viernes, 29 de enero de 2010

Sin novedad, mi sargento

(Relato breve)

Don Victoriano es un hombre muy raro; o eso piensan las personas que se mueven en su entorno. Andrea, la asistenta; el cercano vendedor de periódicos instalado en la obscura portería de lo que fue en tiempos una casa señorial, y la media docena de amigos de tertulia y partida de dominó que, después de comer, casi a diario, se reúnen en el café "Zamora". El café es como un club, lugar de cotilleos, de elocuencias domésticas, oficiados en el rincón reservado sin más indicación que la costumbre. Café o té, con una gotas de licor si acaso, para mantenerse atentos o calientes, según se tercie, entre los golpes de las fichas de dominó sobre el mármol y el recogimiento, y concentración, de los jugadores de ajedrez de unas mesas más allá.

Hay quien sostiene que las rarezas habituales de don Victoriano han ido a más tras la jubilación que –en lugar de resultarle motivo de júbilo, según sugiere el término– le ha llevado a una actitud más ensimismada. Su ánimo parece afectado por haber entrado en la última fase de su vida; a modo de aviso, la jubilación le apremia a cumplir el viejo precepto de su abuela Isabel, caribeña, medio hechicera e iluminada: "Victoriano, si se llega a los 70, entonces, toca recoger los pasos antes de que el tiempo transforme los lugares o los destruya". Recoger los pasos significaba, para sus antepasados, dar la vuelta, desandar el camino; volver a pisar las piedras desgastadas de algunas rutas, transitar –despidiéndose–, por calles y plazas franqueadas en tiempos pasados y escuchar el tañido de antiguas campanas que, en ciertos momentos, pusieron música a los sueños. “Aunque uno ya no será el niño o el joven que frecuentó aquellos lugares. Quien los recuerda hoy no es el mismo de antaño”. La nostalgia le ha ido ganado y comienza a revivir, de tanto en tanto, escenas pretéritas que parecían olvidadas. Nunca le había sucedido cosa semejante. Con tanta frecuencia, al menos.

A Don Victoriano algunos colegas maliciosos, y leídos, del Catastro –a su espalda, naturalmente–, le apodaron, en su día, “el licenciado Vidriera”, sobrenombre tomado –puede suponerse– del personaje de esta obra de Cervantes con el que, en lo físico, no cabe duda, guarda cierta similitud. Es de apariencia frágil "tal el cristal", alto, derecho, flaco con exageración y viste modesta y dignamente ropa de corte pasado de moda, que no oculta los síntomas de un uso prolongado. Su comportamiento es muy sobrio, singularmente comedido y particular. Tan fuera de lo común es su proceder, tan acusada su discreción, a tal extremo llega la reserva para sus asuntos –como si de secretos de confesión se tratara–, que muy pocos conocen su pasado antes de llegar a la pequeña ciudad donde han transcurrido sus últimos 30 años; ni su forma de pensar respecto a cuestiones políticas o religiosas de las que jamás habla; ni, por supuesto, el origen de su vieja y fraternal amistad con Adrián, uno de los fijos de la tertulia, al que nadie en el café ha conocido sin la presencia, al lado, de Don Victoriano. Nadie lo sabe con certeza, pero, al parecer, una tarde llegaron juntos al café y plantaron el germen de la pequeña tertulia. Al principio, ellos dos solos, hilando sucesos, acontecimientos, las cosas que pasaron y aquellas otras que no ocurrieron, por suerte. Luego se fueron agregando, poco a poco, los demás; Don Cayo, el farmacéutico; Roldán, el de la Notaría; el Sr. Félix, mutilado de guerra, con su boquilla entre los dientes… Estos no suelen fallar; además hay otros de asistencia esporádica.

Con cierta frecuencia, extrañamente, le da por recordar, para sí, cómo se conocieron Adrián y él. Fue en el servicio militar, y su "sintonía" fue rápida. El joven soldado Victoriano, (entonces sin el “Don”, que es más de respeto que de carrera), cumplía castigo en el calabozo, por dormirse una noche en el puesto de guardia. Por aquellas fechas, próximas las navidades, otorgaron generosamente una amnistía para todos los arrestados, excepto para él, sin llegar a saberse por qué. No lo preguntó; quizás la gravedad de su delito así lo sancionaban las Ordenanzas castrenses. Lo cierto es que encargaron al cabo primero Adrián Solís, por unos días, del cuidado del campamento donde estaban destinados –un inactivo campo de tiro–, y la vigilancia del recluso en su celda. Los demás, incluido el sargento que estaba al mando, se fueron a sus casas. De este modo, de un castigado se pasó a dos. El preso no era libre pero el carcelero tampoco. Fue cuando se produjo lo insospechado; en la tediosa y compartida soledad, convinieron marcharse ambos a pasar el día de Nochebuena con sus respectivas familias “si me prometes…” ofreció Adrián la tarde del día veintitrés, “te doy mi palabra de que el 25, por la tarde, me tienes aquí de nuevo…”. Apenas hubo más. Así lo pactaron y así sucedió sin que nadie se enterara; marcharon al anochecer.

Y un gélido día de Navidad preso y carcelero volvieron a encontrarse, puntuales a su cita. Victoriano llegó antes y se encerró en el calabozo, envuelto en su capote para combatir el frío de la tarde, tumbado en el camastro. Luego, acaso una hora después, apareció Adrián llevando en el macuto una botella de vino y unos bocadillos de sardinas en aceite y cierto semblante preocupado, dejó el saco con las viandas en el banco que había a la entrada del cuerpo de guardia y se dirigió, rápido, al fondo del pasillo donde estaba el calabozo. Con gran alegría se abrazaron sellando así una sólida amistad que el transcurso de los años no ha debilitado. “A mi no me ha visto nadie ¿y a ti?” ”Únicamente la familia.. apenas he salido de casa…”. Esa noche, comieron y bebieron del macuto de Adrián, con la satisfacción del deber cumplido.

A la mañana del día siguiente, el 26, con el destacamento al completo, el cabo primero Adrián, de acuerdo con la disciplina, rindió cuentas marcialmente: “Sin novedad, mi sargento…”

viernes, 22 de enero de 2010

Memorias del subsuelo, de Dostoyevski (1821-1881)

(Comentarios a una lectura)

Stefan Zweig consideraba a Dostoyevski "el mejor conocedor del alma humana de todos los tiempos" debido a que, en sus grandes novelas, exploró la psicología humana desde múltiples facetas y, particularmente, en lo que respecta a los sentimientos del pueblo ruso del siglo XIX.

Tras iniciar su vida profesional como ingeniero, Feodor M. Dostoyevski abandonó pronto su carrera para dedicarse, exclusivamente, a la literatura. Su primera novela, Pobre gente (1846), fue muy bien recibida y su simpatía por los desgraciados y oprimidos de la población rusa le llevó a intervenir en temas políticos y económicos, por lo que el zar Nicolás I le condenó a muerte si bien, justo cuando se encontraba frente al pelotón de fusilamiento, la sentencia le fue conmutada por cuatro años de prisión en Siberia. Su encierro, en penosas condiciones higiénicas y sanitarias, le llevó a enfermar de epilepsia, cuyas crisis recurrentes le acompañaron de por vida, afectando de forma muy negativa a sus relaciones personales, del mismo modo que lo hizo la pasión que sentía por el juego, otro de sus males crónicos, que le obsesionó durante muchos años, combinando frecuentes viajes a París y Wiesbaden donde esta actividad no sólo estaba permitida sino que, en aquellos tiempos, se encontraba en pleno auge.

Las pugnas entre el amor y el odio, el bien y el mal o entre la pobreza y la riqueza son conflictos que aparecen con gran frecuencia en sus novelas, reflejando sus inquietudes sociales y humanitarias a la par que su profundidad psicológica, reflejada en muchos de sus personajes.

El filósofo estadounidense Walter Kaufmann, le consideraba uno de los escritores más trascendentes de la literatura rusa apreciando, en particular, "Memorias del subsuelo" (1864), “la mejor obertura para el existencialismo jamás escrita” interpretada con la atormentada voz del anónimo “hombre subterráneo”.

Habitualmente, se le inscribe en la restringida lista de los mejores y más influyentes escritores universales, al lado de Homero, Dante, Shakespeare o Cervantes. En un canon recientemente elaborado por el Instituto Nobel y el Club del Libro Noruego, con la participación de cien escritores de 54 países para seleccionar la mejor obra literaria de la historia, a Dostoyevski se le menciona más veces que a ningún otro autor (con cuatro obras). Nietzsche, que era uno de sus admiradores, afirmó: “Dostoyevski, el único psicólogo, por cierto, del cual se podía aprender algo, es uno de los accidentes más felices de mi vida, más incluso que el descubrimiento de Stendhal”.

Entre sus mejores novelas deben citarse, aparte de “Pobre gente” y "Memorias del subsuelo": Noches blancas (1848), Humillados y ofendidos (1861), Crimen y castigo (1866), El jugador (1866), El idiota (1869), Los demonios (1872), y Los hermanos Karamazov (1880)

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De “Memorias del subsuelo” se podría pensar, en un contacto somero, que es una novela fuera de nuestro tiempo o irrelevante dentro de la colosal arquitectura literaria de Dostoyevski. Si así lo hubiéramos considerado habríamos cometido un inmenso error.

Que no está fuera de nuestro tiempo lo indican los análisis que aún genera, y cuyo último ejemplo se recoge en el artículo que le dedica la “Revista de Occidente” en su número 343, de Diciembre de 2009, donde se leen cosas como que esta novela se anticipa al Kafka de “La metamorfosis” o que “Memorias del subsuelo” “fundó una manera de narrar que marcará alguna de las mejores literaturas del siglo XX” y se citan a “El Pozo” de Onetti, “El extranjero” de Camus, y a otros autores como Hermann Hesse y Roberto Arlt, entre los distinguidos seguidores de su modelo.

“Memorias del subsuelo”, en cuanto al número de páginas, dista bastante de las monumentales dimensiones de otras novelas de Dostoyevski, como “Los hermanos Karamazov” o “Humillados y ofendidos”, pero sin esa grandiosidad, no es inferior en la substancia de su contenido.

Sin extenderme en más preámbulos, paso a comentar algunos aspectos de esta narración en cuyo prefacio Rafael Cansinos Assens nos anticipa que Dostoyevski “acaba de regresar del extranjero después de liquidar su últimas ilusiones con Polina Suslova (su amiga) y perder sus últimos cobres en la ruleta” además de que está enfermo. En tal estado físico y anímico se puso a escribir “Memorias del subsuelo”.

Empezaré refiriéndome al narrador. Su voz, en primera persona puesto que es una confesión a lo que asistimos, está dirigida al lector, al que apela directamente en varias ocasiones. Este narrador-personaje, desconocido para el lector, no tiene ni nombre, pero lleva a cabo una introspección exhaustiva de su personalidad neurótica y miserable, desconfiada, a partir de su sentimiento de inferioridad y desprecio hacia sí mismo. “Soy malo”, nos dice ya en la primera línea de la novela.

En sus auto-reconvenciones, va mostrando sus sentimientos con los que trastea en el subsuelo de su naturaleza íntima, deleitándose de forma clarividente, eso sí, con el placer que le deparan sus maldades y los pensamientos negativos que le torturan hasta que, de tanto en tanto, asoma la razón, con sus frenos y reservas, haciéndole recapacitar acerca del lado elevado y bondadoso del ser humano, aparentando con esto equilibrar sus especulaciones. El resultado, sin embargo, es poco duradero. En este sentido, llama la atención cómo alterna entre la prioridad de sus instintos (en los que, minuciosamente, se regodea) y las fases de buen juicio con un discurso donde destaca la lógica y el respeto.

Se interroga, dudoso (pero no olvidemos que se dirige al lector) “¿puede respetarse (a) quien está decidido a hallar placer en el sentimiento de su propia abyección?” (capítulo V). Al contrario, en sus momentos lúcidos, nos expone que “el hombre sólo comete bajezas porque no comprende su verdadero interés… si le abriesen los ojos… al punto se volvería bueno y generoso” (capítulo VII). En todo caso, junto con su agudeza intelectual y sin salir de su agujero, nos traslada sus dudas enfermizas y la prioridad de sus pasiones: “la razón caballeros, es una buena cosa, eso es indiscutible; pero la razón no es más que la razón, y sólo satisface a la capacidad humana de raciocinar, en tanto que el deseo es la manifestación de la vida toda…” (capítulo VIII)

La organización de la novela divide el texto en dos partes diferenciadas: En la primera, tenemos la fase confesional, reflexiva, íntima, donde nuestro personaje da a conocer sus instintos más recónditos, sus maldades y su placer al evocarlas hasta la saciedad, de modo similar a como hace con sus teorías, cuando es la razón quien toma el poder de su mente y dirige su discurso. En la segunda parte, la que pudiéramos etiquetar como “dialogada”, ocurrida 20 años antes, se sitúa dentro de su conciencia en libertad, donde aparecen frecuentes diálogos, especialmente con Liza, en cuyas relaciones se evidencian, otra vez, las discordancias de su subconsciente.

El argumento nos permite, en realidad, descubrir un antihéroe muy representativo. Su largo soliloquio exhibe su perfil psico-patológico, sin valores, sin nobleza, sin alegría, pasivo, sin afectos, pobre, frágil, sólo e invisible, confesando al lector que sus desgracias, dolores y humillaciones le producen placer, que es el aspecto más significativo de su desequilibrio mental. En la segunda parte, de estructura más coloquial, literaria o menos analítica, nos termina de describir la historia de su vida con compañeros, amigos (los que nunca tuvo) y sus relaciones episódicas con Liza donde se terminan de exhibir sus luchas internas y las inútiles relaciones personales en las que la razón no es capaz de imponer un equilibrio estable.

El punto de vista adoptado o la focalización literaria del relato, no insistiré en ello demasiado pues ha quedado expuesto más arriba, es el de la indagación en los sentimientos, pasiones e instintos más hondos del personaje, narrados desde ese “subsuelo” donde intentan penetrar, desde hace años, los psicoanalistas.
Igualmente, aunque sea de forma breve, merecen destacarse los escenarios o ambientes por los que transita la segunda parte que configuran una atmósfera triste, solitaria, depresiva, enfermiza y hasta explosiva mientras que, a ratos, (con Liza, principalmente) se convierte en acogedora y afable.

Novela de texto denso, con descripciones minuciosas, determina un ritmo necesariamente despacioso y, a veces, reiterativo. En la primera parte la acción es nula y puede exigir cierto esfuerzo sostener la concentración para seguir el hilo de las reflexiones del protagonista, especialmente cuando introduce digresiones extensas como la del capítulo I de la segunda parte. Esta novela, es evidente, tiene más carácter de obra filosófica –por su introspección y análisis de sentimientos– que de ficción literaria. De cualquier modo, el punto culminante del conflicto, el clímax, se sitúa con claridad en el final de la novela, en la crisis de nuestro hombre con Liza, en la inutilidad de la visita de ésta, en su ruptura, su partida entre la indiferencia y la desesperación del “memorialista”, “entre la nieve que caía espesa, prieta…”

Para ir concluyendo, unas palabras acerca de simbolismo y el fondo de “Memorias del subsuelo”. Se trata de un descenso a los infiernos de la personalidad a los que tan proclive se muestra Dostoyevski en buena parte de sus obras; saca a la luz los demonios que guarda el hombre en su “covacha”, las ideas, los sentimientos más profundos, los valores y miserias que explican el comportamiento humano. Creo que aquí se ha hecho un buen ejercicio para penetrar en el “hombre del subsuelo”, el subconsciente individual, quizás para ponderar su potencial filosófico, su capacidad poética a la vez que su maldad o antipatía, allá en lo hondo. Ante todo, se ha mostrado el agudo poder de observación de Dostoyevski para ayudarnos a comprender nuestra facilidad para llegar a ser “nada” a través de la experimentación placentera del dolor y la gandulería. Y su tino (qué contradicción) al afirmar que: “la mayor parte de los seres sanguinarios…fueron siempre ultracivilizados…” (capítulo VII de la primera parte). ¿O quiere decir que ante situaciones de extrema crueldad, como dijo Freud, se ponen en marcha mecanismos psíquicos de protección anímica? En todo caso, su relato, no oculta la maldad, la inclinación del hombre a flagelarse, a sufrir, como último y desesperado medio para conseguir un gramo de felicidad cuando se alivia el padecimiento.

No, no es una literatura de entretenimiento, pero a pesar de su exigencia, no es una novela que podamos catalogar de “difícil”, aunque resulte laboriosa.

miércoles, 13 de enero de 2010

Pánico

(Microrelato. 100 palabras)

Hubo un estallido de pánico durante el recreo de los niños, formándose enseguida corrillos que se rompían y rehacían alocadamente. El mensaje de los hombres era claro: cuando saliéramos del colegio nos iban a destripar con aquellos cuchillos.

Nos replegamos al resguardo del edificio sin creer el desmentido de la amenaza. Las maestras insistieron, pero su poder de convicción era infinitamente menor que las imágenes de aquellos criminales, esperando fuera. El recreo no pudo continuar ¿cómo pensar en juegos estando a punto de morir?

Por suerte, cuando llegó la hora de volver a casa, los afiladores ya se habían ido.