sábado, 19 de diciembre de 2009

Ver jugar a los niños

La niña –Júlia–, se incorpora, no sin algunas dificultades. Se sostiene con ayuda de la mesita que tiene a su alcance; luego, con cierto temor, avanza un paso y se queda erguida, sin otros puntos de apoyo, con un tambaleo característico sobre la punta de los pies, en un equilibrio inestable que finalmente logra aquietar agarrándose al borde del asiento más cercano.

Júlia, la niña de pelo negro rizado que se desborda por las sienes y mirada inquisitiva, brillante, no es nada tímida. Viste ropa informal –pantalón de pana de color tierra y jersey rosa pálido– de cierta calidad, lucidos con algún desaliño, en concordancia con su edad. Con poco más de un año, no se puede pedir que lleve puesto su vestuario de forma irreprochable. Está en el salón haciendo pequeñas incursiones entre los asideros que tiene a su alcance, que casi la cercan. Cuando las cosas las ve claras se desplaza desde el sofá a la mesita de centro, sin perder contacto con los soportes que le ofrecen los bordes de esos muebles; en otros momentos se queda de pie, sin auxilios accesorios. Se revuelve, prueba, con las manos por delante, da un difícil y aventurado pasito desde la mesa de centro hasta el seguro brazo del sofá grande donde espera una de sus muñecas de trapo y, al llegar de tan temeraria expedición, mira a los abuelos señalándoles con su rígido dedo índice y descarga la emoción acumulada con una nerviosa risa.

Son los arriesgados y repetidos primeros pasos, uno a uno, todavía sin llegar a conseguir el “uno detrás otro” que es el caminar. Ahora, en su incursión ha encontrado el chupete de goma que se apresura a mordisquear, con sus dientecillos apenas estrenados, y tras unas chupadas, lo arroja a un lado. Incansable, busca nuevos horizontes para sus aventuras vitales; mira hacia el espacio donde arranca el pasillo y se pone a gatear, ligera, con extraña habilidad en busca de mundos incógnitos que descubrir; sólo se detiene cuando llega a la zona donde las sombras, que han entrado, silenciosas, por las puertas de las últimas habitaciones, ocupan el fondo del pasillo. Duda, mira hacia atrás para asegurarse de que tiene las espaldas cubiertas por alguien familiar, protector, pero no se decide hasta que la luz lo ilumina todo otra vez. Entonces, de nuevo confiada, reemprende su carrera.

La niña, en sus galopadas sobre las cuatro extremidades, ya sin sus zapatitos, casi pierde también los calcetines especiales que la ayudan a impulsarse y en los intervalos, entre sus viajes, conversa con todos, halagada, feliz, mediante balbuceos que los mayores queremos interpretar sin conseguirlo; sólo algunas palabras son reconocibles: “pa-pa”, “ma-ma”... pero es inútil tratar de asociarlas con cualquier intencionalidad. Aún es pronto. Aprende a modular sonidos que va oyendo, lo mismo que repite, distraída, algunas palabras cortas que tratamos de enseñarla, silabeando con paciencia: “A ver, Júlia, cómo dices maaa-má, paaa-pá...”

Poco después, llega su primo, Martí, varios años mayor que la niña y se incorpora al juego. Gateando ambos por la casa compiten, una por huir y el otro –concediéndola alguna justa ventaja–, por alcanzarla, siempre a gatas, resbalando, riendo a carcajadas, exaltados, olvidados de todo incluidos los juguetes y muñecos que están diseminados por el suelo, apartados de momento.

El poeta lo dejó escrito, “Dos cosas serían capaces de entretenerme toda la vida: el correr del agua y ver jugar a los niños”.

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