jueves, 19 de abril de 2012

Freud y "El malestar en la cultura"

El ensayo “El malestar en la cultura” (1930), es una de las obras más importantes de Sigmund Freud (1856-1939) y sigue editándose, o reimprimiéndose, con periodicidad, a la vez que es leído con interés. Quizá su brevedad, unas noventa páginas, ayude a ello si bien este reducido tamaño no es obstáculo para que su contenido sugiera variadas reflexiones.

Hay dos aspectos de ese texto en los que, especialmente, quiero detenerme ahora. En primer lugar en lo relativo a su teoría sobre el origen de la religión. Freud lo plantea como la respuesta a una necesidad que surge en el hombre común. Éste precisa apoyos ante la sensación de desamparo infantil en que se encuentra desde los tiempos primitivos, una vez que sus progenitores, por razones crono-biológicas han desaparecido. Se ha quedado sólo y le urge sentirse protegido, precisa algo en que depositar su confianza, y que le ofrezca respuestas sobre la finalidad de la vida.

¿Qué puede esperar de la existencia? Parece que siempre hubiera estado claro: el ser humano busca la felicidad o, al menos, no dejar de serlo; experimentar profundas sensaciones de placer, y evitar el dolor, el más viejo compañero de viaje. Por otro lado –según Freud–, pretende que se le alivie del sufrimiento que le produce el propio cuerpo, los sucesos negativos exteriores y las nocivas y peligrosas relaciones con otros seres humanos. Es innegable (siguiendo la estela de Freud) que la religión parece un buen camino para alcanzar la felicidad y soslayar el sufrimiento, solo que lo hace bajando el listón, reduciendo el valor relativo de la vida. La estancia terrena no es nada comparado con lo que nos promete la vida eterna.

En ese recorrido el hombre, en su impotencia e ignorancia, necesita materializar esa protección y seguridad, sea lo que quiera que le acongoje; y en tal caso qué mejor que la figura de un padre todopoderoso y providencial que manda en las fuerzas de la naturaleza, que vela por él, en sustitución del padre terrenal. Demanda la continuidad de la figura paterna a la que dirigir sus preguntas, en quien confiar, y sólo un buen padre sería capaz de inquietarse por los asuntos de su prole, de atender sus peticiones de ayuda. Por eso desde tiempo inmemorial la figura de Dios-Padre se idealiza gráficamente como la de un anciano de pelo y barba blanca, de aspecto bondadoso… Es la figura del padre desaparecido, convertido en un remedio para los sufrimientos, que tutela y ofrece respuestas a la pregunta de la finalidad de la vida, premiando nuestro comportamiento en la Tierra.

Dejando, por un momento a Freud, recordemos que en el Antiguo Testamento –hace tres mil doscientos años–, Yahvé pactó con uno de los pueblos más antiguos de la tierra, una relación sin intermediarios y la iconografía de aquél episodio muestra la venerable imagen del Padre. Y aún más, sin dejar la Biblia, al inicio del Nuevo Testamento, el apóstol Mateo recoge en su evangelio el texto del Padre-Nuestro, directamente salido de labios de Jesús de Nazaret. Siempre el Padre. Desde entonces presente en la oración común de todas las iglesias cristianas (católicos, protestantes, ortodoxos).


El segundo aspecto que atrae mi curiosidad son las reflexiones freudianas sobre la libertad, concepto en el que se ha gastado mucha saliva y toneladas de tinta y papel. Si hacemos caso de los miles de definiciones que se han recogido sobre este término podemos encontrar ricos matices. Raro es el filósofo que no ha escrito sobre ello, por no referirnos a categorías inferiores, a menudo bastardas, manipuladoras, utilizadas profusamente por políticos y otros hombres públicos. Para unos es mejor vivir donde no hay ley que donde todo está reglamentado, o como dijera Cicerón (106-43 a.C.) “libre es aquél que no está esclavizado por ninguna torpeza”, o quién como Peter Hille (1854-1904) no era demasiado optimista y llegó a escribir, en unos de sus aforismos, que “la libertad es una suma de minúsculas restricciones”, o la frase convertida en clásica, pronunciada por Madame Roland (1754-1793), al subir al cadalso: “¡Ah Libertad! ¡Cuántos crímenes se cometen en tu nombre!...”

Freud expone, con una irrefutable y admirable sencillez, que la libertad individual “no es un bien que nos haya llegado de la mano de la cultura”, pues era máxima antes de cualquier civilización y, cuando una comunidad es estremecida por “el ímpetu libertario”, sugiere la presencia de restos de la personalidad primitiva. “El anhelo de libertad se dirige, precisamente, contra determinadas formas y exigencias de la cultura”. Cuando los individuos muestran signos de buena crianza, de comedimiento o usan de buenos modos respecto a los demás, o establecen pactos, están sometiendo sus impulsos, coartando sus instintos básicos, su libre albedrío, poniendo fronteras a su libertad.

Es curioso, pues uno hubiera llegado a pensar, como muchos, que la libertad es un don, un derecho reivindicado y alcanzado con gran esfuerzo, y no sin derramamiento de sangre, mediante las revoluciones del siglo XVIII y posteriores. Pero ya lo afirmó Rousseau (1712-1778) en el “Contrato Social”: “El hombre ha nacido libre y sin embargo se encuentra encadenado” (1762).

La sustancia que se deriva de estos dos “progresos” culturales –afrontar la necesidad de una fe religiosa y satisfacer sus ansias de libertad– es que, en ambos casos, para alejarse de sus ancestros, el hombre ha tenido que pagar un alto precio cuya hipoteca no ha terminado de liquidar.

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