martes, 11 de mayo de 2010

El astillero, de Juan Carlos Onetti (1909-1994)

(Comentarios a una lectura)

Creo que quienes hayamos leído “El astillero”, la mejor novela de Juan Carlos Onetti al decir de la crítica más reconocida, coincidiremos en su excelencia literaria, así como en lo complejo que resulta para el lector el ensamblaje temporal de la historia que nos refiere. Es una novela que demanda, quizás, una segunda lectura para poder disfrutarla con mayor deleite, por lo que ese repaso es muy aconsejable.

Onetti, nacido en Uruguay, vivió en España desde 1975 y, entre sus obras, cabe destacar “La vida breve” (1950), “El astillero” (1961) y “Juntacadáveres” (1965), estas dos últimas escenificadas en la imaginaria ciudad de Santa María donde el autor sitúa la acción de varias de sus novelas y cuentos. Este lugar de ficción muestra con extraordinaria originalidad un territorio marchito en el que pululan personajes solitarios y fracasados. Vargas Llosa dijo de él que fue el creador de un mundo más bien pesimista, cargado de negatividad, lo que impidió que llegase a un público más amplio.

Onetti poseía un estilo literario denso, moroso, de gran calidad estética, no exento de ironía. Influenciado, por William Faulkner, también su literatura estuvo inspirada por otros maestros, como Dostoyevski, según señala Cansinos Assens en uno de los prólogos de las obras completas del escritor ruso.

Nacionalizado español, murió en Madrid donde había residido 19 años, de los cuales, cinco, transcurrieron sin que, prácticamente, se levantara de la cama si bien, desde allí, siguió escribiendo cuentos, artículos y novelas como “Cuando ya no importe” que, publicada en 1993, se considera su testamento literario.


“El astillero”, como alguna de las narraciones más significativas de Onetti, es una novela de la decadencia, de la soledad, de la vida sin sentido, de la búsqueda de algo en lo que creer. Cuenta el regreso de Junta Larsen (Juntacadáveres) a la espectral ciudad de Santa María, de donde le expulsaron cinco años antes por ejercer actividades ilegales (proxenetismo entre otras) y donde trata, ahora, de reconstruir su vida como Gerente de un astillero en ruinas, trabajo fingido, pues hacía años que había dejado de funcionar lo que ya no eran más que unos cobertizos llenos de óxido, hierbas y cristales rotos. “Miró el par de grúas herrumbradas, el edificio gris, cúbico, excesivo en el paisaje llano, las letras enormes carcomidas, que apenas susurraban , como un gigante afónico, Jeremías Petrus & Cia […] Las puertas sin vidrios o sin maderas, de cerraduras falseadas, que no resistían un golpe indolente o la presión de un viento repentino”
El argumento es una anécdota casi superficial, y se sustenta en sucesivas capas tenues, incluidos los silencios, engarzados en la historia pasada, en la soledad y miseria de Larsen que son un espejo de la mezquina fragilidad del hombre.

Aunque pueda resultar laborioso, merece la pena seguir los hilos de la intriga que vinculan a Larsen con Petrus (el dueño del astillero), con su hija semi-idiota o loca (a la que trata de llevar a la cama para acostarse, finalmente, con la criada) y su estúpida implicación en los sórdidos negocios de los empleados (Gálvez y Kunz) últimos supervivientes de la nómina del astillero. Del mismo modo, serán difíciles de comprender los vínculos que establece con la mujer embarazada (esposa de Gálvez) a la que nuestro personaje abandonó para siempre en el momento del parto; escena atroz, en la que se narra sin edulcorantes, descarnado, el alumbramiento con su séquito de sangre y desgarrados gritos de dolor, que le hicieron huir despavorido. Estos son algunos de los individuos, desahuciados de la vida, que van y vienen, unas veces perdidos, otras esperanzados, entre el río, el astillero y la nebulosa ciudad de Santa María. “[Larsen]...sonrió a la soledad, al espacio y a la ruina. Juntó las manos a la espalda y volvió a escupir, no contra algo concreto, sino hacia todo, contra lo que estaba visible o representado, lo que podía recordarse sin necesidad de palabras o imágenes: contra el miedo, las diversas ignorancias, la miseria, el estrago, y la muerte” (pág. 47 de la edición que cito más abajo). Seguir la historia puede exigir cierta atención, como digo, pero el esfuerzo es compensado.

“El astillero”, por tanto, es la aventura de un antihéroe, de una conciencia desolada que quiere regresar al pasado, donde fue vencido y desterrado y en el que, a pesar de todo, vivió feliz; pretende explorar sus propias huellas “¿Qué pueden hacerme? Ya ni siquiera tengo enemigos, no me van a tender trampas ni manos. Ahora hasta puedo soportarlos, charlar y divertirlos” (pág. 216.) O tratar, inútilmente, de encontrar esa mano amiga, un sentido, una salida airosa para una existencia ya sin significado; una señal en lo que reconocerse aparte de trabajar en la sarcástica reorganización del ruinoso astillero, del que le habían nombrado cabeza visible.

Para subrayar lo mejor de la novela me parece oportuno traer aquí las primeras líneas del prólogo de Antonio Muñoz Molina: “Más que una historia, lo que cuenta “El astillero” es una atmósfera... la atmósfera de un invierno austral…”. Y si se quiere completar la valoración, se puede añadir el uso admirable que hace Onetti de los adjetivos y suscribir, con Muñoz Molina, cuánto hay de magistral en la creación de ese clima turbio, pesado, de paisajes, lugares y ambientes decrépitos, por donde se deslizó la sombra de un amor que pudo ser; todo ello narrado desde la sencillez, con crudeza no exenta de poesía, y un cierto calor humano.
Entre tanta calidad hay que hacer un hueco para poner en entredicho la edición de “Seix Barral, Biblioteca Onetti” (Octubre de 2002), por la extensa colección de errores recogidos en sus páginas en cuanto a acentos, comas, y erratas que, a veces, cambian el sentido de las frases o las hacen confusas si no se lee con atención.

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