En “Nuevos momentos estelares de la humanidad” Stefan Zweig (1881-1942) hace notar que, durante miles de años, el progreso técnico de la humanidad apenas ha evolucionado. Cita varios ejemplos para ilustrar con contundencia su razonamiento: los ejércitos de Napoleón no avanzaban más rápidos que los de Gengis Khan unos 600 años antes o, recuerda, que la escuadra del almirante Nelson (en 1800) seguía siendo tan lenta como los barcos piratas de los vikingos en el año 900.
Lo que Zweig quiere subrayar es que la humanidad se ha venido tomando las cosas con calma. Y que no fue hasta el siglo XIX cuando empiezan a producirse descubrimientos que aceleraron el ritmo y se convertirían en plataformas de lanzamiento de las conquistas materializadas más tarde –en los siglos XX y XXI–, modelos de un tiempo nuevo cuyo horizonte el gran escritor austriaco no pareció atisbar, a pesar de describir en su libro la historia accidentada del cable telefónico tendido entre Europa y América en el siglo XIX.
Entonces, el mundo intentaba prosperar -cómo no- pero la naturaleza imponía sus leyes, difíciles de eludir. El cable telefónico ya unía Inglaterra con Irlanda y Dinamarca, pero saltar a América eran palabras mayores; durante veinte años se hicieron intentos que fracasaron. Y hubo de esperarse a 1857 para encontrar la manera de ejecutar correctamente el trazado, pero no fue hasta 1866 –diez años después de la primera tentativa– cuando la empresa se vio coronada por el éxito. Desde Inglaterra se pudo, por fin, hablar con América.
Acaso ese hito, al que Zweig dedicó gran atención en las páginas citadas, fuera la señal del cambio que iría acelerándose paulatinamente hasta nuestros días, de forma difícilmente comprensible para quienes no hayan seguido con un mínimo de curiosidad los logros de la ciencia y la técnica. Esta aceleración tan acentuada y progresiva es fácil que no llegara a sospecharla siquiera nuestro admirado escritor (según apuntamos más arriba), antes de quitarse la vida en 1942.
La Segunda Guerra Mundial parece la frontera histórica. Es a partir de entonces cuando los descubrimientos se precipitan tras los trágicos efectos del lanzamiento de la bomba atómica sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, punto final de aquella guerra.
¿Y qué hubiera opinado Stefan Zweig del horror destructor de la energía atómica convertido más tarde en una sólida base para aplicaciones de uso pacífico? En especial, en lo que se refiere a su capacidad para transformar el poder exterminador del átomo en extraordinaria fuente de calor y electricidad. Tal es el caso de las centrales nucleares (el 78 % de la electricidad obtenida en Francia tiene ese origen), o el de los isótopos radiactivos de uso médico y físico-químico, o el empleo de radiaciones en la esterilización de alimentos o su aplicación sobre suelos y determinados cultivos agrícolas para eliminar plagas de insectos o parásitos, etc.
Detrás de la energía atómica quizá podemos situar, en orden de importancia, el nacimiento, el inicio de algo tan fantástico como la “era espacial”, o a mejor decir “la carrera espacial”. Fruto de la competencia entre EE.UU. y la Unión Soviética –y utilizando cohetes basados en los V-2 alemanes de la segunda guerra mundial– comenzaron a explorarse los cielos hasta altitudes de más de 200 kilómetros de la corteza terrestre y a analizar temperaturas, presión y densidad atmosférica, etc. Desde finales de la década de los años 40 del siglo pasado las conquistas en este ámbito no han cesado de ser noticia, en avances mesurables a escala geométrica. En Octubre de 1957 la Unión Soviética lanzó al espacio el primer “Satélite Artificial Terrestre”, el Sputnik, que con una masa de 83 kg estuvo orbitando la Tierra a una distancia de entre doscientos y novecientos kilómetros, durante tres meses. A este lanzamiento siguió de inmediato el de otros muchos ingenios (entre éxitos y fracasos), pudiendo estimarse que, en la actualidad, pueblan el espacio unos 600 satélites artificiales. Al principio llevaban animales como pasajeros forzosos y, enseguida, tripulados por el hombre en viaje de ida y vuelta. Los hay, según se publicita, de diferentes tipos: para observación astronómica, de ayuda a la navegación terrestre y aeronáutica, meteorológicos, con antenas o repetidores de telecomunicaciones y, puede que lo más asombroso, estaciones espaciales diseñadas para permanecer en actividad 15 o más años y residir en ellas varios tripulantes durante largo tiempo (algunos equipos de astronautas han permanecido allí durante más de un año), sirviéndose a su vez de otros vehículos autopropulsados que desde la estación base (de 200.000 kilos o más de peso), pueden hacer recorridos más ágiles e independientes por el espacio exterior o ir y volver a y desde la Tierra. En este apartado espacial se debe citar la primera misión tripulada que alcanzó la luna en 1969 tras más de cuatro días de viaje. Neil Armstrong fue el primer ser humano que pisó la superficie de nuestro planeta, cuyo evento fue transmitido por televisión a todo el mundo.
En el mismo sentido, aumentando si cabe, nuestra perplejidad, podemos admirarnos de otros hitos tecnológicos como la telefonía móvil y las comunicaciones vía satélite donde se muestra la interconexión entre diferentes inventos y proyectos creativos. Son los pasos previos al desarrollo de la red de Internet que en los años 90 ha mostrado su poder democratizador por su acceso libre a la información, disminuyendo así la influencia de los tradicionales medios de comunicación y su capacidad para monopolizar la interpretación interesada (manipulada) de la información. Nos estamos refiriendo a la prensa y televisión, ahora desplazados en buena medida por las llamadas redes sociales (twitter o facetbook, como ejemplos), donde ciudadanos anónimos manifiestan su poder de convocatoria y capacidad para aunar opiniones masivas, en general, por vía pacífica. En cuando a los ordenadores (PCs, tablets, etc) y su software, en constante desarrollo, al parecer serán capaces, en un plazo de diez años, de ser dirigidos además de con la voz o los gestos –como modernamente lo hacen ya algunos de estos ingenios–, a través del pensamiento, mediante un chip de implantación subcutánea.
No obstante, en este breve repaso, no quisiera dejar atrás los descubrimientos científicos o médicos donde maravilla acceder, a alguno de los grandes proyectos de investigación que, si han acaecido recientemente, no cabe duda de que están soportados por años de estudios anónimos, sólo de vez en cuando aireados por la concesión de algunos premios Nobel. Recuerdo personalmente el impacto de la oveja Dolly, el primer mamífero clonado (copia genéticamente idéntica del animal de que procedía) obtenido en 1996 a partir de una célula “madre” de la glándula mamaria de una oveja adulta. Tuvo varios descendientes y murió, prematuramente, a los siete años de vida de un cáncer pulmonar, propio de la especie. Las células “madre”, con capacidad de auto-renovarse son, en la actualidad, un medio más que prometedor para resolver determinadas enfermedades cardiovasculares y oftalmológicas, entre otras.
En éste terreno cómo no hacer mención especial del recientemente completado Genoma Humano, conseguido en los primeros años del siglo XXI. Es uno de los proyectos más importantes llevado a cabo por la comunidad científica internacional hasta obtener la secuencia única del ADN de cada ser humano, lo que permitirá conocer enfermedades, la predisposición a padecerlas y realizar diagnósticos más precisos en un futuro. En varios procesos patológicos se ha pasado ya de la fase experimental a su aplicación clínica. Están dándose los primeros pasos, incorporando estas disciplinas a diferentes terapias o tratamientos médicos, con respuestas que hubiéramos considerado fabulosas hace unos lustros.
En resumen, desde que constatara Stefan Zweig que la humanidad apenas había evolucionado durante las últimas centurias previas a la mitad del siglo XX, ésta parece haberse empeñado en demostrar que las cosas han cambiado. Podríamos añadir, a los ya referidos avances, una larga lista en el (des) orden en que acuden a mi memoria. Comenzando por las aplicaciones de la telefonía móvil y los sistemas llamados GPS, los trenes y aviones no tripulados, los transplantes de órganos, las intervenciones quirúrgicas por laparoscopia, los robots manejados a distancia (pronto, se esperan bomberos robot), hasta llegar al prometedor futuro que ofrece la ciencia acerca del comportamiento de los telómeros y el papel de la telomerasa en los cromosomas, factores ambos que determinan la replicación celular de un organismo en lo que parece ser la nueva teoría definitiva (¿) del envejecimiento. Estos estudios han merecido, que desde los años 30 del siglo pasado, se venga distinguiendo con el Premio Nobel a varias promociones de investigadores científicos de todo el mundo.
Sin embargo, cabe preguntarse si con este fantástico progreso el conjunto de la humanidad vive en un mundo mejor, si hemos llegado a aproximarnos a algunos de los sueños sociales del siglo XIX; el del socialismo utópico, el cooperativismo, la socialdemocracia ideal, el ecologismo, la igualdad de oportunidades... ¿Para quién? ¿En dónde? Ya lo sabemos, para la mayoría no alcanza. No hay para todos. La riqueza no está mejor distribuída, ni la comida, ni el agua, o el hambre y la sed. Porque ni siquiera se ha desterrado el odio, o la crueldad, en nuestro planeta. Quizás tampoco somos más justos en conjunto. Si el ser humano es más capaz de inventar más cosas que le sean útiles, no parece ser lo suficiente experto en aplicarse a sí mismo ningún plan de mejora. Es posible que, en el fondo, estemos adelantando muy poco.
Febrero de 2012
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