En el centenario del nacimiento del autor
Camilo José Cela y Trulock pertenece a ese grupo de escritores, nada raro, que son más famosos que leídos. Como ha dicho Ignacio Echevarría en “El Cultural”, para la generación de los nacidos en los años 40 “Cela parece haber estado siempre ahí”. Es cierto, hemos “convivido” con él, leído sus artículos, comentado sus declaraciones, asistido a sus duelos con críticos y periodistas, seguido con interés sus apariciones en televisión donde exhibía su potente voz, sus indudables dotes de actor y su inclinación al espectáculo. En revistas mundanas de color rosa vimos (vemos todavía retrospectivamente), su figura vestido de calle o de veraneante en calzón corto; fotografías asistiendo a fiestas de gran gala o artículos sobre sus desavenencias conyugales y el divorcio con Rosario Conde Picavea (1915-2003), casi a la vez que el anuncio de su nuevo matrimonio con Marina Castaño, con la que compartió los doce años finales de su vida. Fue Rosario Conde quien rescató del fuego de la chimenea el manuscrito de La colmena. La Voz de Galicia lo refería en Febrero del 2003: “En uno de sus feroces arrebatos, Cela cogió el manuscrito y lo arrojó a las llamas. «¡A la mierda!». Su mujer –como ha recordado Cela Conde en varias ocasiones– se levantó de la butaca y lo rescató con el atizador”. *
Algunos, llegamos a sus libros en la lejana adolescencia, como me sucedió con Viaje a la Alcarria (1948), La familia de Pascual Duarte (1942) y la autobiográfica (?) Pabellón de reposo (1943), títulos que no es fácil ver ahora en los estantes de las librerías. Autor prolífico recibió una decena de importantes premios literarios, entre los que cabe destacar el “Príncipe de Asturias de las Letras” (1987) y el “Cervantes” (1995). Entre estos dos galardones le fue otorgado el Premio Nobel de Literatura –en 1989– “por (su) prosa rica e intensa que con una compasión moderada forma una visión retadora de la vulnerabilidad del hombre”.
Su discurso en la Academia sueca fue una exposición repleta de citas, desde la soledad de su plática y de un cierto lamento sobre las muchas campanadas horarias que a esas alturas de su vida ya había oído sonar. Comenzó a hablar, en elogio de la fábula, a las cinco en punto de la tarde y lo hizo así:
“Señores académicos:
Mi viejo amigo y maestro Pío Baroja, que se quedó sin el Premio Nobel porque la candelita del acierto no siempre alumbra la cabeza del justo, tenía un reloj de pared en cuya esfera lucían unas palabras aleccionadoras, un lema estremecedor que señalaba el paso de las horas: «todas hieren, la última mata» […] No sé dónde puede levantar su aduana la frontera de la vejez, pero, por si acaso, me escudo en lo dicho por don Francisco de Quevedo: «Todos deseamos llegar a viejos y todos negamos haber llegado ya»…”
En una entrevista concedida a El País y publicada el 23 de Febrero de 2001 (un año antes de su muerte), Cela declaró: «En mis novelas hay mucha memoria mía, tanto en “La colmena” como en “San Camilo 1936” o “Madera de boj”».
Murió el 17 de Enero de 2002, en Madrid, a los 85 años y está enterrado, según sus deseos, al pie de un olivo en el camposanto de Iria Flavia, la parroquia del municipio de Padrón (La Coruña) donde había nacido.
“La colmena”
Los estudiosos literarios (críticos y profesores) consideran que su mejor novela es “La colmena” (1951) que, para el literato y editor catalán José María Castellet (1926-2014), supuso “la incorporación española a la novelística moderna” en un Madrid que, se ha etiquetado, hambriento de pan y sexo.
En La colmena cohabitan un enorme conjunto de gentes oscuras y vulgares, con tantas ganas de saborear los placeres mundanos que, desenfrenados, corren en pos de disfrutar las sensaciones placenteras que pueda ofrecerles la vida en su inmediatez; a lo que salga, no hay tiempo que perder en reparos y remordimientos de conciencia, y la oferta es variada para quien sepa ver. Van, vienen, desaparecen y vuelven, entran y salen de la escena, hogaño, en contante efervescencia; y mañana, Dios dirá.
La estructura de la novela es fragmentaria y muy sintética, sin respetar un orden cronológico lineal y sin un argumento unitario, sin una trama principal. El relato está fragmentado en minúsculos episodios, desordenados entre sí, sin principio ni final, como papeles volanderos unidos por la incertidumbre, el ambiente social y el espacio que los acoge: el Madrid de 1942 y, en particular, el café de Doña Rosa. A los 296 personajes les ocurren infinidad de sucesos y peripecias que ofrecen una visión panorámica y el pulso de la ciudad, en un tono irónico no exento de crudeza, en el que subyace –dentro– la tristeza, el desaliento, y donde el hambre y otras variadas carencias son los motores que mueven la conducta de los personajes.
El estilo es innovador, natural, espontáneo, a base de diálogos ágiles y concisos para introducir al lector directamente en la vida de unos individuos mediocres, ordinarios en general, aunque algunos posean unos rasgos propios, inconfundibles, que pueden llegar a despertar la ternura del lector como en el caso del hijo de la castañera: cojo, mutilado de guerra, que trabaja de listero en las obras de los nuevos ministerios y recoge a su madre bien anochecido para, agarrados del brazo, volver a casa (p.113).
Por último, no me parece ocioso reflejar aquí las noticias que circulan a cuenta de una posible nueva edición de “La colmena”, con los inéditos censurados en su día (año 1950) incluso por el propio Cela, seguro de que no pasarían el filtro de los censores franquistas. Estos inéditos que, al menos parcialmente, han salido a la luz están en poder de la Biblioteca Nacional y se habla de que la novela podría reeditarse, íntegra, este mismo año del centenario del autor (con todos los textos de contenido sexual y erótico pero en anexos a la versión definitiva que Cela ultimó en 1966). (Estaba prevista su aparición –a cargo de la RAE– en otoño de 2016 y la promesa se ha cumplido escrupulosamente. Pero esta edición merece capítulo aparte).
El narrador
Es un narrador impersonal, de apariencia neutral, que casi pasa desapercibido; observa los hechos desde fuera de la escena, a cierta distancia, y deja hacer a sus personajes describiendo sus reacciones y comportamientos (vistos, oídos o pensados por ellos mismos), a quienes cede el punto de vista y la voz. El narrador, de acuerdo con lo que dice Cela en su “Nota a la cuarta edición”: –“éste es un libro de historia, no una novela”–, apenas influye con sus opiniones ni induce a que el lector modifique su criterio por lo que él diga.
Es un narrador omnisciente en tercera persona, conoce todo lo que está sucediendo y es capaz de meterse dentro de los personajes y contar las intimidades que ocupan sus ánimas; a veces utilizando el tiempo en presente y otras en pretérito. Sabe lo que ocurrió en el pasado y lo que ocurrirá en el futuro, además de mantener una cierta comunicación personal con el lector, sobre aspectos de la historia o su propia construcción de la novela.
“Ya dijimos en otro lado lo siguiente:
Desde su marco dorado con purpurina, don Obdulio, enhiesto el bigote, dulce la mirada protege, como un malévolo, picardeado diosecillo del amor, la clandestinidad que permite comer a su viuda.” (p. 306)
Cela parece estar haciendo uso de una visión indiscreta que, como en “El diablo cojuelo”, le permitiría “entrar” en las casas de su tropa de personajes, levantar las tapas craneales de sus moradores ó sacar al exterior determinadas vísceras sensibles para mostrar a la curiosidad pública dónde y cómo viven; cuáles son anhelos, cavilaciones, sueños, necesidades y actos más o menos reservados, mediante imágenes y expresiones las más de las veces ordinarias, villanas o miserables.
Se ha dicho que Cela, describe en La colmena un panorama desfigurado de la realidad de los años 50 del siglo pasado, una especie de esperpento valleinclanesco en la caracterización de algunos tipos. En esto no estoy totalmente de acuerdo, aunque existan paralelismos innegables y no se le oculte a uno la admiración que sentía el padronés por Valle-Inclán (1866-1936). Pero, desde mi punto de vista, la sociedad que describe Cela, es la que corresponde a la histórica posguerra, a lo que hay que añadir, el amparo del “realismo social” de los años 50 aderezado, quizás, con un cierto “tremendismo”. Este “tremendismo”, como se sabe, es el término con que se suele denominar el lenguaje o estilo crudo y la naturaleza y comportamiento de muchos de los personajes, individuos cuasi marginales y prostitutas, que aparecen en varios relatos de nuestro Nobel. El ilustre gallego se recrea en frases y dichos populares, costumbres sociales de la época (1940), la vida en los cafés madrileños, con rincones cálidos donde cobijarse y sobrevivir; además de las casas de citas, los amores clandestinos, las estrecheces económicas, la suciedad, el hambre civilizado (disimulado), las enfermedades, el infortunio...
“La chica tenía novio (Paco), a quien habían devuelto del cuartel porque estaba tuberculoso; el pobre no podía trabajar y se pasaba el día en la cama, sin fuerzas para nada, esperando a que Victorita fuese a verlo, al salir del trabajo […]
Victorita estaba muy tranquila.
–Pues lo que oyes. Si te fueses a curar me liaba con el primer tío rico que me sacase de querida.
A Paco le subió un poco el color y le temblaron ligeramente los párpados. Victorita se quedó algo extrañada cuando Paco le dijo:
–Bueno.
Pero en el fondo, Victorita lo quiso todavía un poco más.” (págs. 177-178)
Por otra parte este narrador que toma muy en serio los trances por los que pasan los personajes va dejando caer, como de pasada, opiniones propias, que se apartan de la supuesta neutralidad a que le obliga su cometido:
“Es una señora de cierto buen ver”
“Los dos fuman. La Lola, gorda, desnuda y echando humo, parece una foca del circo”
O se detiene en las emociones:
“Julita siente una sensación rara. A veces nota como un pesar, mientras que otras veces tiene que hacer esfuerzos para no sonreír”
“La cabeza humana –piensa Julita– es un aparato poco perfecto. ¡Si se pudiera leer en un libro lo que pasa por dentro de las cabezas! No, no; es mejor que siga todo así, que no podamos leer nada, que nos entendamos los unos con los otros sólo con lo que queramos decir, ¡qué carajo!, ¡aunque sea mentira!” (p. 319)
En todo caso, tanto en el narrador como en el conjunto de toda la novela, está presente la ironía socarrona característica de la controvertida personalidad de Camilo José Cela.
Personajes
De los 296 personajes que aparecen en las páginas de La colmena, destacan únicamente 30 ó 40, cuyas fragmentarias biografías o sus maltrechas personalidades sobresalen sobre las de los demás. Como ejemplos pueden citarse a Martín Marco cuya historia es la más interesante: “El hombre no es un cualquiera, no es uno de tantos, no es un hombre vulgar […] Ha hecho sus estudios y traduce algo el francés”
Igualmente merecen sobresalir del coro las figuras de Doña Rosa, “la dueña del Café Delicias a la que le gusta arrastrar sus arrobas por entre las mesas”; la de la señorita Elvira que “lleva una vida perra, una vida que, bien mirado ni merecía la pena vivirla”; la hermana de Marco, Filo, “siempre sacrificada y trabajadora hasta caer rendida” o Victorita, la que “tenía un novio a quien habían devuelto del cuartel porque estaba tuberculoso” y por el que, sabemos, estaba dispuesta a acostarse con cualquiera a cambio del dinero que necesitaba para comprar los medicamentos que precisaba su novio. Estos efímeros protagonistas, y algunos más, tienen derecho a ocupar el olimpo creativo ideado por Cela; en sus relaciones cruzadas, en sus episodios, superpuestos a veces, ofrecen la unidad necesaria al relato.
En general, los personajes están trazados primero, mediante una técnica por la que se nos describen, a grandes pinceladas, “por fuera”; lo que todo el mundo puede ver: “Pura es una mujer joven, muy mona, delgadita, un poco pálida, ojerosa, con cierto porte de virgen viciosilla” (p. 260). Luego, mediante los destellos de las conciencias referidos por el narrador y a través de los diálogos, del lenguaje que utiliza cada uno, se completan los perfiles de las distintas personalidades. En conjunto un universo desvalido, hipócrita en el que no faltan rasgos de nobleza.
Conclusiones. ¿Por qué hay que leer “La Colmena”?
No es una novela de acción, ni la importancia radica en la existencia de un protagonista único, ni tiene un argumento que vertebre el relato. Es experimental sobre todo, como casi todas las novelas celianas. La diferencia está en cómo se tratan el espacio y la atmósfera; los lugares por lo que pululan la legión de personajes, en una composición donde el ambiente es tan auténtico que puede tener la consideración de histórico respecto a imágenes, locales, edificios y calles abarcables, antes de que Madrid creciera y se extendiera desmesuradamente. Es el espacio –que contribuye a crear una determinada atmósfera–, el que se imbrica con la geografía donde el acento lo ponen los aspectos sociales y la convivencia de sus gentes que el realismo de Cela lleva a sus páginas desnudando su intimidad y dejando al aire sus mezquindades (“comer, reproducirse y destruirse”), como dice el autor sobre la cultura y tradición del hombre en su “Nota a la tercera edición”.
El lenguaje empleado en los diálogos es otro buen motivo para leer “La colmena”. Posee, además, una importancia básica porque el uso que se hace del habla como subsistema lingüístico, es doble y me parece renovador: por un lado recobra para el lector expresiones, dichos y sentencias coloquiales, vulgares, de impagable valor tradicional y por otra parte, utiliza esos registros, en la escala oportuna, según la mentalidad, carácter y estatus social de cada personaje. Con esa ingeniosa tramoya Cela contribuye a “redondear” los individuos que “bullen” en la novela, no sin que antes (o a renglón seguido), sus cataduras físicas hayan sido referidas por el narrador.
“Padilla, el cerillero, trata de convencer a un señor:
– Mire usted, el tabaco de colillas siempre se nota; por más que lo laven siempre la queda un gusto raro… pálpelos si quiere…” (p.151)
“El camarero se le acercó (a la llamada de doña Rosa).
– ¿Le has arreado?
– Sí, señorita
– ¿Cuántas?
– Dos
– ¿Dónde?
– Donde pude, en las piernas
– ¡Bien hecho! ¡Por mangante!” (p. 87)
Y por último, tenemos el fondo, el contenido, el tema, el sentido de la novela; la incertidumbre de los destinos del hombre que dependen de multitud de factores en los que la sombra de la guerra civil aún condiciona casi todo. La precaria economía de subsistencia (en la que el hambre físico, manda mucho) ofrece unos “caminos inciertos” a gentes solitarias, sin rumbo, insolidaria, estéril y de ignoto porvenir. También es una razón para leer esta novela. Por supuesto, después de dejar de lado determinadas adherencias no literarias (censor, respetuoso con el régimen franquista…) que acompañaron al Nobel desde el principio al final de su carrera.
Una gran obra, innovadora, bien construida, realista que abrió caminos estilísticos a alguno de sus seguidores, como Francisco Umbral. Pero esto ya es otra cuestión.
Nota.- Las citas y comentarios recogidos más arriba corresponden a la lectura de la edición de Editorial Noguer, S. A.- Barcelona-México. Cuarta edición de mayo de 1962, impresa en México.
(*) Este suceso en el que Cela arrojó al fuego el manuscrito de “La colmena” ha sido desmentido por el director de la cátedra Camilo José Cela de Estudios Hispánicos, Adolfo Sotelo Vázquez (Madrid, 1953). Niega los hechos descritos: “[…] eso es incierto”, porque por sus manos han pasado todos los originales de la novela y es conocedor de las vicisitudes por las que han atravesado las diferentes versiones, incluso su periodo de hibernación durante cinco años a la espera de tiempos mejores. (La Vanguardia de 29 de Septiembre de 2016).
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