martes, 24 de abril de 2012

La riada

(Relato breve)

El río había comenzado a crecer, amenazador, en los últimos días de diciembre del 62. Era un río escaso normalmente, poco más que un arroyo que, de este a oeste, corría por un amplio valle a lo largo de cerca de cien kilómetros antes de entregar su modesto caudal, escurriéndose por entre las piedras de una especie de cascada, a la cuenca de la que era tributario. Con anterioridad –en varias ocasiones–, se había desbordado en la parte final de su curso, inundando y causando estragos en algunas calles de la cercana ciudad, así que sus orillas se fueron elevando, por la mano del hombre, en un intento de canalizarlo e incluso, en los taludes artificiales más inestables o amenazados, se plantaron árboles para consolidar el terreno. Con el paso de los años los árboles crecieron, ofreciendo atrayente verdor a quienes les agradaba pasearse, por un entorno en el que abundaban las huertas y un merendero estratégicamente situado –a la orilla del río, junto al puente de la carretera–, en el que descansar y calmar la sed, si era el caso. El lugar, cuando el tiempo acompañaba, era frecuentado por clanes familiares en su día de asueto semanal porque las pequeñas glorietas y cenadores al aire libre con que contaba el establecimiento, tenían su atractivo.

El martes dejó de llover, pero río arriba seguía haciéndolo con intensidad, no al modo de los impresionantes chaparrones veraniegos, sino de forma persistente, sin altibajos, gris, aburrida, propia del invierno. Esa noche en el paraje donde estaba el merendero, el caudal era de más de tres metros por encima del nivel acostumbrado como lo atestiguaba la escala pintada en un muro del puente, con tendencia a seguir subiendo si nada lo remediaba. En los accesos –donde encontraron espacio– estaban concentrados gran cantidad de vehículos, grúas y otros medios materiales (camiones militares, de bomberos, ambulancias, policías municipales) entre pilas de sacos de tierra y curiosos o afectados por la riada que podía inundar –antes que nada, y arruinar los enseres que contenían– las modestas viviendas próximas, una hilera de casas paralelas al río, separadas del merendero por la carretera, convertida en dique providencial. El río, ahora de más de treinta metros de ancho, estaba muy bien iluminado con unos grandes focos instalados por los bomberos, además de los que habían puesto los propios hortelanos conectados a sus tractores, para poder controlar la parte de la ribera que lindaba con sus parcelas y taponar alguna pequeña filtración que, aquí y allá, iban surgiendo. Las huertas de la margen izquierda ya quedaban muy por debajo del nivel del agua en esos momentos, cuando los soldados de Ingenieros, bomberos, voluntarios junto a vecinos del barrio se afanaban, obstinados y valientes, en poner sacos de tierra para realzar los lugares más bajos de las orillas; en fila, un hombre detrás de otro colocaban su saco y volvían a por otro. La situación, en extremo delicada, dependía de que el cauce resistiera y de que la avenida de agua no fuese a más. La corriente, violenta, era de color obscuro, espesa como aceite y despedía un cierto olor inidentificable; el ruido, un bramido continuo, hacía retumbar la estructura del puente que vomitaba inmensos remolinos de agua y espuma junto con ramas, carrizos y algún pequeño animal, hinchado, con las patas rígidas.

Las mujeres, los niños, los hombres que no trabajaban en la contención, con el rostro desencajado por la angustia y el miedo, hablaban entre ellos, en voz baja, entrecortada como si no quisieran interferir con el tumulto del río, con el sonido de los generadores eléctricos que alimentaban los focos. El merendero tenía más de medio metro de agua en el bar, decían, pero nadie se movía a verlo; era la hora de los rumores, de las ideas desesperadas: que si el puente, a punto de cubrirse totalmente (ya estaba acordonado por lo municipales) no resistiría...

– Sería mejor volarlo.

– Lo mismo que el de más abajo –se referían “al de la vía” que quizás estaba reteniendo la riada.

Otros anuncian que, “en la curva del Refugio”, ya ha “saltado” por el sitio que un grupo de militares trataba de reforzar. Contaban, nadie sabía el origen de la noticia, que iban a romper el cauce arriba, en el valle, lejos, en una zona donde la inundación solo afectaría a campos de labor y así se aliviaría –al menos de momento– el tramo entre el puente del merendero y el de la Pilarica y disminuiría el riesgo de que se inundara la ciudad. También se afirmaba que el problema estaba en la desembocadura, que no podía desaguar como es debido por la crecida del Pisuerga, a punto de salirse de madre. Luego, sin posibilidad inmediata de confirmarlo, circuló la especie de que ya se había desbordado abajo, en los vados, en el casco urbano, que “los sacos no pudieron resistir la fuerza del agua”, que “era un terreno muy bajo…”, “la corriente allí era muy fuerte…” se repetían como un eco. A pesar del ruido del río, de los camiones, de las órdenes destempladas, hablando quedo, de uno a otro, las noticias mezcladas con los rumores se transmitían sin problemas.

Eugenio Saelices se reincorporó ya de noche al grupo de vecinos que luchaban por fortificar las orillas del río. Había dormido un rato después de comer y, todavía con reminiscencias del sueño en sus neuronas, volvió a cargar sacos (como por la mañana) y a revisar con ojo crítico dónde era preciso reforzar el talud. Realmente no había descansado mucho; fue un sueño ligero, sobresaltado, donde se mezclaban los distintos episodios vividos defendiendo con energía cada metro de orilla. Cansado, pero allí estaba otra vez, dispuesto a pasar la noche entera si fuese preciso. Era un hombre fuerte, de pelo negro, rostro enérgico y curtido que estaba siempre a disposición de quien le necesitara en el barrio.

El accidente sobrevino al tratar de colocar un saco justo al borde de la corriente para lo que apoyó un pie en otros colocados antes. No resistieron su peso y se fueron al agua hombre y sacos. Eugenio fue arrastrado sin que nadie se diera cuenta del suceso, ocupados cada cuál en sus tareas, sus miedos o sus preocupaciones, quizás porque aquella zona, entre árboles, estaba menos iluminada, o por mala suerte. Al hundirse en la rápida corriente, sus oídos registraron como un estampido trágico, le absorbió la negrura absoluta y un frío intenso, pegajoso, le llegó a los huesos. Se dio cuenta inmediata de que hallaba en trance de morir ahogado aunque sabía nadar y, luchando con el río, tuvo por seguro que no recibiría ayuda de nadie. Golpeaba el agua con vigor, braceando de arriba abajo para tratar de mantenerse en la superficie y respirar pero, apenas lo conseguía, volvía a ser engullido por la furiosa mezcla de agua y lodo. Los remolinos le hacían girar en todos los sentidos, la corriente le arrastraba con violencia, batiéndole contra las orillas, que llegó a tocar, pero no pudo sujetarse, no encontró, en aquellas centésimas de segundo que duró cada choque, nada a que agarrarse con sus manos agarrotadas. A veces notaba que estaba en la superficie de la corriente y en otros momentos le parecía que era arrastrado por el fondo. Se sintió volteado, dando vueltas y vueltas, antes de ser despedido a gran velocidad y chocar de nuevo con una pared, quizás el lateral –a trozos encementado– del viejo cauce. No obstante, aunque fuera a ráfagas –su mente había dejado de funcionar con la viveza habitual–, no dejó de pensar intensamente, con ansia, en su familia, en su mujer, su casa, se quería imaginar sentado en el sillón de mimbre arrimado a la camilla, donde le gustaba conversar con Andrea, hacer planes para el futuro. Estas imágenes le daban fuerza y ánimos.

Empezó a sentir dolores, de los golpes, del cansancio; los pulmones, congestionados por una desconocida presión, sin aliento, parecían ir a estallarle cuando notó otro impacto en la cabeza y simultáneamente vio como una cegadora llamarada. Fue antes, mucho antes de ser empujado fuera del río, quizás.

Quedó varado entre unos arbustos, con medio cuerpo fuera del agua y las piernas aún sumergidas; respirando trabajosamente, casi inconsciente, pero nota los dolores, en la cara, los brazos, el pecho. Evoca, sueña, con su mujer, el sillón de mimbre, la camilla, la atmósfera relajada de su casa.



Después de varias horas, cuando falta poco para el amanecer, se despierta y sale totalmente del agua. De pronto, sin sufrimientos físicos, salvo los ojos que no distinguen los objetos como antes; en la obscuridad escurre como puede sus ropas empapadas y prueba a dar unos pasos. Reconoce el entorno lentamente y calcula que está a más de un kilómetro del puente del merendero y echa a andar, de regreso. Ya no tiene frío y los dolores han desaparecido. A través del velo que cela su mirada ve que el río, en aquel sector, se mantiene dentro del cauce y nadie parece vigilarlo, posiblemente la avenida ha cedido. En la incierta penumbra previa al amanecer se va cruzando con grupos de personas, parecen vecinos de esas calles pero no les conoce, no obstante le sonríen al pasar y hacen un ademán amable alzando el brazo; él les corresponde y, sin darse cuenta, sin conciencia del camino que recorre, sin saber muy bien cómo ni por dónde, retorna a la zona del merendero y de las huertas. Hay poca gente trabajando. Ya nadie pone sacos, miran al río simplemente; los focos, encendidos, parecen inútiles, no obstante los que viven en las casas próximas siguen allí quietos, como esperando, sin hablar. Cuando está a su altura le saludan en silencio, con un gesto, y el capataz de bomberos, desde lejos, agita una mano en su dirección.

Enseguida llega a su casa, no en la que había nacido, sino otra más nueva –la furgoneta DKW con la que se gana la vida, está aparcada unos metros más allá de la puerta, la divisa claramente–. A la entrada de la vivienda aparece su mujer que sale a recibirle con cara de felicidad y le acompaña al interior donde todo está igual que cuando salió unas horas antes. Se dirigen a la salita de la mesa camilla y Eugenio Saelices se acomoda en el sillón de mimbre. Huele bien, todo está en silencio y se siente dichoso al lado de Andrea, entre sus cosas; la cómoda donde ella guarda la ropa, el reloj despertador marca “Cid” que está encima y cuyo acompasado “clic-clac” marca el ritmo de sus corazones... lo mira tenuemente y escucha; parece que no suena. Se habrá parado a falta de darlo cuerda. Tiene sueño, se pasa la mano por la frente y sus dedos tropiezan con la zona hundida por el golpe, cerca de la sien, pero no le duele. Quiere dormir, ahora que todo ha pasado. Cierra los ojos y reclina la cabeza mientras persiste el silencio.



El cuerpo inanimado de Eugenio Saelices, con una tremenda fractura craneal, y hundimiento del parietal derecho, se encontró a los tres días de su desaparición, en un remanso del Duero donde había llegado arrastrado por las aguas desbordadas. Por el golpe recibido en la cabeza, su muerte fue instantánea, según la autopsia.


Antonio Rodríguez / Octubre, 2011



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