miércoles, 19 de mayo de 2010

Integración o convivencia

Los conflictos en el futuro ya no surgirán de las ideologías o del equilibrio de poderes. “La identidad cultural es [será] el factor fundamental que determina las asociaciones y antagonismos de un país”, escribió con rotundidad Samuel P. Huntington en su famoso libro “El choque de las civilizaciones”. Añadía, que ya no se pregunta nadie ¿De qué lado estás? sino ¿Quién eres?, quedando así identificados los (posibles) amigos o enemigos. Parece que esto es lo que está sucediendo en muchos países de Europa, y en España estamos lejos de ser una excepción. La identidad cultural está en la base subjetiva de la mayor parte de los conflictos que nos afectan y, a medida que otros factores estiran la cuerda del estado del bienestar, el riesgo de colisión se acentúa.

Antes de seguir adelante, no obstante, habría que “fijar” el término “identidad cultural”. Siguiendo al DRAE, podríamos traducirlo como el “conjunto de de rasgos propios de una persona o de una colectividad (modos de vida, tradiciones, símbolos, grado de desarrollo científico, industrial, etc.) que la caracterizan frente a los demás”. Luego estaría el debate de si antropológicamente la identidad es permanente (esencialista según los expertos) y hereditaria culturalmente, o bien algo que se elabora (constructivista), a partir de un fundamente básico y por tanto, modificable, influenciable por las circunstancias que lo rodean. Pero lo significativo de los fenómenos identitarios es que lo son en oposición, “frente a” otras identidades, tratando siempre de diferenciarse de otros grupos o culturas. Siempre los “otros”, ¿quién eres?

Con los efectos de la globalización y el éxodo que se ha producido desde algunos territorios africanos y de la Europa del este hacia países de la UE, u otros destinos con economías florecientes, estamos asistiendo a la implantación de políticas para intentar eliminar los efectos de las diferencias identitarias que se han producido en algunos países como Reino Unido, Francia y España, donde los índices de inmigración se han elevado extraordinariamente. En algunas regiones se llegan a superar porcentajes del 20 % de población extranjera. La principal política que se está implementando es la de la integración acelerada, por más que los grupos de inmigrantes residen, más o menos recluidos, en espacios y segmentos de sociedad muy vinculados a sus identidades culturales. Parece, pues, un esfuerzo baldío el intento de integración que hacen los gobernantes, que parece responder más a motivaciones políticas que humanitarias. En consecuencia, lo que se aprecia a simple vista, especialmente en algunas comunidades autonómicas de España, es que el esfuerzo integrador se vincula más al aprendizaje y utilización del idioma autóctono (impuesto por las administraciones y la escuela) que a cualquier otro factor. Incluso el efecto de diversidad y pluralidad cultural de la inmigración es invisible y los prejuicios y estereotipos (con sentimientos de racismo o xenofobia subyacentes), muestran la poca efectividad de las políticas aplicadas y el escaso sentido de pertenencia desarrollado.

Para concluir esta breve reflexión, merece la pena recoger la experiencia, altamente positiva, del Reino Unido que cuenta Hannah Collins en “La Vanguardia” (1-Mayo-2010). La clave consiste en apostar por la “convivencia” en lugar de obstinarse en la “integración”. En Londres, señala, hay escuelas donde no se habla nada de inglés y no es infrecuente encontrar personas que trabajan sin saber inglés. La inmigración, en ese caso, apuesta por encontrar un trabajo antes que por aprender el idioma, tener acceso a la enseñanza en la lengua que sea y respetar las reglas culturales y religiosas de cada grupo social. Así, sin mayores problemas.

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