“Los cuentos de Hawthorne valen más que sus novelas”, dijo Jorge Luis Borges en una conferencia, en marzo de 1979, cuyo contenido fue publicado en un volumen de su “Prosa Completa” bajo el título de Otras Inquisiciones (BRUGUERA- LIBRO AMIGO – EMECE / Primera edición; Barcelona, 1985). En este texto, subrayó que ninguna historia le había impresionado tanto como la de Wakefield, que leyó en la edición de “Cuentos contados otra vez” de incierta aparición que oscila, según las fuentes, entre 1837 y 1842 y que al parecer se había publicado primero en la prensa diaria.
Por estos días –inicios del verano de 2017– vuelve a salir en los papeles la historia de Wakefield. Ahora, a tenor de una adaptación cinematográfica estrenada no hace mucho en EE.UU, que no satisface (casi nada) al columnista Juan Palomo (El Cultural, 9-15 de Junio de 2017). Este remata su comentario del guión sentenciando que cualquier parecido con el original es pura coincidencia. Por mi parte, añado, que si cerca de 200 años después de la primera edición de este relato breve aún sigue en candelero dice suficiente de la inspiración de su reconocido autor.
Hawthorne, en el relato que nos ocupa, asegura haberse enterado de estos sucesos por un periódico. Era algo que había ocurrido en Londres:
“Recuerdo haber leído en alguna revista o periódico viejo la historia, relatada como verdadera, de un hombre -llamémoslo Wakefield- que abandonó a su mujer durante un largo tiempo [...] El marido, bajo el pretexto de un viaje, dejó su casa, alquiló habitaciones en la calle siguiente y allí, sin que supieran de él la esposa o los amigos y sin que hubiera ni sombra de razón para semejante auto-destierro, vivió durante más de veinte años. En el transcurso de este tiempo todos los días contempló la casa y con frecuencia atisbó a la desamparada esposa. Y después de tan largo paréntesis en su felicidad matrimonial cuando su muerte era dada ya por cierta, su herencia había sido repartida y su nombre borrado de todas las memorias; cuando hacía tantísimo tiempo que su mujer se había resignado a una viudez otoñal –una noche– él entró tranquilamente por la puerta, como si hubiera estado afuera sólo durante el día, y fue un amante esposo hasta la muerte.”
Lo primero que uno se pregunta de esta amena aventura es si nos encontramos ante una ficción, sencilla, aunque ingeniosa, o está más cercana a lo increíble y fantástico, al margen del mundo de lo real y de la rutina diaria. El autor aporta una buena dosis de imaginación y quizás hasta podamos considerar la historia extraña y retorcida, además de transgresora. Creo que tiene de todo un poco, y un gramo de locura cierto, al aceptar o dar por bueno que Wakefield deseara pasar de “intérprete” a “observador” de su propia existencia; a pretender atisbarla, desde fuera, contemplar cómo se desenvolvería su entorno más próximo sin su presencia, y con la morbosa curiosidad de saber hasta dónde llegaría el sufrimiento de su familia y allegados por su repentina desaparición. Esta es la esencia del cuento.
Sólo sería una semana para percibir la viudedad de su cónyuge… Vigilando desde lugar cercano, pero fuera del alcance visual de aquellos que le conocen, alarmándose cuando –unas semanas más tarde– ve al médico y al boticario visitar su casa, lo que estuvo a punto de hacerle renunciar a su propósito, pero no; aquello se superó y pudo seguir adelante, embutido en su nueva personalidad. Pasaron, no una semana sino veinte años; en una distinta cotidianeidad tras romper las reglas y los principios.
Hawthorne recoge la información narrativa de lo que ya había acontecido y que dice haber leído –como se ha señalado– en una “revista o periódico viejo” e invita al lector a unirse a él porque considera que vale la pena dedicar algún tiempo a pensar en un suceso tan extraño:
“A este respecto, el lector que así lo quiera puede entregarse a sus propias meditaciones. Mas si prefiere divagar en mi compañía a lo largo de estos veinte años del capricho de Wakefield, le doy la bienvenida, confiando en que habrá un sentido latente y una moraleja […] trazados pulcramente y condensados en la frase final.”
Pero puede que este arranque del relato nos parezca poco creíble. Pensamos que, con esta estratagema, imitó lo que dos siglos y pico antes que él hiciera Cervantes con su hidalgo de La Mancha, donde el musulmán Cide Hamete Benengeli –supuesto historiador–, aparece como autor de gran parte del Quijote para, de ese modo, externalizar las fuentes y ganar verosimilitud. La singularidad del cuento que nos ocupa reside en la insólita decisión de desaparecer que toma Wakefield y, luego, en los pensamientos y vicisitudes que acaparan su atención durante esos años.
“Se las había ingeniado (o, más bien, las cosas habían venido a parar en esto) para separarse del mundo, hacerse humo, renunciar a su sitio y privilegios entre los vivos, sin que fuera admitido entre los muertos. La vida de un ermitaño no tiene paralelo con la suya. […] Sería un ejercicio muy curioso determinar los efectos de tales circunstancias sobre su corazón y su intelecto, tanto por separado como al unísono. No obstante, cambiado como estaba, rara vez era consciente de ello y más bien se consideraba el mismo de siempre.”
La voz narrativa describe los hechos desde el punto de vista de Hawthorne, en funciones de explorador y testigo, alternando el relato en primera o tercera persona limitada (hay cosas que ignora). Opina y comenta los hechos, para ese lector al que ha invitado a “divagar juntos”, y va relatando las reacciones de Wakefield que traslada, a quien leyere, aquella “historia” que había encontrado en “periódicos viejos”.
El autor hace gala de un estilo distendido utilizando un lenguaje escogido y aun depurado, mostrando el contraste entre la conducta tortuosa de su insólito personaje y el tono amable con el que nos expresa lo que pasa por su cabeza.
El ritmo, a pesar de que desde el principio del cuento conocemos el argumento, no decae en ningún instante. Interesa saber cómo se desarrollará la vida de Wakefield en la vecindad de su casa y el narrador nos va alimentando con buscadas vacilaciones, alternando breves pinceladas de la vida de su fiel esposa con los riesgos que él corre para verla en determinados momentos.
El final, en su detalle (que no vamos a descubrir) es uno de los puntos fuertes de la trama y, desde luego, la moraleja que nos anunciaba Hawthorne
“En la aparente confusión de nuestro mundo misterioso los individuos se ajustan con tanta perfección a un sistema, y los sistemas unos a otros, y a un todo, de tal modo que con sólo dar un paso a un lado cualquier hombre se expone al pavoroso riesgo de perder para siempre su lugar. Como Wakefield, se puede convertir, por así decirlo, en el Paria del Universo.”
En fin, uno de los mejores cuentos de un escritor que compartió inquietudes literarias con su coetáneo Herman Melville (1819-1991), el creador de “Moby Dick” y “Bartleby, el escribiente”, e influyó profundamente en Edgar Allan Poe (1809-1849).
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