sábado, 11 de noviembre de 2017

"La dama del perrito", de Antón Chéjov (1860-1904)

“La dama del perrito” se publicó en 1899, cinco años antes de morir Chéjov víctima de la tuberculosis que le habían contagiado sus enfermos, en el ejercicio de la Medicina, cuando aún era un joven facultativo. Falleció a los 44 años.

Fue uno de los grandes cuentistas de la literatura universal junto con Edgard Allan Poe, Maupassant, Borges y Leopoldo Alas (Clarín). La lista de sus cuentos más notables la encabeza "La dama del perrito", se dice que el mejor que saliera de su pluma, aunque la fama de su obra no se extendió hasta después de la Primera Guerra Mundial.

Dividido en cuatro breves capítulos, este cuento, o relato breve, se distingue por la cadencia rítmica de sus frases elegidas, parece que con especial escrúpulo, casi para poder ser declamadas tanto como leídas o habladas coloquialmente. Esto es también mérito del traductor que en esta edición de las obras completas que manejo (O.C. - RBA, Barcelona, 2005) es Víctor Gallego Ballestero (especialista en la traducción de los maestros rusos).

“Al atardecer, cuando el viento se calmó un poco, se dirigieron al muelle para contemplar la llegada del vapor. En el embarcadero había muchos transeúntes; habían ido a recibir a alguien y llevaban flores en las manos. En ese lugar saltaban a la vista dos peculiaridades de la sociedad elegante de Yalta: las damas maduras iban vestidas como las jóvenes y había muchos generales.”

Obsérvese –además de la adecuada distribución del ritmo, de la acentuación y proporción de las pausas–, el pequeño giro con que finaliza el último párrafo: la presencia de “damas maduras” se detalla hasta en cómo iban vestidas, pero se remata con un simple “y había muchos generales”, sin más datos; Chéjov pareció considerar que no necesitaba otros pormenores para describir a los militares de aquella escena. Ni rastro de lo que cabía esperar sobre los uniformes, condecoraciones, su buen aire o marcialidad. Nada más. Estos giros en la estructura de las frases se repiten en varios pasajes del cuento y, supongo, no son patrimonio del traductor.

“La dama del perrito” comienza de forma repentina, como si nos subiéramos a un tren en marcha acoplándonos enseguida a aquel mundo al que accedemos. También se podría decir que no tiene principio –los antecedentes se explican en cuatro palabras–, lo mismo que no tiene un final. Digámoslo sin rodeos; en su estructura no existe el clásico planteamiento, nudo y desenlace que, desde Aristóteles, vertebran cualquier relato. En este caso es como si hubiéramos acotado un trozo de una historia, la parte central por así decirlo, obviando el principio y el final. Dimitri ya estaba allí, en Yalta, cuando da comienzo la narración

“Había corrido la especie de que en el malecón había aparecido un personaje nuevo: una dama con un perrito. Dimitri Dimitrich Gúrov que llevaba ya dos semanas en Yalta y había adquirido las costumbres del lugar, también había empezado a interesarse por las caras nuevas. Sentado en la terraza del Vernet, vio pasar por el malecón a una joven dama, rubia y de pequeña talla, tocada con una boina; tras ella correteaba un lulú blanco de Pomerania.”

Pronto intenta Gúrov (que ha dejado a su esposa con los niños en Moscú) un cauteloso acercamiento hacia la solitaria dama del perrito –Anna Serguéievna, cuyo marido también se había quedado en casa–. Las primeras palabras cruzadas entre ellos especulan con lo aburrido del lugar, explican sus soledades, describen levemente sus respectivas situaciones familiares y, tras la comida en el hotel, dan un paseo por los alrededores antes de retirarse a sus habitaciones. Es el primer capítulo y las cosas se deslizan dentro de la natural reserva, no exenta de los agradables recuerdos de las horas pasadas juntos que evoca Dimitri una vez en su aposento.

Luego, siguieron los paseos, acercarse a esperar la llegada del vapor y los besos furtivos. Y una semana después de conocerse, la primera visita a la habitación de Anna –“vamos a su cuarto…”– había susurrado él. Fue la primera vez. A la que siguieron largas jornadas de felicidad en sus aposentos del hotel, los remordimientos y los itinerarios diarios por el malecón, por los jardines, hasta que una noche ella hubo de preparar el retorno a toda prisa por el recado de una enfermedad de su marido.

Dimitri, triste, la acompañó a la estación y le quedó la idea de que aquella mujer no había sido del todo feliz en su compañía.

“Ya es hora de que yo también vuelva al norte –pensaba Gúrov mientras abandonaba el andén–. Ya es hora.”

Pero en Moscú Dimitri no olvida a Anna como esperaba, y hubiera sido lo normal para él; sumergido al máximo en la vida moscovita, no encontraba consuelo en su ámbito familiar ni con sus amigos de más agrado y confianza. Tomó la decisión inmediata de viajar hasta S. (la lejana población donde residía su amada) ignorando él mismo con qué intenciones realizaba aquella escapada.

Llegó una mañana y, desde el mismo hotel, no le fue difícil localizar el domicilio de Anna y su cónyuge para, a partir de ese momento, merodear por los alrededores de su casa con la esperanza de verla, lo que no pudo ser hasta que, recordando sus aficiones, logró coincidir con el matrimonio en un estreno teatral. Aprovechando que el marido se levantó a fumar en el entreacto, se presentó ante ella que, sorprendida y espantada, escapó de la sala y recorrió nerviosa los pasillos y escaleras con Dimitri siguiendo sus pasos; por fin, discretamente, pudieron hablar un momento y escuchar la promesa de Anna.

“Váyase ahora mismo, váyase cuanto antes […] Le juro que iré a Moscú.”

“Y Anna Serguéievna empezó a visitarle en Moscú”. Encontraron buen acomodo en el hotel Slavianski Bazar y se veían dos o tres veces al mes. Un día Anna pálida y angustiada se echó a llorar en sus brazos; sollozaba por su situación, preguntándose si no estarían “destrozando sus vidas”. Habían pasado algunos años desde su primer encuentro y en ellos nada había cambiado, se querían “como marido y mujer” y no entendían que estuvieran casados con otras personas. Permanecieron largo rato buscando soluciones a su situación, para dejar de ocultarse y fingir. Pero ¿Cómo? ¿Cómo? ¿Cómo?, no dejaban de preguntarse.

“A Dimitri le parecía que no tardaría en encontrar una respuesta y que entonces se iniciaría una vida nueva y hermosa; pero ambos sabían muy bien que ese final aún quedaba muy lejano y que lo más complicado y difícil acababa de empezar.

Aquí acaba el cuento. Un trozo de una historia trivial, carente de novedades; como hemos dicho, sin un planteamiento o exposición inicial, ni un nudo o conflicto (todo se desliza sin mayores sobresaltos), y no existe un desenlace o solución de nada. Los personajes mantienen los hábitos adquiridos aunque se prometen buscar alguna salida.

En este punto llega el momento de preguntarse algunas cosas. ¿Por qué una historia de tan escaso interés argumental, con unos protagonistas tan poco relevantes, se sigue leyendo un siglo después de su publicación? ¿Por qué atrae precisamente a los amantes de la buena literatura? Emulando a Harold Bloom: ¿Por qué leer, hoy, un pequeño relato como “La dama del perrito”?. Trataré de contestar estas preguntas.

En primer lugar, recordaré algo que dije al principio de esta nota: la musicalidad de su prosa, el ritmo y equilibrio de sus frases, trabajadas y adornadas de algunos contrastes engarzados con primor aquí y allá, como sin querer, hacen al cuento delicioso. Con aquél bonito pasaje al comienzo:

“En ese lugar saltaban a la vista dos particularidades de la sociedad elegante de Yalta: las damas maduras iban vestidas como las jóvenes y había muchos generales.”

Otra transición se produce la primera vez que están juntos en la habitación de Anna, que reacciona a su entrega confusa y triste; abatida piensa que ahora Dimitri no la respetará como antes. Y entonces se produce el giro realista en contraposición con el romanticismo de las escenas anteriores. Hay una sandía sobre la mesa y

“Gúrov cortó una rodaja y empezó a comer sin prisas. Pasaron al menos media hora en silencio”

Se nos dice que Anna “estaba conmovedora, desprendía esa aurea de pureza de las mujeres honradas, ingenuas y poco conocedoras de la vida…”. Y Gúrov, como contrapunto, comiendo sandía. Verdadera literatura y del mejor cuño.

Por eso estas obras, breves o extensas, atraen a los buenos lectores. No importa sólo el argumento ni la metáfora, que en este caso no existen. Han sido sustituidas por la forma, la estética, la magia, la sonoridad, el ritmo y cadencia expresiva. Por esto hay que leer, diría degustar, “La dama del perrito”. Por esto y porque la historia está contada en un lenguaje despacioso, seleccionando con genial escrúpulo cada frase, cada párrafo, cada efecto, sin chirridos desagradables y a la velocidad justa.

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