Stendhal, seudónimo con el que es conocido Henri-Marie Beyle, nació en Grenoble (Francia) el 23 de enero de 1783. Hijo de un abogado, perdió a su madre a temprana edad por lo que fue criado por su padre y una tía. Estudió en Grenoble y luego se fue a París donde se alistó en el Ejército tomando parte en las campañas de Napoleón, a quien siempre admiró y consideraría como un héroe. Después de la toma de París por los aliadosde en 1814 se exilió voluntariamente a Milán, a la que consideró como la ciudad de sus sueños. No obstante, perseguido por liberal tuvo que abandonar esta metrópoli asentándose, a temporadas, entre Londres y París donde frecuentó los salones literarios. En 1831 fue nombrado cónsul de Civitavecchia, en los Estados Pontificios. Murió en París, en 1842.
Su obra literaria se encuadra dentro del movimiento realista, debiendo recordarse la definición que hacía el propio Stendhal de la novela: “es un espejo que se pasea a lo largo del camino y refleja lo que se encuentra (sea elevado o miserable, moral o inmoral...)” por lo que casi siempre elude enjuiciar los hechos que narra en un intento serio de ser objetivo o neutral. Los temas que abarcan sus obras son muy variados: burguesía, aristocracia, mundo rural, caciquismo, política, proletariado, infidelidad conyugal, vida conventual, etc. contados con todo lujo de detalles y minuciosidad.
La Cartuja de Parma fue publicada en 1839 (aunque ya hacía nueve años que la tenía escrita) y, al igual que otros grandes literatos del siglo XIX, Stendhal jamás se preocupó por parecer original, sino que para inspirarse aprovechaba los conflictos y crónicas conocidas, como en el caso de La Cartuja, basado en el “Origen de la grandeza de la familia Farnesio”, un panfleto que había caído por casualidad en sus manos y que, añadido a las vivencias de sus andanzas de viajero por Italia y la admiración que sentía por Napoleón, fueron elementos suficientes para recrear la atmósfera cortesana de la época y, con innata maestría, introducir tramas e intrigas que, en su modo de contar, sí son debidas, en exclusiva, a la calidad de su pluma. En estas páginas, no obstante, pueden encontrarse abundantes rastros del romanticismo que le precedió como movimiento literario.
El protagonista de La Cartuja de Parma, Fabrizio del Dongo, es un joven milanés de 17 años al inicio de la novela y sus aventuras se sitúan en los últimos tiempos del dominio napoleónico en Europa. Nacido en el seno de una familia aristocrática, era especialista en meterse en líos y entusiasta defensor de las nuevas ideas revolucionarias. Como admiraba con fervor a Napoleón, a toda costa y a pesar de su minoría de edad, trató de incorporarse a las fuerzas del emperador en Waterloo. En Junio de 1815, tras algunas peripecias consigue unirse a un grupo de soldados en retirada con los que interviene en varias refriegas, sin entender lo que está sucediendo y ni siquiera estar seguro de haber participado en una batalla. Este magnífico episodio, donde resultó herido, es de un gran realismo y, más tarde, ha inspirado –se dice– a otros escritores en la narración de grandes batallas; al Tolstoi Guerra y Paz, por ejemplo.
De vuelta a Italia, tras un exilio en Suiza por supuesta colaboración con las tropas napoleónicas, las diferencias con su padre y el odio de su hermano mayor –futuro heredero familiar de títulos y fortuna–, le animan a acogerse, en Parma, al amparo de su tía Gina, la duquesa de Sanseverina (hermana de su madre), que había estado casada con un militar napoleónico y que siente por Fabricio una marcada inclinación amorosa, lo que induce a la duquesa a conseguir de su amante efectivo –el conde Mosca, primer ministro del principado–, que tutele las andanzas de Fabrizio. Entre ambos, le quitan la idea de hacerse militar y le convencen para que escoja la carrera eclesiástica, en la que enseguida apunta un futuro prometedor.
Al regreso de sus estudios religiosos, se convierte en el blanco de los enemigos políticos del conde y se ve envuelto en diferentes aventuras llegando a pelearse, por motivos amorosos, con un actor (Giletti) al que da muerte, lo que le pone de nuevo en fuga hasta caer en una trampa y ser encarcelado en la Torre Farnesio de Parma. Ante esta circunstancia, la condesa Sanseverina, planea diversas tramas para liberarle, mientras Fabricio ha descubierto, desde la ventana de su celda, a Clelia Conti, la hija del alcaide de la prisión, de la que se enamora a distancia. Cuando, por fin, las intrigas de la duquesa tienen éxito y Fabricio consigue fugarse, todavía es precisa la mano y los contactos de la Sanseverina para que, en juicio público, sea exculpado del crimen de que se le acusaba, aunque para asegurar su vida ha de exiliarse una vez más. Para entonces, Clelia, la hija de su carcelero, se ha casado con un rico marqués y prometido a la Virgen que nunca más volverá a ver al antiguo prisionero. La joven quizás hubiera mantenido su promesa, pero el príncipe de Parma, firmante de la condena de Fabrizio, muere envenenado y le sucede su hijo quien sí autoriza el regreso a la ciudad del futuro cartujo que vuelve a encontrarse con Clelia. Se convierte en su amante y tiene un hijo con ella, pero las cosas se precipitan. Tanto el niño como ella enferman y mueren consecuencia imprevista de los últimos complots ingeniados por Fabrizio.
Entonces se retira a la Cartuja de Parma, situada en los bosques próximos, donde murió un año después.
Como hemos anticipado, la batalla de Waterloo es una de las partes de la novela que más ha llamado la atención. Es vivida desde tan dentro por Fabrizio que no sabe si el grupo al que se ha juntado ataca o huye, si avanza o retrocede; carece de perspectiva y sólo los uniformes distinguen de qué lado se combate. Tan confuso es todo que, por ello, duda de si ha asistido a una verdadera batalla.
”La guerra no era, pues, ese doble y magnánimo ímpetu de almas amantes de la gloria, que se había figurado, leyendo las proclamas de Napoleón”.
Luego, ya superada la conflagración, La Cartuja de Parma nos va mostrando actitudes, personajes, escenarios y psicologías. Se revelan las costumbres y los vicios libertinos de una sociedad que, a la vez que en sus aspectos políticos, está claramente inspirados por el genio de Maquiavelo. De modo similar, por sus semejanzas, hay quien dice que pudiera haber sugerido algunos pasajes de El Gatopardo de Lampedusa: en sus figuras aristocráticas, la burguesía que emerge con fuerza, el interesado papel del clero, etc.
Los personajes, muchos de ellos espíritus distinguidos a pesar de su origen humilde, hacen gala de su carencia de escrúpulos y del engaño para lograr su ascenso social. En cualquier caso es un pequeño universo (alrededor de cien personajes) manejados por Stendhal con facilidad, ocupando cada uno su lugar y pareciendo que nadie sea superfluo en el conjunto de la novela. De los protagonistas principales nos parece curiosa su actitud y maneras. Desde las primeras páginas, se ganan la complicidad y simpatía del lector pese a que los encontremos, desenvueltos o arrogantes, seguros de sí mismos y un tanto lujuriosos.
Mención aparte merece la posición, de exquisita “neutralidad”, del narrador que trata por igual la hipocresía que la generosidad. Es posible que esta neutralidad proceda del hecho de que la historia le fue contada y documentada, como indica en la “Advertencia” al inicio de la obra, y no quiso cambiar nada de lo que le transmitieron. No obstante, sí que en la última etapa de Fabricio puede apreciarse un gran cambio. En la novela moderna (y ésta lo es) el tiempo pasa y se ve el desgaste, la degradación de la vida. Es el caso de Fabricio –que siempre persiguió la felicidad–, sólo fue feliz cuando careció de todo, hasta de la libertad en la prisión; no se percibe que la infamia o el deshonor, le afectasen en sus ilusiones. Luego, al final, sí consideró la inutilidad de todas las riquezas obtenidas, repartió todos sus bienes, renunció a sus cargos y se retiró a la Cartuja. Ya no tenía nada, sólo “mucho que purgar” consigo mismo.
En lo que corresponde al espacio literario, la descripción de los paisajes rurales y urbanos de las escenas del norte de Italia (bellos y soleados bosques, las campiñas, los castillos y los palacios, el lago Como) permite al lector apreciar la vida de aquellos lugares, incluidas las intrigas palaciegas –uno de los rasgos distintivos de la obra–. Este lector se pasea en medio de aristócratas más o menos corrompidos, burgueses ambiciosos, jueces, policías, clérigos, criados, campesinos y gentes del pueblo llano (adictos o no a la Iglesia o al gobierno); sufridos, ignorantes y verosímiles hoy día.
Desde un punto de vista psicológico puede destacarse cómo se muestran los complejos caracteres, los perfiles de los personajes, en especial de los centrales: La intrigante, seductora e inteligente Gina, duquesa Sanseverina, por la que su sobrino siente gran afecto pero no amor verdadero, lo que, sin duda, les impide convertirse en amantes; el maquiavélico conde Mosca, primer ministro; los príncipes de Parma (padre e hijo), aferrados al poder, ambiciosos..; la pasión de Clelia, reprimida durante largo tiempo, y el propio Fabricio, valeroso y romántico, en busca constante de aventuras y gloria nos parecen, por sus defectos, como si fueran de carne y hueso, de un realismo notable. Están tan vivos, con sus ideas y arrebatos, que nos admiran o nos dan inmensa lástima.
El ritmo de la narración si bien en algún momento decae en intensidad, es uno de los puntos fuertes de La Cartuja de Parma pues el fondo argumental es de continuada tensión entre guerras, amores jóvenes y maduros, duelos, revoluciones, cárceles, traiciones, fugas, peleas, crímenes, envenenamientos... y siempre la intriga, la conspiración. Pero, a pesar de la riqueza de la acción, de las numerosas aventuras que acaecen y las mil intrigas que se orquestan –las maniobras de la nobleza y el clero–, la historia que nos cuenta La Cartuja de Parma, es creíble, nada de lo sustancial, ni el estilo ni el temple de los protagonista, parece forzado o inexplicable per se y esto es, quizá, lo que mantiene su actualidad casi doscientos años después de escrita. La corrupción a determinados niveles, las traiciones, las guerras, etcétera siguen ahí como materias de “uso y costumbre”.
Una de las sorpresas que nos depara esta novela es que, contra lo esperado, durante páginas y páginas, el papel desempeñado por La Cartuja que da título a la novela es irrelevante (no aparece en el relato) y solo se justifica porque es el lugar al que se retira Fabricio para vivir el final de su vida; sin más trascendencia. Más asombro nos proporciona el entorno de La Cartuja si tratamos de situar el texto en los escenarios que hubieran podido inspirar a Stendhal. En este caso nos encontramos con una colección de falsificaciones, como han puesto de manifiesto varios estudiosos y críticos. La Cartuja de Parma nunca ha existido, ni la altísima torre de Farnesio, ni la novela es una creación de Stendhal, como hemos visto en la “Advertencia” del libro. Es la novela de los engaños según puede apreciar el lector. Las cartas y firmas falsas están a la orden del día en la trama; Fabricio tan pronto cambia de imagen como usa de disfraces diversos, aunque puede que en menor número que las mentiras hilvanadas por el Príncipe, como buen político. En conjunto, no existe ningún demérito, estamos hablando de ficción, de literatura.
A pesar de que los ejes sobre los que se asienta La Cartuja de Parma puedan ser el personaje de Gina, “la Sanseverina” y el espíritu maquiavélico que rodea su mundo y sus actuaciones, no deja de llamar la atención la presencia –que casi llega a sorprendernos–, o el papel tan preponderante que desempeñan en aquella sociedad corrupta, los nobles y la clerecía. Los primeros viviendo siempre entre conspiraciones y amoríos adúlteros y los segundos entendiéndose de tú a tú, poderosos y mundanos, con aquella aristocracia. No cabe duda de que la novela encierra una crítica, aunque en tono burlón, de todos los niveles sociales, pero quizás es en los eclesiásticos donde pone el acento mostrando sus faltas y deslices: párrocos, confesores, canónigos, arzobispos... en amplia colección, suelen aparecer al servicio de la nobleza a veces con actitudes ingenuas o temerarias. Esto sin tener en cuenta las críticas de Fabricio por la enseñanza recibida de los jesuitas “Para saber cuáles son las culpas de uno hay que preguntárselas al cura...” (capítulo XII), no obstante, al final, en una sutil evocación, se dice que “Fabricio era muy creyente para recurrir al suicidio” (tras la muerte de su hijo y Clelia). Esperaba verlos “en otro mundo mejor…”
Es indudable que la atmósfera y ambientes descritos por Stendhal merecen una cita especial. Hay que subrayar su inspiración al describir la corte de Parma, sus sabrosos personajes y costumbres históricas (sin pertenecer a lo que hoy se conoce como una “novela histórica”, pero insertados en episodios de carácter auténtico). Actos de novela picaresca y políticos canallas, en una especie de colección de todo aquello que no se ha de hacer; recreados en sus escenarios naturales: calles, salones y palacios e iglesias... historia.
El éxito literario de La Cartuja reside en la trama del relato, cuya estructura puede considerarse lineal aunque se dan algunos saltos atrás o adelante. La historia de los cuatro personajes principales, llena de matices y pasiones inestables a lo largo del tiempo, se enfrentan entre sí, retroalimentándose, y son quienes hacen avanzar la novela. A pesar de que el narrador, en algunas ocasiones, dice que para no alargarse resume la acción, la carga de acontecimientos puede resultar en algunos momentos excesiva para el lector. Quizás algunas páginas podrían haberse suprimido sin menoscabo del conjunto de la ficción y, por el contrario, al final, el relato de la enfermedad y muerte del niño y de Clelia y la decisión de Fabrizio de recluirse en la Cartuja están, sin duda, abreviados en exceso. Como si el autor se hubiese dado cuenta de que ha superado el tamaño aconsejable de la obra y acelerara su conclusión, recortando el texto.
Para finalizar estas notas creo que es imprescindible, al menos parece difícil de evitar, la comparación entre las dos obras fundamentales de Stendhal: La Cartuja de Parma y Rojo y Negro. Hay pocos críticos que al tratar de una obra no se hayan considerado obligados a citar la otra. Desde mi punto de vista, de simple lector, estas dos novelas mantienen clara relación de familiaridad y estilo, en especial, entre Julián Sorel y Fabricio si bien son dos personalidades distintas. El primero me parece que tiene un “plan de carrera” más definido que Fabricio, que vive al día, dominado por el azar y la aventura. Del mismo modo en el universo de ambas obras aparecen elementos similares: la nobleza, el estamento militar, el poder, el clero, los amores desbocados y figuras como el protector o consejero de jóvenes en conflicto. Y, aún dentro de esta “consanguinidad”, personalmente me inclino en favor de Rojo y Negro que encuentro de mayor peso específico y profundidad. En sus páginas hay actitudes, conductas y reflexiones que han quedado fijadas para la posteridad, lo mismo que Julián Sorel que ha sido añadido a la galería de los grandes personajes de ficción donde ocupan plaza Don Quijote, Sancho, Hamlet o las más jóvenes, y en representación de las féminas, Ana Karenina y Madame Bovary.□
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