miércoles, 2 de diciembre de 2009

El niño que quería ver los trenes

(Relato corto)

El niño –poco más de 4 años, trigueño, ojos azules–, camina alegre por el despejado sendero que corre al lado de la vía del tren en dirección a la estación. El niño parece feliz y en su breve galopar hace con sus pequeños pies algunas cabriolas que, en el aire del largo atardecer, dibujan ilusiones. El niño va de la mano de su abuelo que ha de soltarle de vez en cuando para que pueda dar pequeños trotecillos con los que descargar su energía. “Ven, no corras”, dice el abuelo. “Te vas a caer. No arrastres los pies...”
El niño, entre la obediencia aprendida y la libertad que le pide su vitalidad infantil, va intercalando tiempos de sosiego con otros de exaltación. Da la mano a su abuelo y, poco después se suelta y corre siguiendo el incierto vuelo de una mariposa, brinca, va y viene...

Al fin llegan al andén, largo, despejado, sin los trenes que el niño ha ido a ver pasar. Ahora el abuelo mantiene firmemente agarrada la mano izquierda del niño, que ya no intenta zafarse. “Yayo, no viene ningún tren”, dice en tono decepcionado mirando hacia el horizonte, allá donde se juntan los raíles. “No, pero va a venir uno enseguida”. El niño recobra la esperanza, tiene fe en lo que le dicen sus mayores. “¿Por qué lado vendrá?”, “Por aquel; mira, allá se ve la luz de la máquina”. “No lo veo”, dice mientras la emoción le va ganando. El abuelo: “Sí, ya se acerca, pero todavía está lejos”. “Sí, todavía está lejos”, repite el niño.
El tren aparece de repente, a toda velocidad, con fiereza, como un torbellino. Violencia, ruido ensordecedor, chocar de hierros, impetuoso rugido de motores, tremendo temblor, golpeteos. Todo se mueve como en un terremoto, el andén también retumba envuelto en el impresionante estrépito...
El niño, se arrima al abuelo, se crispa, tensa todo el cuerpo y mira aquello sin pestañear, estremecido, espantado, con su carita pálida de miedo. Por fortuna, el tren se pierde ya, vertiginoso, camino de su destino.

“¡Me ha dado susto!”, exclama el niño cuando acierta a hablar.
“¿Te ha dado susto?”, le pregunta -conciliador- el abuelo usando el lenguaje del nieto. No hay respuesta; el niño está otra vez en sus cosas, quizás intentando olvidar la experiencia. “¿Cuándo viene otro?”, interroga.
“Otro día. Ahora, Martí, nos vamos. Ya sabes que los papás nos están esperando...”. “Yo quiero Coca-Cola...”

Salen al sendero que les ha llevado a la estación y el niño, durante unos metros, no se desprende de la mano de su abuelo. Luego, torna a los saltitos, las carrerillas y las cabriolas. “Martí, que te vas a caer...”.

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