a la Iglesia, según los acuerdos y compromisos del articulado del Concordato en vigor.

Entre los partidarios de una aplicación rigurosa de la separación Iglesia-Estado, están por supuesto, los que ven fuera de lugar cualquier contribución o ayuda económica al sostenimiento de la Iglesia. Lo más frecuente es la afirmación de no entender por qué se ha de pagar al clero. Pero en el polo opuesto están los que defienden lo contrario usando argumentos más o menos elaborados, con igual apasionamiento. En ambos casos sin esgrimir, habitualmente, la menor prueba fundada y, lo que es más importante, desconociendo las razones históricas y legales de su origen (ese por qué, que se reclama), que algunos censores etiquetan, como residuos del franquismo. Demos un repaso al asunto.

En las relaciones actuales entre la Iglesia y el Estado, existen dos conceptos clave: Desamortización y Concordato. Como se sabe las desamortizaciones significaron, principalmente, la incautación por el Estado –y su inmediata venta en pública subasta– de bienes patrimoniales del clero: terrenos, monasterios, conventos, casas de misericordia, hospitales etc. Algún autor calcula que se subastaron tierras expropiadas cuya superficie equivaldría a un 25 % del territorio español, aunque la cuantía en terrenos confiscados es difícil de calcular, según opinan otros estudiosos de la materia.

El origen de las desamortizaciones estaba en la ruinosa situación económica del país, principalmente, agravada por las guerras carlistas, hasta el extremo de situar a España al borde de la quiebra.“En un principio el gobierno de Narváez [siete veces Presidente del Gobierno entre 1844 y 1868 durante el reinado de Isabel II] pensó en el recurso más socorrido, como era la suspensión de pagos,…” (Historia de España. Espasa Calpe, 2004. Tomo 12. Pág. 547). Como había que conseguir dinero, y con rapidez, en los siglos XVIII y XIX se decretaron varias desamortizaciones (y subastas públicas de los bienes desamortizados) ejecutadas en distintas etapas. Las más notables fueron las de Godoy en 1766-1798, y las de Mendizábal (según leyes promulgadas en 1835 y 1836); éstas fueron, con mucho, las más cuantiosas y trascendentes ya que sus efectos se prolongaron hasta entrado el siglo XX.

El segundo concepto clave es “Concordato”, que es el nombre que recibe el tratado establecido entre un estado determinado y la Santa Sede en materia de regulación de la enseñanza privada, la financiación de la Iglesia y sus áreas de participación en la vida civil (beneficencia, enseñanza, sacramentos, etc.). En 1851, tras superarse diferentes vicisitudes y discrepancias con el Vaticano así como las dificultades dinásticas internas en España (hasta asegurar en el trono a Isabel II), al fin pudo consensuarse el Concordato para ser ratificado y publicado por las Cortes. “Con su firma la Iglesia renunciaba a los bienes desamortizados a cambio de una consignación perpetua para el sostenimiento del culto y clero”. (Diccionario Enciclopédico Espasa, 1978.Tomo 5. Pág. 94). Más concretamente, como recoge la Historia de España citada más arriba, (tomo 12, en la pág. 579): “Desde el artículo 31 hasta el 35, se fijaba la dotación de todo el clero, cardenales, arzobispos, y hasta los curas párrocos […], Se establecen también las dotaciones del Gobierno para la subsistencia de las casas y las congregaciones religiosas […]. En el artículo 42, el papa (sic) prometía por sí o por sus sucesores no molestar a los adquirientes de los bienes desamortizados […]”. Con lo anterior, parece que queda aclarado el “por qué” de las aportaciones del gobierno, que algunos se preguntan. Viene de lejos, como puede verse.

No obstante, convendrá señalar, aunque sea de pasada, las posteriores modificaciones de aquel Concordato que se utiliza como punto de partida. Tras él, se han firmado nuevos convenios (en 1941, 1953, 1976 y 1979) manteniéndose siempre la asignación directa del Estado, hasta llegar al de 1988 en el que se estableció para la Iglesia el 0.52 % del impuesto sobre la renta de las personas físicas (IRPF) de cada contribuyente, si así lo indicaba éste en una casilla de su declaración ya que, si la dejaba en blanco, el importe de ese capítulo se entendía destinado a “otros fines sociales”. Además de las cifras que arrojaran la aplicación de ese porcentaje, si con ellas no se cubrían las necesidades de la Iglesia, como así sucedía siempre, en cada ejercicio el Estado dotaba directamente un complemento con cargo a los Presupuestos Generales.

Por último, a partir del ejercicio de 2007, el Gobierno y la Iglesia han llegado a un nuevo acuerdo en el modelo de financiación, que es el que está en vigor en 2010. El porcentaje del IRPF se ha subido del 0.52 al 0.7 %, y se ha eliminado el complemento estatal con cargo a los Presupuestos. La suma de estos dos conceptos (0.52 %, más el complemento) ascendía, según estimaciones calculadas en su día, a unos 141 millones de euros, equivalente a lo que se espera del 0.7 % actual. Del importe resultante, hay que detraer el impuesto del IVA por “compra de bienes muebles e inmuebles” del que la Iglesia estaba exenta y que a partir de ese momento, ha de asumirlo. Naturalmente, la Iglesia tiene otros ingresos, cuyo detalle se apartaría del objeto de estas líneas. Son, por ejemplo, ayudas al sostenimiento del patrimonio artístico (museos, catedrales, etc,), ingresos por conciertos educativos (que es el capítulo más importante), sueldos de profesores, la exención del pago de algunos impuestos, etc.

En conclusión, diferentes gobiernos de España, en su día (siglos XVIII y XIX) decidieron desamortizar (expropiar) un parte muy importante de los bienes del clero y sacarlos a subasta. La Iglesia, termina aceptándolo mediante la firma de un Concordato en el que, como compensación, se establece una dotación perpetua para su sostenimiento. Después, las cosas se han ido actualizado, pero esta es su historia abreviada.