viernes, 26 de marzo de 2010

El gatopardo, de Lampedusa, (1896-1957)

(Comentarios a una lectura)

Natural de Palermo, este escritor descendiente de la aristocracia siciliana era Príncipe de Lampedusa. Tenía 18 años cuando estalló la primera guerra mundial y hubo de abandonar sus estudios para participar en la conflagración. Hecho prisionero, fue internado en un campo de concentración en Hungría del que pudo fugarse y, a pie, a través de Europa, alcanzar Italia.

En uno de sus viajes al extranjero conoció y contrajo matrimonio con Alessandra Woll-Stomersee, de la nobleza letona, una de las introductoras del psicoanálisis en Italia. Lampedusa tomó parte, brevemente, en la segunda Guerra Mundial con el grado de capitán y tras la destrucción de su casa en un bombardeo, se refugió en la de un poeta primo suyo (Lucio Piccolo), circunstancia que le permitió entrar en contacto con la literatura.

El Gatopardo (1954), su única obra (salvo apenas otros cientos de páginas, pocos), la escribió muy rápidamente, entre 1955 y 1956, aunque la había gestado durante muchos años. Obtuvo gran fama póstuma pues, al serle rechazada por varias editoriales, se publicó un año después de su muerte, que acaeció en 1957.

El Gatopardo, nos cuenta los últimos días de la aristocracia siciliana (1860) cuando Garibaldi tomó Sicilia y expandió su ideal republicano, durante los convulsos tiempos de la unificación italiana. Es la historia del Príncipe de Salina, don Fabrizio Corbera y su familia y está inspirada en Giulio IV di Lampedusa, el bisabuelo de G. Tomás di Lampedusa. Sin duda, el mayor interés de la novela radica en representar en la ficción un gran cambio de alcance universal: el inicio de la desintegración de la aristocracia y su sustitución por la burguesía como clase dominante. A través del personaje del príncipe de Salina asistimos a los momentos de crisis vividos desde dentro de una familia aristocrática, a sus momentos íntimos de alarma y cómo va contemplando la decadencia de su entorno. Es, pues, una novela que aúna a su valor literario un innegable alcance histórico a la vez que autobiográfico dados los antecedentes que el autor llegó a conocer y vivir con detalle.

La obra está narrada en tercera persona omnisciente y, aspecto curioso y digno de señalarse, el primer capítulo (algo más de cincuenta páginas), relata lo sucedido un día completo de Mayo de 1860. Desde que terminó el rezo del rosario hasta el comienzo de la misma oración del día siguiente, expresado al más puro estilo “joiceano” del “Ulises” (1922). Al parecer era admirador de James Joyce, cuyas obras conocía bien. Son veinticuatro horas de la vida del príncipe don Fabrizio, y comprende algunos acontecimientos y monólogos interiores o flujos de conciencia que ratifican esa influencia, además de la recibida de sus otros dos escritores más admirados: Stendhal y Proust.

Los personajes los encontramos muy bien definidos en lo físico y en los rasgos psicológicos, que sustentan sus comportamientos: don Fabrizio (culto y consciente de la decadencia de la aristocracia), su sobrino predilecto Tancredi (abierto, divertido y revolucionario), el Padre Pirrone (confesor de la casa), Concetta (hija del príncipe y fallida candidata a casarse con Tancredi), don Calogero (rico y genuino representante de la tosca pero pujante burguesía, capaz de ir puliéndose para sustituir a la decadente aristocracia), Angélica (hija de don Calogero, casada con Tancredi tras la aprobación [más bien claudicación] final del príncipe), etc.

En El Gatopardo hay muchos episodios cargados de filosofía y, en general, sus páginas también están repletas de poesía y, sobre todo, de la nostalgia del Príncipe por un tiempo pasado que, con tristeza, ve llegar a su fin coincidiendo con su ocaso biográfico. En este sentido, no le consuela nada la idea de su sobrino Tancredi, materializada en una frase que ha quedado como símbolo de la actitud de muchas corrientes políticas, aparentemente liberales


“Si queremos que todo siga como está es preciso que todo cambie. ”

Esta máxima ha dado lugar a lo que ha sido bautizado como “gatopardismo”, refiriéndose a los reformistas que admiten o proponen un leve cambio en las estructuras de las organizaciones para salvar o conservar el conjunto y que, por tanto, nada llegue a cambiar realmente.

Del texto, son multitud las frases y conversaciones irónicas que pueden seleccionarse acerca de los vaivenes de la política, sobre el ascenso y caída de las clases sociales, las corruptelas, el falso fervor patriótico y el papel del clero (tratando de quedar bien con todos). Algunas reflexiones han pasado a formar parte de una especial “cultura” o estrategia administrativa de determinados poderes públicos. Son palabras de don Fabrizio:


“Queréis sólo ocupar nuestro puesto (el de la aristocracia). Con dulzura, con buenas maneras, pero metiéndoos en el bolsillo unos miles de ducados [...] en el fondo: tan solo una imperceptible sustitución de castas”.
“… no tengo ilusiones, y ¿qué haría el Senado de mí, de un legislador inexperto que carece de la facultad de engañarse a sí mismo, este requisito tan esencial en quién quiere guiar a los demás?”
“Y también le diré, don Pietrino, [...] que si tuviera que desaparecer esta clase [la aristocracia] se constituirá otra equivalente con los mismos méritos y los mismos defectos. Acaso no se basará ya en la sangre, sino, ¡qué sé yo!, en la antigüedad en cuanto a la presencia en un lugar, o su pretendido mejor conocimiento de cualquier presunto texto sagrado”.

Tal vez, uno de los aspectos que más ha contribuido a su éxito como novela (aparte de lo que haya ayudado a ello la película del mismo título dirigida por Visconti), es que estamos ante una verdadera obra de arte donde sobresale la estética de un estilo literario de lenguaje primoroso, rico en detalles, musical, de adjetivos sutiles, donde la forma prevalece sobre otros conceptos llámense históricos o sociales. La manera de expresarse Lampedusa entre la ironía, la amargura, entre lo real y lo ilusorio y la nostalgia de un mundo pasado que le parece infinitamente mejor, es todo un alarde. Nos introduce en la ceremonia de una sociedad que se va disolviendo entre los recuerdos y ensoñaciones de una vida refinada, envuelta en bellos espejismos y ácidas realidades que va poniendo, con mano maestra, a nuestro alcance lector. Enfrente, el avance de una nueva estirpe, la rústica, descarada y ambiciosa burguesía; sin que nada cambie en el fondo. Seguirá habiendo ricos y pobres, poderosos y débiles, señores y criados, si es esa la lectura que se quiere hacer.

La trama de la novela es sencilla y los importantes cambios socio-políticos a que da lugar la toma de Sicilia, se van produciendo en el relato casi fuera de foco, mientras que como lectores nos establecemos, penetramos en el microcosmos de la familia Salina. Asistimos desde dentro a los efectos personalizados de la decadencia de la aristocracia y el progreso enérgico de la burguesía en las figuras de los personajes, una compleja galería que viene a ser una muestra de los pecados, virtudes y otros ingredientes que constituyen el espectáculo de la comedia humana.

Lo menos bueno es que si todo ha cambiado, todo sigue igual.

lunes, 15 de marzo de 2010

Miguel Delibes (1920-2010)

El viernes 12 de Marzo de 2010, como todos sabrán, ha muerto Miguel Delibes. Por televisión y a través de los principales periódicos hemos podido asistir a sus exequias fúnebres que, increíblemente, han congregado a miles de ciudadanos para darle el último adiós. Adjetivo como “increíble” esta movilización porque Delibes no era un futbolista popular, ni un as del automóvil, ni torero o artista. Tampoco jugaba al tenis, ni era un político. Únicamente, como él decía, “soy un cazador que escribe” y ¡de qué modo escribía!

¿A qué se debe, pues, esta reacción multitudinaria? Mi convicción es que todos mis paisanos están seguros de que se nos ha ido un hombre bueno, de ética irreprochable, recatado y, como escritor, un maestro. Era, un vecino próximo, con quien nos cruzábamos por la calle, leíamos sus libros, sus artículos (y los de sus discípulos aventajados) en “El Norte de Castilla”, periódico del que nunca se desligó del todo, a pesar de su dimisión en 1963. Esta reacción ha sido, sin duda, un triunfo de la cultura y del humanismo con el que –desde lejos o en directo– nos hemos emocionado y sentido orgullosos. El pueblo de Valladolid, miles y miles de personas, –hablan de unas 25.000, equivalente a un Estadio de Zorrilla, lleno– se ha volcado acompañando al escritor sencillo, de provincias, que escribía de cosas corrientes: de los niños, de la pobreza extrema, de jubilados, de la muerte, de la injusticia social y de los paisajes de la ancha Castilla.

Recojo algunas frases escuetas, sobrias como corresponde, con las que ha sido homenajeado en los titulares de prensa de estos días: “Delibes, la conciencia libre”, “Delibes, final del camino”, “Miguel Delibes, la grandeza de la sencillez”, “El alma literaria de Castilla”, “El cazador de palabras”, “Se apaga el alma de Castilla” “La voz de los desheredados”,“Adiós, maestro”, “Delibes: ancha era Castilla”.

Adiós, adiós.

domingo, 7 de marzo de 2010

El sepulcro de Don Quijote

Miguel de Unamuno, (¡don Miguel!), en las primeras páginas de “Vida de Don Quijote y Sancho” propone rescatar el sepulcro de Don Quijote “del poder de los bachilleres, curas, barberos, duques y canónigos que lo tienen ocupado”. Si bien la primera de las dificultades a vencer es que no se sabe dónde está enterrado el ingenioso hidalgo, esto no es obstáculo para que el indómito profesor arengue a los jóvenes y prometa que él mismo se unirá al grupo que inicie la búsqueda, que ponga manos a la obra.

Según cuenta Cervantes, traduciendo a Cide Hamete Benengeli, Alonso Quijano el Bueno había “muerto naturalmente” (de muerte natural), y nos da a conocer varios epitafios que ilustran su sepultura, “en un lugar de La Mancha”. De acuerdo pero, aparte del conocido óbito de Alonso Quijano, uno puede preguntarse: ¿qué fue de Don Quijote? ¿si murió, cuándo fue? y ¿dónde puede estar el sepulcro por el que pregunta Unamuno y sus muchachos?

Volvemos a las fuentes; a Cide Hamete, y escudriñamos detalles de la información que nos transmite. En los capítulos 73 y 74 de la Segunda Parte de su historia, al poco de regresar a su casa, Don Quijote enferma, lo que trastoca sus planes para cumplir la pena impuesta por su derrota frente al Caballero de la Blanca Luna. Durante el año de inactividad caballeresca a que le obliga la condena se dedicaría al pastoreo, y ya tenía pensado cómo hacerlo: se convertiría en el pastor Quijótiz. No obstante, ha de guardar cama, y pasa unos días débil y alterado y, tras unas jornadas, consigue por fin dormir “de un tirón más de seis horas. Despertó al cabo de ese tiempo y dando una gran voz…” Es aquí donde no estamos de acuerdo. No; eso es falso. Don Quijote ya no despertó de su sueño, quien lo hizo fue Alonso Quijano, traicionando su anterior personalidad. Sin duda se debió a un sortilegio o conjuro mágico. El sueño reparador, aburguesado, lo transformó, convirtiéndolo en el rico terrateniente preocupado por los bienes y la herencia que habría de dejar a sus deudos. Don Quijote, tengo para mí, nunca murió y su sepulcro, ¡claro!, no existe en ningún lugar del mundo. Que nadie lo busque.

Un encantamiento, alguna Casandra, ha confundido e impedido a Cide Hamete, enterarse y dar detalles del final de Don Quijote, contándonos en cambio los últimos momentos de la vida de Alonso Quijano, un personaje sin interés ni cualidades dignas de aparecer en los papeles. Don Quijote durante aquel sueño se debió de convertir en substancia o esencia que ha ido alojándose –como re-encarnándose, en un eterno retorno–, aquí y allá, en gentes desconocidas o no tanto, que ahora nadie sabe distinguir, o casi pero, no nos cabe ninguna duda, sigue vivo, inmortal, con otros nombres, con otras figuras, aquí y en otros países, desfaciendo entuertos, luchando contra gigantes con formas de molino o encastillados en lujosas fortificaciones, batallando contra la injusticia, el abuso, en defensa de la libertad, tutelando el honor de doña Dulcinea. Que nadie busque su sepulcro.