viernes, 24 de mayo de 2013

"La sonrisa etrusca", de José Luis Sampedro

José Luis Sampedro (Barcelona, 1917 - Madrid, 2013), ha escrito numerosas obras, conservándose activo hasta sus últimos días y recogiendo galardones de tardío reconocimiento. Merecen destacarse los recientes Orden de las Artes y la Letras de España (2010) y el Premio Nacional de las Letras Españolas (2011). En la breve presentación que hace de él la editorial Debolsillo, recoge la autoría de sus diversos libros entre los que cabe destacar las novelas “La sonrisa etrusca”, “La vieja sirena” y “Octubre, octubre”.

El hilo conductor de La sonrisa etrusca, es la relación que se establece entre un viejo calabrés y su nieto, un tierno bebé. El abuelo, por acuerdo familiar, ha sido trasladado a Milán, al domicilio de sus hijos, para poder tratarle un cáncer en fase avanzada. Allí, gracias a la criatura, recobra unas energías insospechadas que le permiten llevar a cabo una intensa actividad y prolongar su supervivencia.

La novela es de lectura muy asequible y, al principio, uno la encuentra agradablemente tierna y humana, con algunas ocurrencias que pueden provocar fácilmente la sonrisa del lector. Es simpática. Pero pronto, en mi caso y contra toda cualificada opinión, empezó a pesarme la almibarada ternura que se derrocha en cada página, la apelación a las emociones, tanto que, en algunos momentos, me pareció excesiva.

El niño ha dado sus primeros pasos y el narrador lo describe líricamente:

“Brazos que le acogen, le estrechan, le apretujan, se reblandecen en torno a ese prodigio tibio, le mojan las mejillas con unas gotas saladas rodando sobre los viejos labios temblorosos…”

Demasiado “derretimiento”, demasiado niño, demasiados cuidados poco verosímiles cuando se hace referencia a que el anciano partisano se pasa las noches de guardia, sentado al lado de la cuna; además del abuso de diminutivos, que se reiteran de forma un tanto enojosa. Lo encuentro excesivo.

Las digresiones sobre las aventuras vividas en la guerra, la heroicidad de los partisanos en general y de él en particular, los recuerdos de su pueblo, hechos que inicialmente son curiosos, también enseguida, fatigan por su redundancia, a pesar de que la brevedad de los capítulos ayuda a seguir adelante. Es notable cómo se deslizan aspectos competitivos o antagónicos a través de los primitivos pensamientos de Bruno: la magnificencia del ambiente rural, sano, tradicional, triunfador indiscutible sobre el de la ciudad –Milán–, despersonalizada, agobiante, contaminada; o valoraciones generales sobre el mal clima del norte, cargado de polución y prisas frente a la calma, idílica, del sur; o, en fin, las diferencias idiomáticas y dialectales que existen entre la cultura de los asombrados universitarios y los valiosos conocimientos populares atesorados por el pueblo llano. A esas frecuentes acotaciones guerreras, a las observaciones sobre el atractivo de la vida rural, a las inacabables gracias de su nieto, amén de las viejas rencillas de evocación frecuente, se debe que el ritmo del relato se vuelva cansino por lo previsible. Me resulta moroso. No se avanza en la historia que, a veces, se convierte en un círculo vicioso; hay capítulos que son, en esencia, reiteración de otros anteriores.

En el lado positivo podemos señalar su acierto en la crítica a determinados defectos de la sociedad moderna, en su deshumanización, sobre lo que es fácil estar de acuerdo. Seguramente José Luis Sampedro trató de tocar la fibra sensible del lector, de conmover, y lo consigue, sin duda. Hay pasión, en ese cariño excesivamente manifestado que le critico, en el canto a la vida sencilla, bucólica, del mundo rural y en el pequeño (o gran) homenaje que rinde a los abuelos. Por otra parte, sin apartarnos de lo positivo, maneja una ironía que no intenta que pase desapercibida, y ya en las primeras líneas nos saluda, en el museo, con una frase formidable: “Acabado ya el verano, y con él, las manadas de turistas…” Los escenarios y el ambiente me parecen, también, adecuados; las geografías, lugares, paisajes y sucesos marginales, imágenes de la guerra, etc. están plasmados con suficiente calidad, porque el estilo es suelto, armónico, abundando lo coloquial.

Y poco más me invita a escribir de ella La sonrisa etrusca. El título, es obvio, está en escasa relación con el contenido de la novela; es preciso, pero no nos sitúa suficientemente. El tono, o sea la voz narrativa adoptada por el escritor, alcanza niveles conmovedores con frecuencia, y satura la novela como ya ha sido apuntado. El narrador, en tercera persona omnisciente, sensible, tiene establecido su punto de vista en el abuelo, del que nos transmite sus percepciones y pensamientos, entrecomillados como corresponde a soliloquios ó monólogos interiores. En cuanto al final de la historia, no es exactamente lo que este lector esperaba. José Luis Sampedro nos sorprende con una solución hábil: el abuelo muere de un ataque cardíaco, mientras participa con su nieto, desde la cama, en su última batalla, entre el silbido figurado de las balas. Lo último que oye es la llamada del niño que se agarra a él, que le hace sonreír. Uno de los pocos pasajes consistente con el título de la novela.□

Salinger: "El guardián entre el centeno" *

Jerome David Salinger es conocido en el universo literario, principalmente, por ésta novela que se ha convertido en un clásico de la literatura. Muestra la aparente contradicción que supone la coincidencia de mentes ágiles y poderosas en personas afectadas por alteraciones psicológicas; y a la vez, ejemplifica la capacidad reparadora que tienen los niños sobre el equilibrio de esas vidas.


A raíz de la publicación de "El guardián entre el centeno",  en 1951, Salinger se apartó del mundo exterior y ha protegido al máximo su vida privada frente a la imagen de culto en que se transformó por efecto de la crítica literaria y de los jóvenes lectores.

“El guardián entre el centeno” fue su primera novela corta (luego, escribió poco), en la que relata unos días de la vida de un estudiante rebelde, inmaduro pero muy perspicaz, peligrosamente asomado al abismo de sus delirios de libertad. El título procede de una frase de las páginas finales, cuando el protagonista, Holden, le explica a su hermana, al filo de una poesía que recuerdan, lo que le gustaría ser: vigilante de los niños que juegan en un campo de centeno, al borde de un precipicio, sin mirar a dónde van, sin nadie mayor que los cuide. “Yo sería el guardián entre el centeno”.

Hasta entonces, lo que sucede en la novela no guarda ninguna aparente conexión con el título y sólo más tarde es posible identificar esta metáfora relacionándola con los riesgos que ha corrido en ese corto periodo de su adolescencia donde ha gozado de total libertad y ha gestado ideales tan bonitos como los que pone de manifiesto cuando habla de los abogados, que es una profesión que le gustaría ejercer algún día, si fueran por ahí “salvando de verdad vidas de tipos inocentes pero, eso, nunca lo hacen”.

Holden Caulfield es un mozalbete con una extraña visión del mundo. Tiene un sorprendente resentimiento por todos los seres humanos a los que considera unos hipócritas y, esa impresión de impostura que percibe, la falsedad de lo que le rodea, llega a deprimirle. En realidad ese es el asunto de fondo de la novela: lo denunciable de la sociedad adulta, señalando sus componentes mezquinos, sucios, crueles y pervertidos. En el otro lado de la balanza Salinger, como contrapeso, le hace evocar a Holden la nostalgia de la infancia, el cariño de sus hermanos, la época de la inocencia, la sinceridad, los grandes “problemas metafísicos” que le torturan como ¿adónde van los patos del parque en invierno? Pese a que su vocabulario es limitado su forma de hablar, rotunda y franca, permite que el personaje resulte ingenioso, haciendo gala de un humor cáustico y mordaz.

Holden, a pesar de la vinculación afectiva con sus hermanos, encuentra en ellos cosas que no le agradan tanto. No le gusta la ocupación del mayor, guionista de Hollywood, porque odia el cine y por preservar el candor de Phoebe, menor que él, por quien siente verdadera pasión y de quien se erige protector; su hermana es el símbolo de la inocencia.

La novela es el relato que Holden hace de sus aventuras desde la cama de un hospital, cosa que descubrimos en el último capítulo. Contada, pues, en primera persona desde la convalecencia de los problemas de salud derivados de las peripecias que nos da a conocer (incluyendo abundantes monólogos interiores), esta historia narrada-pensada recoge únicamente tres días de su vida; desde que se marcha del internado de Pencey, de donde le habían echado en vísperas de Navidad, hasta que volvió a casa (se supone que enfermo) tras las horas pasadas con su hermana Phoebe. Fue una huida a ninguna parte, al encuentro de lances amorosos, borracheras, amigotes a los que acaba aburriendo, bordeando la frontera del bien y del mal. Siente aversión hacia casi todo, excepción hecha de su hermana Phoebe, a la que profesa honda ternura.

El argumento es verosímil. En síntesis, da forma a la contradicción o inconsistencia juvenil de un “hijo de papá” que a través de un interesante flujo de conciencia nos va dando cuenta de su crisis de adolescente, de su ansiedad y volubilidad extrema, incluidos despectivos sentimientos de superioridad. Sorprende, no obstante, la honestidad de sus divagaciones puesto que a veces sus sólidas ensoñaciones no le conducen a nada tras varias páginas de monólogo interior, como en el caso del proyecto de viaje al Oeste, que luego se desvanece bruscamente ante las lágrimas de su hermana de nueve años que quiere acompañarle a toda costa. Los monólogos interiores utilizados por Salinger se van combinando con el dinamismo alocado propio del personaje, al que no paran de sucederle cosas desde que abandona el colegio.

Citaré un reducido ramillete de las interminables correrías de Holden:

Cuando sale del colegio, como no desea volver a casa, empieza por hospedarse en un hotel lleno de travestidos y prostitutas; visita el pub Ernie´s, donde el dueño toca el piano y termina hartándose; allí se encuentra con Lillian la ex novia de su hermano a la que deja con el pretexto de que tenía que ver a un amigo. A renglón seguido le ocurre el incidente con el ascensorista Maurice y la prostituta, quienes le roban el dinero y le golpean. Llama a una ex amiga, Sally, para ir al teatro y, mientras espera, coincide con unas monjitas y hablan de literatura. Entre medias le compra un CD a su hermana y hace una visita al Museo de Historia Natural, donde se dedica a la localización de unas momias. Al salir del teatro se va a patinar con Sally, con quién acaba mal. En un bar se junta con su “amigo” Carl Luce que, aburrido de su conversación, le deja solo, lo que aprovecha para emborracharse tratando de olvidar el abandono de Carl y, sin pereza, llama a Sally para disculparse por su conducta. Visita Central Park para averiguar adónde iban los patos del lago en invierno, y termina dormido en un banco; al despertar se marcha a su casa en la que entra silenciosamente hasta el dormitorio de su hermana. Cuando llegan sus padres, sin que le oigan, sale y se va a casa de Antollini, un antiguo profesor suyo, donde pudo dormir unas horas antes de tener que irse por razones poco claras. Se presenta en el colegio de Phoebe para que la entreguen una nota y puedan despedirse antes de su viaje al Oeste; pero vuelve al zoológico con ella a la que monta en un “tío vivo” mientras empieza a llover y acaba empapado por lo que regresan, los dos, definitivamente, a casa.

Es cierto que, en 226 páginas, para que quepan este número de episodios, y muchos otros, el ritmo ha de ser muy vivo. El protagonista no acaba de salir de una aventura y ya está organizando o embarcándose en otra a cuál más imprudente. Esto hace que la novela se lea muy bien, aunque en algún momento peque de reiterativa.

El lenguaje, uno de los ingredientes importantes, es coloquial y juvenil, ingenuo, con exclamaciones, interpretaciones y exageraciones propias de los 16 años del protagonista: “[...] en cuanto recobré el aliento crucé a todo correr la carretera 204. Estaba completamente helada y no me rompí la crisma de milagro”. Siempre, fluido y ágil incluso en los monólogos interiores.

Después de la vuelta a casa, Holmes enferma y ha sido internado en algún centro hospitalario, según se deduce de sus pensamientos “[...] a qué colegio voy a ir cuando salga de aquí” “[...] especialmente el psiquiatra que tienen aquí […]” No parece convencido de lo que hará el próximo otoño, por lo que el final se me antoja abierto a toda posibilidad. En cualquier caso, este final es consecuente (o parece muy relacionado) con lo acontecido a lo largo de la narración. Las borracheras, noches sin dormir, los sintomáticos dolores de cabeza, el frío, las mojaduras y sus otros actos pasados no podían sino acabar en una cama de hospital con tratamiento psiquiátrico incluido.

Un invisible guardián entre el centeno pareció ocuparse, finalmente, de él; de que no se despeñara. Quizás fuera así. O no.

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* J.D. Salinger, El guardián entre el centeno. Alianza Editorial. Literatura. L.B.